Opinión

Los agujeros de nuestra memoria

Tenemos un problema con la memoria y es que se ha convertido en instrumental. No se trata tanto de recordar lo que hemos vivido y estudiado si no en convertirlo

Tenemos un problema con la memoria y es que se ha convertido en instrumental. No se trata tanto de recordar lo que hemos vivido y estudiado si no en convertirlo en un instrumento útil para confirmar nuestras posiciones. Se nos ha hecho inevitable organizar nuestro pasado borrando lo capital y engrandeciendo gestos minúsculos.

Hemos asistido entre perplejos y avergonzados a la inhumación de los restos de Franco. Cualquiera diría que hasta la mirada de águila postinera de nuestro presidente en funciones nadie en cuarenta años de democracia se había dado cuenta de la anomalía. Es sintomático que los nietos quieran ver lo que los abuelos tenían muy presente. Los tertulianos han engolado la voz para señalar que en una democracia no cabían monumentos a dictadores. Una simpleza que ningunea a todos los que desde la Constitución de 1978 tenían muy claras determinadas reglas del juego. ¡En Alemania o en Italia no se hubieran permitido!, gritan.

Olvidan, como nietos engreídos e ignorantes, que mientras Hitler y Mussolini perdieron sus guerras, Franco las ganó todas. Ganó la guerra incivil que él provocó, arrasó la sociedad de posguerra llenándola de hambre y miedo, pero hete aquí que la Iglesia Católica le dio apoyo en sus crímenes desde el minuto uno de su primera victoria. España pasó a ser nacional-católica. Pero hay más que por obvio que sea conviene citar porque nadie quiere hacerlo: a partir de 1953 los presuntos avalistas de la democracia en el mundo le concedieron la garantía de su perdurabilidad, le avalaron. Sin el apoyo de los sucesivos gobiernos de los EEUU no hubieran sido posibles cuarenta años de cruenta dictadura. En lenguaje "gringo", Franco era su "hijo de puta" que les garantizaba paz y sangre y un lugar en las democracias de Occidente a costa de nuestra opresión.  

La escena en cámara lenta de los nietos de Franco llevando a hombros las migas del sátrapa quedará en nuestra retina, la de los abuelos, como otra humillación más. No son más que los usurpadores del gran negocio que fue el franquismo para algunos, empezando por ellos. Delincuentes de Estado cuyos bienes abundantes provienes del expolio y que una democracia dirigida por ambiciosos sin principios les ha otorgado el derecho a la presunción de inocencia. Los nietos del Caudillo, como los nietos de la corrupción institucional que representó Pujol, merecerían la prisión permanente revisable, porque no se arrepienten de nada y siguen ejerciendo de príncipes sin corona. Otra cosa más a agradecer al presidente Sánchez. Desenterró a Franco y sepultó la dignidad. Bien lo sabían sus predecesores en el cargo; sólo cabían dos opciones: o discreción o humillación.

La escena en cámara lenta de los nietos de Franco llevando a hombros las migas del sátrapa quedará en nuestra retina, la de los abuelos, como otra humillación más

No es algo que se limite a hechos históricos del pasado muy pasado, si no del presente. Ahí están las necrológicas para enfrentarnos de nuevo a la historia instrumental. Tratamos a nuestros amigos y colegas con un tiento que convierte su fallecimiento en poco menos que la canonización. Borramos cualquier signo que ayude a entender los vericuetos que tiene toda vida plenamente vivida y dejamos solo lo que ayude a que quienes no están en los secretos entiendan que se trata de personas de una pieza, inmutables desde la más tierna infancia y para los que sólo cuenta lo que coincide con nuestra complacencia. En el fondo, edulcorándolos a ellos, que fueron nuestros cofrades, no hacemos si no esperar que de nosotros hagan lo mismo y vayamos todos al cielo de los desvergonzados donde nos contaremos entre risas cómplices las cuitas sobre cómo engañamos a los ingenuos.

Ha ocurrido con el historiador Santos Juliá recién fallecido. Meritorio en muchos aspectos a pesar de su prosa pastosa y su inclinación inveterada hacia el poder. Sus cronistas mortuorios además de las lágrimas, a las que toda persona de bien, está autorizada por más que se trate de una intimidad poco empática para quien lee una necrológica, han resumido su vida como si se tratara de un concurso de méritos para opositar en el paraíso.

El historiador Santos Juliá llegó tarde a la historia, aseguran sus amigos. Pero no porque lo recuperara J.J.Linz, el sociólogo que manipuló como nadie el mundo académico (de él dependían las becas a los EEUU en los años del cólera) y que introdujo la variante que fue maná para los tiempos del tardofranquismo: no vivíamos bajo una dictadura sino en un régimen autoritario. ¡Toma ya!  No voy a volver sobre Linz del que ya escribí hace décadas. Pero nadie se toma la molestia de lo evidente, lo que tratándose de historiadores deja mucho que desear. Santos Juliá ejerció de cura parroquial en Sevilla durante quince años, lo que no hace falta señalar es importante en una biografía y que a buen seguro habría de dejar su huella.

Quizá se trate de una maldición de nuestra historia. ¿Cómo vamos a ser rigurosos en la visión del pasado si andamos haciendo trampas con la nuestra?

Ahora nos encontramos con los agujeros biográficos que explican o ayudan a entender muchas actitudes. Víctor García de la Concha, ex director de la RAE y de los Cervantes, trató de prohibir un capítulo de “El cura y los mandarines”. No quería aparecer como “magistral” de la Catedral de Oviedo, sacerdote todo poderoso en aquella España nacional-católica. ¡Pero si le vi con manteo cuando yo llevaba pantalones cortos!

Sería una letanía la relación de agujeros de nuestra memoria. El colega Pepe Oneto, un periodista gracioso y dispuesto, recientemente fallecido, no fue una de las almas de la transición periodística sino un tipo capaz de escribir libros en apenas un fin de semana; un mérito, el suyo, que no el del texto. Pero su último trabajo periodístico y muy lucrativo consistió en hacer de portavoz del inefable estafador inmobiliario Paco “el Pocero”, constructor del Valle de los Caídos de Seseña.

Y eso sobre los recién fallecidos, ¿qué no podríamos contar sobre los vivos muy vivos tratando de ocultar años enteros de su vida, como si se tratara de gustosos de la papiroflexia, que como saben es el arte de hacer figuritas en papel? Un día se me ocurrió comentar en una televisión que presidía Alfonso Rojo, otro colega, que yo le había conocido cuando era representante del sindicato anarquista de fotógrafos; no me invitaron más. Viví el momento trascendental, para su biografía, en el que Manolo Campo Vidal presidente jubilado de la Academia de Televisión, fue preterido de la candidatura del PSUC -comunistas catalanes- a la alcaldía de Cornellá y con su decepción a cuestas se dedicó al periodismo.

Y no sigo, por problemas de salud. Quizá se trate de una maldición de nuestra historia. ¿Cómo vamos a ser rigurosos en la visión del pasado si andamos haciendo trampas con la nuestra?

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