Opinión

Por qué adoro el capitalismo

El capitalismo y el liberalismo siguen tan vivos como siempre. Sólo ocurre que una serie de líderes políticos adocenados, flemáticos o negligentes han dejado avanzar impasibles los nuevos rostros totalitarios

El próximo sábado 9 de noviembre se cumplen 30 años de la caída del Muro de Berlín. Este fue un acontecimiento capital para los que creemos en el mundo libre y en la superioridad ética de la civilización occidental, esa que muchos no se atreven a llamar hoy por su nombre para no desatar susceptibilidades, y en la que la izquierda ha participado siempre como una rémora. A principios de los 80 yo estudiaba periodismo en la Universidad de Navarra, propiedad del Opus Dei. Eran los tiempos de la Guerra Fría y en clase manteníamos vivas discusiones sobre quién se llevaría el gato al agua, si Estados Unidos o la URSS. Aunque siempre supe quiénes eran los buenos y estuve indefectiblemente de su lado, me encontraba en minoría.

Muchos de mis colegas tenían poco interés por la política, y los más combatientes engrosaban las filas de la izquierda, incluso en una universidad religiosa de esas características. Por aquella época, aunque ahora resulte entre cómico y grotesco, eran multitud los que deseaban el triunfo ideológico de la Unión Soviética, a pesar de que ya disfrutaban del vino y de las rosas del capitalismo. No solo eso. Estaban absolutamente convencidos de que Moscú superaba en poder militar a los yanquis.

Como la mayoría de los americanos, yo sentí desde el principio una gran simpatía por Ronald Reagan, que antes de ser presidente había sido gobernador de California, el principal estado del país, así como el máximo responsable del sindicato de actores. No me cabía duda de su preparación y de su idoneidad para el cargo. Pero pronto comprobé que, por encima de su trayectoria, era un liberal granítico que tenía la determinación necesaria para plantar cara a los órdagos suicidas que fabricaba la maquinaria propagandística del este.

También, y esto fue clave, conocía de primera mano el estado comatoso de la economía soviética, que sería incapaz de resistir una inversión militar disuasoria pero masiva como la que Reagan desplegó en el continente europeo y luego con la famosa Guerra de las Galaxias. Sencillamente, Moscú no pudo aguantar y tiró la toalla para gran satisfacción de los que entonces parecíamos casi unos excéntricos. El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín. La exitosa y brutal combinación planetaria de Reagan en América, de Margaret Thatcher en el Reino Unido y del papa Wojtyla en el Vaticano precipitaron, gracias a su perspicacia y a su coraje, el derrumbamiento de un régimen ominoso y criminal que había devastado pecuniariamente y moralmente a sus súbditos.

Mayo del 68

Aquel fue un acontecimiento gozoso para la gente de bien, pero ¿cuánta gente de bien hay en el mundo? No tanta como podría parecer cuando se piensa tiernamente. De hecho, la caída del Muro supuso un gran contratiempo para la izquierda planetaria, que se sintió arrollada. Para todos los que quisieron analizar sin pasión los acontecimientos, quedó meridianamente clara la superioridad material del modelo de libre mercado y del sistema capitalista. Y también la superioridad ética del liberalismo frente al comunismo.

En aquella fecha también quedó momentáneamente pulverizado el espíritu nocivo de mayo de 1968, ese espíritu de rebelión igualitarista que se estrella una y otra vez contra la naturaleza humana. Pero la reacción de los derrotados fue beligerante, hostil, abrasiva. Se resistieron con una determinación robusta y feroz a dar un paso atrás en las posiciones ganadas, que eran muchas. Dado que, incluso en los países occidentales, la izquierda ya venía gozando de la hegemonía en los medios de comunicación, en la cultura, en la escuela y en la universidad, y que venía monopolizando el arte de los buenos sentimientos, su reacción ante la victoria inmisericorde que supuso la desaparición del Telón de Acero fue cualquier cosa menos resignada y pacífica. La izquierda no estaba dispuesta a ninguna clase de humillación. De manera que, admitiendo que el comunismo solo había producido miseria y horror allí donde se había practicado sin clase alguna de escrúpulo, había que buscar alternativas para detener a los yanquis liberales y capitalistas, y a sus aliados en el mundo. Y la decisión que adoptó el socialismo universal se puso en marcha con eficacia y rapidez.

