Acabar con el capitalismo no es fácil porque, en realidad, no es otra cosa que la economía social o política, como la bautizó Adam Smith. Por tanto, acabar con el capitalismo requiere acabar con la economía en general, es decir, con cualquier actividad productiva que genere valor y resuelva problemas materiales (que es mucho más que distribuir la escasez, según la lúgubre visión de Ricardo y Malthus). Esto se puede sostener teóricamente (yo lo he hecho en mi libro En defensa del capitalismo), pero también ha sido demostrado empíricamente por los numerosos intentos de acabar con el capitalismo que, siguiendo a Lenin y sus secuaces, se han llevado por delante la economía real instaurando la tiranía de la pobreza y la dictadura parasitaria.
No hay espacio aquí para la interesantísima cuestión de por qué todos los anticapitalismos están tan condenados a fracasar como las leyes de Irene Montero, sean comunas hippies o planes quinquenales soviéticos. El testimonio más rotundo es la conversión de China a su actual capitalismo de Estado como única forma de preservar la dictadura del Partido tras los sucesivos desastres maoístas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Por si hiciera falta dado el amor humano a repetir decisiones estúpidas, Venezuela es la última reválida de este destino inexorable.
Todo lo que hace y dice el Gobierno Sánchez es sencillamente insoportable, no ya para el Consejo de Administración de una empresa grande, sino para un modesto autónomo culpabilizado por pretender vivir de su trabajo
Ahora bien, si el capitalismo no da señales de extinguirse por la sencilla razón de que es la economía misma bajo cierta variedad de formas (del Estado de Bienestar europeo a los sistemas norteamericano, japonés, indio o chino), ¿qué pueden hacer para acabar con este odiado sistema los anacronismos como la paleoizquierda española? Sánchez parece haber dado con la solución: acabar al menos con la empresa privada por dos vías: la colonización política al estilo de Prisa e Indra -una convertida en vocera del régimen, otra en sucursal del partido-, o la expulsión del sistema, ejemplificada por el traslado de Ferrovial a los Países Bajos. Y en opinión de muchos, esta podría ser la primera de más migraciones empresariales que dejarían el Ibex en esqueleto.
Ciertamente, en la marcha de Ferrovial aparece la usual complejidad de toda decisión económica importante. En primer lugar, es una empresa europea que se muda dentro de la Unión Europea, lo que no debería extrañar a nadie. En segundo, Países Bajos ha sustituido a Londres como centro financiero y empresarial tras el Brexit. En tercero, Ferrovial tiene mucho más negocio fuera que dentro de España. Y en cuarto, pero no menos importante, la política demagógica del socio-comunismo populista de Sánchez, que trata a los empresarios como delincuentes sistemáticos, es un poderoso incentivo para trasladarse a un domicilio más hospitalario, pues ubi bene ibi patria. Todo lo que hace y dice el Gobierno Sánchez es sencillamente insoportable, no ya para el Consejo de Administración de una empresa grande, sino para un modesto autónomo culpabilizado por pretender vivir de su trabajo.
El capitalismo de amiguetes
España tiene un modelo de capitalismo peculiar, que yo mismo bauticé hace años como capitalismo de amiguetes (véase La democracia robada). Puede resumirse como el apoyo mutuo o simbiosis de facto entre poder político y empresarial, donde el primero protege a las empresas amigas no solo con contratos públicos y buen trato fiscal, sino también de la competencia limitando el número y tamaño de rivales directos (causa de la exagerada proporción de pymes de la economía española, y en consecuencia del elevado paro y los bajos salarios). A cambio, los privilegiados prestan apoyo al poder político mediante puertas giratorias en sus consejos de administración, apoyo público contra las críticas -esas fotos del Ibex con Sánchez al inicio de su desastroso mandato- y sosteniendo con pérdidas estratégicos negocios mediáticos ruinosos, como Prisa o los chanchullos de Roures.
Hay otros favores mutuos -localización de sedes y plantas, preferencias territoriales, sectores apoyados por el déficit público, etc.-, pero todos mantienen en pie un tinglado oligárquico perjudicial para la sociedad en su conjunto, pues impide tanto una verdadera economía avanzada, innovadora y competitiva, como una democracia de calidad con baja corrupción y buenas instituciones, un mundo donde el Tito Berni se limitaría a la petanca o el mus en el bar de su pueblo. Economía y buen gobierno son, por cierto, dos valores en los que han destacado los Países Bajos desde -¡vaya por Dios!- su independencia de España. En Europa, democracia seria y economía competente suelen ir de la mano, como demuestra el hecho de que los europeos nórdicos (y otros como Suiza, Singapur y Nueva Zelanda) lideren desde hace tiempo el par complementario libertad económica / libertad política, mientras que los del sur, e incluso Francia, tienen más dificultades en conseguirlo (y España no deja de bajar). Pero no hay ninguna razón metafísica ni maldición histórica que impida a España tener una democracia avanzada (sobre el papel ya lo somos) y una economía similar: el problema es el capitalismo de amiguetes con sus negativas consecuencias político-económicas.
Si las grandes empresas de origen español se hartan y cambian de país perderían apoyo político local, pero sus decisiones económicas podrían dejar de obedecer a caciques
Para Sánchez y su troupe es tan vital mantenerlo que también se han pasado de frenada al modo típicamente inepto de todas sus maniobras. Los gimoteos de Nadia Calviño afirmando simultáneamente que el Gobierno mantiene excelentes relaciones con el Ibex y a la vez amenazando con recortar su libertad empresarial es solo otra patética muestra del exceso perpetrado, como el repentino e hilarante descubrimiento del “patriotismo empresarial” por Pedro Sánchez.
Pero la agresividad antiempresarial de esta insoportable paleoizquierda demagógica podría tener una profunda consecuencia imprevista: el fin del capitalismo de amiguetes cañí, el asesinato por codicia de esa gallina de los huevos de oro herencia del franquismo. Si las grandes empresas de origen español se hartan y cambian de país perderían apoyo político local, pero sus decisiones económicas podrían dejar de obedecer a caciques y pactos políticos para centrarse en la cuenta de resultados. Los ministros cesantes perderían la poltrona reservada a sus augustas posaderas en alguna gran empresa, los papeles de empresario y político dejarían de confundirse con los de conseguidor y corrupto, y la economía dependería aún más de las dinámicas y reglas europeas, benéfica convergencia aunque Europa no sea perfecta (nada lo es). Hasta podrían brotar y crecer por fin capacidades empresariales ahora reprimidas y atacadas por el populismo anticapitalista y su nacionalismo económico. Y con una economía más parecida a la holandesa o sueca que a la argentina o griega, también el motor político de la calidad democrática podría arrancar de nuevo. Buen viaje, Ferrovial.
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