Poco después de terminar las fiestas navideñas los agricultores alemanes convocaron una serie de manifestaciones para quejarse por el fin de la bonificación al gasóleo. La movilización se extendió muy rápido. En apenas unos días el país entero se llenó de tractores cortando carreteras y autopistas. Algunos consiguieron abrirse paso hasta el centro de ciudades grandes como Múnich o la capital, Berlín, donde organizaron un mitin multitudinario tras aparcar sus tractores en los jardines del Tiergarten junto a la Siegessäule, la columna de la victoria que mandó levantar en el siglo XIX el káiser Guillermo I para celebrar la victoria sobre Napoleón III y el segundo Imperio francés. Cuando se inauguró esta columna los soldados alemanes ocupaban París. Esta vez la relación entre ambas ciudades no ha sido tan directa, pero también hemos visto una ocupación, eso sí, no por parte de soldados, sino de agricultores a bordo de sus tractores.
La semana pasada cientos de tractores llegados desde todo el norte de Francia tomaron las afueras de París. Bloquearon las principales autopistas de acceso y acamparon a media hora del centro. Más allá no pudieron ir porque la policía se lo impidió, pero tampoco hizo falta. Por toda la geografía francesa empezaron a verse caravanas de tractores que cortaban carreteras y se metían hasta el centro de las ciudades de provincias con sus pancartas. En las fronteras con España e Italia no se limitaron a protestar, allí algunos actuaron. Asaltaron algunos camiones provenientes que transportaban vino y hortalizas y arrojaron su carga. En algún caso arremetieron con el tractor contra el camión. Poco después salieron por televisión algunos políticos muy significados como la socialista Ségolène Royale a apoyar a los vándalos asegurando que España e Italia compiten deslealmente con los agricultores franceses. Fue incluso algo más lejos y calificó a los tomates españoles de incomestibles. Entró entonces Marine Le Pen, la presidenta de la Agrupación Nacional, que cuenta con mucho apoyo en la Francia rural y que clamó contra la Unión Europea reclamando independencia y soberanía agrícola.
La protesta francesa ha sido seguramente la más violenta, pero la ira del campo no se detuvo ahí. Los agricultores españoles, belgas, italianos, rumanos y griegos tomaron el relevo. En los últimos días las carreteras de media Europa se han llenado de tractores. En algunos países han sido multitudinarias y han puesto en serios aprietos a los guardias que controlan el tráfico. En algunos lugares, de hecho, ni se acordaban de lo que era una huelga de campesinos. En Malta llevaban cuarenta años sin verlas y les sorprendió contemplar largas hileras de tractores dirigiéndose hacia La Valeta para manifestarse frente a la oficina del primer ministro.
Los agricultores europeos se quejan de muchas cosas y habría que ir país por país para analizar las exigencias ya que en unos hacen hincapié en unas y en otros se decantan por otras. El poso del malestar, eso sí, es común. Se sienten maltratados por sus Gobiernos y por las autoridades europeas. Aseguran que salir adelante cada día les cuesta más y que todo se ha confabulado contra su actividad. En eso tienen razón. Todo en estos tiempos parece ir contra la agricultura y la ganadería. La inflación es demasiado alta, los precios del combustible y los suministros se han disparado desde la pandemia, la regulación que padecen es asfixiante, los impuestos muy elevados y, para colmo de males, tienen que competir con otros agricultores y ganaderos que no deben afrontar semejantes exigencias normativas ni tienen tanta sobrecarga fiscal.
La regulación y los impuestos son insoportables para los agricultores sí, pero también para los transportistas, los comerciantes, los médicos, los abogados, los farmacéuticos, los arquitectos, los contables
La historia de los agricultores suena familiar a la opinión pública europea. Hacer cualquier negocio en Europa es algo parecido a escalar un puerto de montaña. Todo son inconvenientes, todo son trabas, todo son dedos acusadores contra el que emprende y trata de ganarse la vida honradamente. Casi cualquier oficio tiene su listado de agravios. La regulación y los impuestos son insoportables para los agricultores sí, pero también para los transportistas, los comerciantes, los médicos, los abogados, los farmacéuticos, los arquitectos, los contables, los electricistas y cualquier profesional que trabaje por cuenta propia.
La diferencia con todos estos oficios es que los agricultores reciben una cantidad muy generosa de subsidios para que puedan continuar con su actividad. En el cuatrienio que va de 2023 a 2027 la Unión Europea regará el sector con más de 7.000 millones de euros, a los que hay que sumar las ayudas y bonificaciones que reciben de los Gobiernos nacionales y regionales. Su queja no es tanto esa (aunque algunos hay que piden todavía más dinero) como el hecho de que cada subsidio viene acompañado de un centón de formularios que deben rellenarse con cuidado, algo que ha terminado por convertirse en un trabajo a tiempo completo. El político, ya sea el comunitario o el nacional, les da dinero con una mano, pero con la otra se arroga la autoridad de definir cómo tienen que ser y cómo han de funcionar sus explotaciones agrarias. Les exige dejar terrenos en barbecho, reducir el uso de pesticidas y fertilizantes o emplear los que ellos digan, les obligan a valerse de un cuaderno digital para gestionar sus explotaciones, les fijan cuotas de producción y les apremian para cumplir una normativa medioambiental que cada año es más exigente. En el campo todo está reglamentado, desde el tamaño de los establos hasta el tipo de maquinaria que pueden utilizar, pasando por los metros cuadrados que deben tener los cerdos en las porquerizas o si pueden o no quemar los restos de la cosecha.