Desde entonces, la izquierda planetaria ha desplegado un esfuerzo colosal para buscar causas que le permitieran sobrevivir al triunfo implacable del liberalismo y del capitalismo tanto en términos de eficiencia económica como de prosperidad social. Y en esas estamos. Estas causas son ahora el multiculturalismo, el feminismo, el ecologismo, el animalismo, los colectivos LGTBI y toda la retahíla de estupideces contrarias al sentido común que se pongan al alcance de la mano. Son causas que se han convertido en una suerte de nuevas religiones que, en alianza con la dictadura implacable de lo políticamente correcto, tratan por todos los medios de maniatar a diario el espíritu libre, animoso y desacomplejado que ha caracterizado siempre a los liberales. Y cabe decir que la izquierda está teniendo un éxito notable, de manera que aun habiendo librado con éxito muchas batallas todavía nos falta ganar definitivamente la guerra.

La participación del hombre en el calentamiento global es lo más parecido a un invento para ejercer la demagogia, quemar en la hoguera al adversario negacionista y de paso ganar mucho dinero

No va a ser fácil. La insistente explotación política de la falaz desigualdad ha logrado desestabilizar a países tan sólidos como Francia -con sus chalecos amarillos- o al Chile ejemplar, que es la nación con mayor PIB per cápita de Sudamérica y que más aceleradamente ha reducido la pobreza. Lo ha hecho socavando el temple y la capacidad de resistencia de líderes que se presumía de altos vuelos como Macron o Piñera. Lo ha hecho porque, sencillamente, la izquierda no se resigna a perder en las urnas, no soporta la alternancia - igual que en España- y está siempre dispuesta a utilizar cualquier medio, incluso la violencia, para recuperar su lugar en el mundo. Y su ejercicio de praxis política se ha desplegado con un éxito envidiable, gracias al mismo sectarismo y el aire vengativo con el que los comunistas de antes de la caída del Muro de Berlín masacraban a sus ciudadanos. Con una ventaja adicional: que ahora no está Reagan en Estados Unidos (aunque Trump no es mala compañía para esta contienda), que el Reino Unido está desnortado, que, en lugar de Juan Pablo II, en el sillón de Pedro se sienta un papa peronista enemigo cerval del capitalismo, y que no hay líder occidental con el carisma oportuno para denunciar y combatir la apropiación indebida de la izquierda de la agenda del corazón.

Ahora, para ser feminista, homosexual, participar en el Orgullo Gay o mostrar preocupación por el medio ambiente se debe contar de antemano con el carné expedido previamente por la izquierda universal. O visto de otra manera, ahora si se es partidario, como es mi caso, de la familia tradicional, del sexo convencional o se está persuadido de que la participación del hombre en el calentamiento global es lo más parecido a un invento para ejercer la demagogia, quemar en la hoguera al adversario negacionista y de paso ganar mucho dinero, se es tachado con una naturalidad alarmante de fascista. Más exactamente, "de puto fascista".

El pasado 29 de junio, el diario Financial Times publicó una entrevista exclusiva con Vladimir Putin, el policía jefe de la KGB que lleva gobernando Rusia 20 años anhelando aquellos tiempos de la Guerra Fría en los que la Unión Soviética todavía era respetada y admirada, por ejemplo entre los colegas de mi universidad del Opus Dei; un mundo en el que, en su opinión, todavía existían certezas. El título que ofreció Putin para la entrevista fue este: "La idea liberal está obsoleta". "Los ciudadanos están en contra de la inmigración, de las fronteras abiertas y del multiculturalismo".

Yo estoy radicalmente en contra de considerar que todas las culturas valen lo mismo, estoy en contra de la inmigración desordenada que viene solo para abusar del Estado de bienestar elefantiásico que padecemos, y estoy alarmado por el peso creciente de la inmigración musulmana, la mayoría de cuyos miembros no se integra y alberga el deseo explícito o recóndito de combatir y derrotar la civilización occidental por la que tantos han luchado. Pero esto no significa, a mi juicio, que la idea liberal haya decaído, ni que el capitalismo, que ha sacado en poco más de un siglo a 6.500 millones de personas de la pobreza, esté en crisis. El capitalismo y el liberalismo siguen tan vivos como siempre. Sólo ocurre que una serie de líderes políticos adocenados, flemáticos o negligentes han dejado avanzar impasibles los nuevos rostros totalitarios con los que se ha disfrazado el socialismo derrotado en Berlín en 1989, y que otros tantos, o los mismos, han descuidado la preservación y la defensa de los valores que siempre nos hicieron grandes.

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