La caída de Afganistán en manos de los talibanes ha causado una profunda conmoción internacional. Que un régimen sostenido durante veinte años por Estados Unidos y sus aliados se haya desmoronado en cuestión de días ha cogido por sorpresa a la opinión pública, que se había desentendido de aquel país. Hasta principios de agosto la ofensiva talibán iniciada en mayo sólo había realizado avances en las zonas rurales. Sin embargo, como si de un castillo de naipes se tratara, en poco menos de diez días las ciudades fueron cayendo una tras otra sin ofrecer resistencia, hasta la rendición de Kabul el 15 de agosto. Las escenas de la evacuación multitudinaria en el aeropuerto de la capital, en cuyos alrededores se aglomeraban miles de afganos con el único propósito de escapar del país, dan la medida de la tragedia humanitaria.
No ha faltado en medio del desastre algún vislumbre irónico, si pensamos en la huida del país del presidente afgano y sus colaboradores cercanos, en un poco honroso ‘sálvese quien pueda’ del que fue testigo el gobernador del banco central. Pues Ashraf Ghani no sólo ha sido un académico prestigioso que trabajó para el Banco Mundial, sino que es cofundador del Institute for State Efectiveness, una organización no gubernamental cuya misión es ofrecer asesoramiento experto en materia de state-building, para construir instituciones nacionales sólidas y eficaces. ¡Consejos vendo!
Afganistán ha puesto de manifiesto los estragos que el exhibicionismo moral (grandstanding) y la sentimentalización de la política causan en el debate público
Sorprendentes han sido también las reacciones en nuestro país, donde hemos escuchado desde las comparaciones con el nacionalcatolicismo hasta la relativización de los desmanes de los talibanes apelando a un sistema heteropatriarcal universal que oprimiría a las mujeres en todas partes. Afganistán ha puesto de manifiesto los estragos que el exhibicionismo moral (grandstanding) y la sentimentalización de la política causan en el debate público. Nada lo refleja mejor que esos ‘no podemos permitirlo’ puramente declamatorios, que no van más allá de pedir que ‘las mujeres alcen sus voces’ o firmen manifiestos online, sin nada que se parezca a una reflexión sobre qué acciones habrían de adoptarse con algún viso de efectividad. Es una ventaja contemplar la política en términos meramente expresivos, sin cargar con el peso de las decisiones y sus consecuencias. Pero cualquiera que haya seguido los debates sobre intervenciones humanitarias de finales de los noventa, con aquellas polémicas entre hobbesianos y kantianos, apreciará la regresión.
Aquí me gustaría detenerme en dos aspectos que me han llamado especialmente la atención en las primeras reacciones a la tragedia afgana, pues reflejan ciertas ideas de fondo que se han ido difundiendo por la esfera pública. Uno se refiere al feminismo, o al modo en que se entiende la lucha por los derechos de las mujeres. El segundo, que viene de más lejos, representa un malentendido acerca de la naturaleza de los derechos en general. Ambos guardan relación.
En aquellos años no se permitía a las niñas asistir a la escuela ni a las mujeres trabajar; para cualquier desplazamiento o gestión debían ir acompañadas por un pariente masculino
Con la llegada al poder de los talibanes, el foco de la atención se ha dirigido hacia la suerte de las mujeres y niñas en el nuevo emirato islámico. Es un temor más que justificado a la vista de la experiencia anterior, cuando gobernaron brutalmente el país entre 1996 y 2001, imponiendo la sharia. En aquellos años no se permitía a las niñas asistir a la escuela ni a las mujeres trabajar; para cualquier desplazamiento o gestión debían ir acompañadas por un pariente masculino y los casamientos forzados eran práctica habitual, por no recordar las lapidaciones y flagelaciones públicas. El burka vino a ser el símbolo de la opresión permanente bajo la que vivían las mujeres.