Los que quieren acogerse a los subsidios deben pasar por las horcas caudinas de la administración, pero esos subsidios llegan sólo después de largos trámites no exentos de problemas y de una intrincada burocracia. Parafraseando a Churchill, a los agricultores europeos les dieron a elegir entre el deshonor y la guerra, escogieron el deshonor y además han tenido la guerra. Por deshonor hay que entender alargar la mano para recibir subsidios. Lo bueno no necesita subvenciones, lo bueno se abre paso por sí mismo y completamente al margen del Estado o, mejor dicho, a pesar del Estado.
Los agricultores se quejan de que los tomates de Marruecos o la carne de Sudamérica entran en el mercado europeo con aranceles bajos o inexistentes, lo que hace imposible competir con ellos
El hecho es que, a cambio de esas dádivas tapizadas de formularios y trámites administrativos, los políticos se sienten autorizados para llegar a acuerdos comerciales con terceros países en los que la normativa no es tan exigente ni los impuestos tan altos. Los agricultores se quejan de que los tomates de Marruecos o la carne de Sudamérica entran en el mercado europeo con aranceles bajos o inexistentes, lo que hace imposible competir con ellos. Todo el tiempo y los recursos que un agricultor español ha invertido en burocracia e impuestos, su homólogo marroquí se lo ha ahorrado y puede poner el producto en el mercado a un precio mucho más atractivo.
Por regla general la relación que estos políticos tienen con el medio rural es nula más allá de los estantes del supermercado o la carta de los restaurantes. En las campañas electorales algunos se dejan caer por los pueblos y arengan a los agricultores prometiéndoles comprensión y más subsidios. Pero tampoco quieren que la comida sea especialmente cara porque eso les traerá problemas, así que no ponen pegas en que entren productos agrícolas del extranjero a un precio menor. Eso en esta época de inflación y cesta de la compra por las nubes les quita problemas de encima. Esos habitantes de las ciudades, los mismos que se quejan cada vez que los precios suben, simpatizan con los agricultores. El aporte del sector primario al PIB en la UE es pequeño, en torno al 1,5%, en España ronda el 2,5%, muy por debajo de la industria o el turismo, pero tiene un componente simbólico y emocional muy grande. La mayor parte de los urbanitas estamos a sólo dos o tres generaciones de distancia del campo, que es de donde vinieron nuestros antepasados antes de que se produjese la gran migración campo-ciudad del siglo XX.
Esa es la razón por la que los cortes de carreteras de estos días no han molestado a la mayor parte de los conductores atrapados en los atascos. En muchos casos hacían sonar sus cláxones en señal de apoyo o se apeaban de sus vehículos y aplaudían a los tractoristas. Si un paro semejante se diese en otro sector la población no sería tan comprensiva. El aeropuerto de Barajas supone el 10% del PIB de la Comunidad de Madrid. Si mañana se declarase en huelga es improbable que los viajeros que se han quedado en tierra aplaudiesen a los huelguistas, pero con los agricultores es diferente por eso los políticos se han desvivido a cortar la hemorragia cuanto antes.
Hace un mes Olaf Scholz se avino a renegociar la bonificación al gasoil tan pronto como las tractoradas llenaban las carreteras del país. En Francia ha sucedido algo similar y el mismísimo Emmanuel Macron se ha puesto de su lado denunciando las prácticas desleales de otros países de la Unión. Futuros acuerdos comerciales como el del Mercosur se han paralizado, no se ratificará el suscrito con Nueva Zelanda y se han puesto en barbecho las negociaciones con Chile, México, la India y Australia. No es tanto que teman perder los votos de los agricultores, que no son muchos, como los del resto de la población que les apoya. El populismo agrario funciona bien en las urnas. El año pasado el Movimiento campesino de Holanda ganó las elecciones regionales y se convirtió en la primera fuerza política en el Senado a pesar de que sólo el 2,5% de los holandeses se dedica al sector primario.
De ahí que todos los partidos con la excepción de la izquierda ecologista se están volcando en el apoyo a estos agricultores que no representan a un porcentaje de la población muy elevado
Los partidos de derecha identitaria han descubierto un filón de votos sin explotar y están yendo a por él. Unir tierra, patria y tradiciones no es tarea complicada, especialmente cuando se lo han puesto tan fácil en Bruselas con un Pacto Verde que es extraordinariamente maximalista en sus objetivos. Diríase que Europa solita pretende acabar con todos los problemas medioambientales que afligen al planeta aún a costa del propio bienestar de sus habitantes y la competitividad de sus empresas. La desconexión de las instituciones europeas con la economía real es tan lacerante que cualquiera que lo denuncie se va a encontrar el campo abonado y listo para su siembra. De ahí que todos los partidos con la excepción de la izquierda ecologista se están volcando en el apoyo a estos agricultores que no representan a un porcentaje de la población muy elevado, pero que sí que lo hacen con respecto al parecer de millones de europeos que sienten una decepción profunda con las instituciones y quienes las encarnan.
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