Ahora bien, si es natural preocuparse por las mujeres afganas, cosa bien distinta es preocuparse sólo por ellas, como si los varones afganos no tuvieran también ‘sus problemillas’, que dijo un sarcástico Tsevan Rabtan; o dar a entender que sólo a las mujeres concierne la situación de aquellas y defender sus derechos. Es difícil no sacar esa impresión cuando uno lee: ‘Quizás las mujeres de todo el mundo podríamos hacer algo más, antes de que caiga sobre todas nosotras la mayor de las vergüenzas. Ya sabemos que cuando se aplastan los derechos de las mujeres en algún lugar del mundo solo se puede confiar en algo: en la fuerza, la furia de las demás mujeres’. Cito a la exdirectora de El País, pero hemos podido leer cosas por el estilo en las redes sociales y artículos de opinión.
Implica que remover esas injusticias no sólo incumbe a las mujeres, sino que debería importarnos a todos, incluidos los varones, a poco que se conceda que podemos ser razonables
Detrás de lo cual asoma la tendencia a ver el feminismo como ‘asunto de mujeres’, un movimiento de mujeres en favor de las mujeres. Sin duda, el feminismo persigue denunciar y eliminar las injusticias sociales que las mujeres sufren en razón de su sexo. Pero de ahí no se sigue que tenga por objeto representar o defender los intereses de un colectivo; si por algo se define, como advirtió Janet Radcliffe-Richards, es por la clase de injusticias que pretende erradicar. Éstas obviamente afectan a las mujeres, pero eso no quita para que la diferencia sea importante. Entre otras cosas, implica que remover esas injusticias no sólo incumbe a las mujeres, sino que debería importarnos a todos, incluidos los varones, a poco que se conceda que podemos ser razonables y poseer sentido de la justicia. Pensar de otra manera es conducir al feminismo por los aventurados caminos de las políticas de la identidad, cuyos efectos estamos viendo.
A eso se une una idea extendida acerca de los derechos, según la cual estos tendrían por toda finalidad la protección de los intereses particulares de sus titulares con exclusión de los demás, por lo que sería una propiedad valiosa únicamente para ellos (‘tus derechos son buenos para ti, mis derechos para mí’). Una idea que se puede rastrear hasta Marx, cuando escribió que los derechos humanos eran los del burgués egoísta, replegado sobre sus intereses y separado de la comunidad. Lo curioso es que esta concepción individualista se traslada ahora a grupos y colectivos, entre ellos las mujeres, de tal modo que los derechos del grupo sirven a los intereses de sus miembros y sólo serían valiosos para ellos. Se resalta con ello el aspecto antagonista de los derechos, vistos como bazas para avanzar los intereses de un colectivo en rivalidad con otros.
Libre crítica y discusión
Los errores persistentes suelen contener una parte de verdad. Efectivamente, los derechos protegen los intereses de su titular, fijando obligaciones a otros en su beneficio o abriendo opciones, entre otras ventajas normativas. Pero de ahí no se sigue que sólo cumplan esa función o que su justificación se agote en ella. Tomemos el caso de la libertad de expresión: con ella no sólo se ampara el interés de cada individuo para comunicarse libremente, sino que se garantiza con ello la formación de una opinión pública libre, sin la que no podría existir una sociedad democrática. Pero esa cultura pública de libre discusión, crítica e investigación es un bien que a todos beneficia. Lo mismo podría decirse del derecho al voto, cuya justificación no se basa en mi interés personal como votante, sino en el valor que tiene un régimen democrático y el estatus de igual ciudadanía.
Por lo mismo no se puede privar de derechos a la mitad de la población sin que eso repercuta sobre toda la sociedad. Mejor dicho, no se puede privar de sus derechos a las mujeres sin perseguir también a todos aquellos, sin distinción de sexo, que se oponen a tales medidas y a la implantación de un régimen islamista en Afganistán. Pues hay un sentido fundamental en que los derechos no se oponen sin más entre sí, sino que componen un sistema coherente en el que la protección de los derechos de cada uno redunda en interés de todos. Eso es lo que no parecen ver los activistas de un solo tema o quienes adoptan las políticas de la identidad. Porque el mal fundamental, contra el que se recortan las injusticias que sufren las mujeres, es un régimen teocrático que destruye las libertades más elementales y ahoga cualquier disenso. Por eso resultan sencillamente ridículos los llamamientos bienintencionados a un ‘gobierno inclusivo en materia de género’ en aquel país.