Franco habría mandado inmediatamente montar y televisar un Madrid-Barça, una corrida de El Cordobés en Las Ventas, una procesión de la Virgen de Fátima por la Gran Vía, algo así, para que a la gente, que él tenía por tonta, se le pasase el susto y atendiesen a otra cosa, como los niños cuando les enseñas un chupachús. Pero Franco ya no manda en España y eso hace mucho más difícil que a la gente, a nosotros, se nos quite de la cara la expresión de lástima, de vergüenza, de pena; el gesto de abatimiento que solemos poner ante una gran desilusión.
Cuando escribo esto aún no hay datos de las audiencias de televisión del jueves 25 de julio, pero parece evidente que una enorme cantidad de ciudadanos vieron lo que estaba pasando en el Congreso de los Diputados. Y, sin embargo, se produjo algo curiosísimo: no todos los intervinientes hicieron su habitual representación teatral. Quizá aplastados por el peso de una palabra que muchos de ellos usaron sin saber lo que quiere decir (la palabra es responsabilidad), algunos acometieron la insólita valentía de hablar en serio, de decir lo que estaban pensando. De hablar para los diputados, que eran quienes habían de votar, y no para el público que les veía por la tele.
Sánchez, que en el Congreso suele poner la expresión del San Pedro en lágrimas (un cuadro de Ribera que mi querida Ana Serrano tiene en el vestíbulo de su casa), dijo, con voz gimiente, que las exigencias de Iglesias para apoyar su investidura no eran que su partido formase parte del Gobierno, sino que lo controlase. Y que España tiene que tener un Gobierno, no dos.
La investidura se ha malogrado a causa de la pasión por el teatro de los dos protagonistas, Otelo Sánchez y Yago Iglesias. Los demás contaban poco
No le falta razón, pero es que Iglesias es uno de los mejores actores que ha dado la política española desde Emilio Castelar. Iglesias ha nacido en y de los medios de comunicación (esto lo sabe mejor que nadie Antonio García Ferreras, que fue quien le sopló el alma) y funciona en política gracias al método interpretativo de Konstantin Stanislavski, luego seguido por Strasberg: hay que lograr creer el texto que tienes que decir, interiorizarlo, sentirlo; tienes que convertirte en el personaje que has de interpretar. Lo mismo si es un capo de la mafia que San Luis Gonzaga.
Esto lo han conseguido verdaderos genios como Al Pacino, Marlon Brando, Jack Nicholson, Paul Newman y Adolfo Suárez, que llevó el método hasta extremos próximos al famoso “general Della Rovere”, un tipo creado por Indro Montanelli que llega a dejarse fusilar con tal de mantener la verosimilitud y la grandeza de alma –teatral– del personaje que tiene que interpretar.
Ese, o casi, es Iglesias. Convencido de que él es más listo que nadie y de que, si aguantaba el pulso, Sánchez acabaría por doblar el brazo en el último momento, obsequió a la audiencia con un catálogo completo de mohínes, meneos de cabeza, murmullos, gestos cariacontenidos, aires martiriales y miradas lastimeras de quien suplica al Padre que perdone a todos esos que no saben lo que hacen. Llegó a creerse que controlaría un Gobierno al que pensaba acceder sin lo más importante: lealtad institucional. Había exigido no solo lo posible sino también lo imposible (y eso lo sabía él mejor que nadie), convencido de que se lo darían en el último segundo. Sabía que era necesario, pero se convenció a sí mismo (de nuevo Stanislavski) de que era indispensable. Eso es prueba no solo de una inmensa ambición, sino de bisoñez. No lo era. No lo es nadie. Hay riesgos que no se pueden correr, y uno de ellos es meter en el Gobierno de la nación a gente que vive en perpetua campaña electoral y que se comportan no como políticos sino como actores.
Casado sabía que no era su día de pasar a la historia. Hizo un discursito de circunstancias en el que llegó a ofrecer a Sánchez pactos de Estado; lo mismo, y con el mismo tono, podría haberle ofrecido un cucurucho de almendras o unas vacaciones en Benidorm. No estaba allí para ser creído y él lo sabía.
En su papel, Iglesias llegó a creerse que controlaría un Gobierno al que pensaba acceder sin lo más importante: lealtad institucional
Rivera, sin embargo, tuvo un día negro. Ha equivocado completamente el rumbo y, mientras las cabezas pensantes de su partido abandonan el barco uno tras otro, él se empeña en sustituir al PP, lo cual es imposible porque para construir una red clientelar como la del partido de la Gurtel se necesita mucho tiempo y mucho poder. Pero imita (mal) el tono matonesco, fanfarrón, matasiete y bocazas que tantas veces exhibieron aquellos a quienes pretende reemplazar. Repite una y otra vez lo de la banda, lo del botín. La gente se le ríe. Si Iglesias podría hacer bien el Casio en el Julio César de Shakespeare, este chico no pasaría de la Tía Antonia en La verbena de La Paloma. No se da cuenta de que, cuando se pone nervioso, se le aflauta la voz y recuerda un poco a Franco.
Lo de Abascal citando a Unamuno (Dios bendito) y lo de ese Rufián apareciéndose en la tribuna con alitas de ángel es irrelevante, como lo son ellos. Pero sí hubo alguien que ni hizo teatro ni lo intentó. Fue Aitor Esteban, del PNV: un hombre que no se jugaba nada en este trance y que estaba dispuesto a apoyar un acuerdo sensato para formar Gobierno. Le dijo a Sánchez que la arrogancia no es buena para nadie y que hay que buscar, en el fondo y en las formas, complicidades: no lo ha hecho. Le dijo a Iglesias que el cielo no se asalta de una sola vez, sino de nube en nube, ocupando primero una y luego otra. Que no tiene ninguna experiencia en gobernar y que no puede pretender que le den las palancas esenciales de la nave cuando no sabe si esta atraca por babor o por estribor. Que ha planteado políticas (ah, el teatro) que espeluznarían a la mayoría de la Cámara y del país. Que hay que saber qué es lo posible y qué no. Y les dijo (a los dos) que el problema es que han estado todas estas semanas perdiendo el tiempo y filtrando a los medios de comunicación lo que les interesaba, con lo cual se estaban atando las manos a sí mismos.
Así es. La investidura se ha malogrado a causa de la pasión por el teatro de los dos protagonistas, Otelo Sánchez y Yago Iglesias. Los demás contaban poco, incluido el desquiciado Rivera, y los pocos que habrían sido necesarios (como el PNV) estaban dispuestos a ayudar. Ha sobrado maniobrerismo, ha sobrado lo que ahora se llama “postureo” (en castellano, de toda la vida, “vacile”) y ha sobrado, sobre todo, teatro, sobreactuación, Stanislavski. Y han faltado sentido de Estado, generosidad, sinceridad, prudencia y desde luego cautela. Porque una cosa es la transparencia y otra estar todo el santo día en los balcones tendiendo la ropa.
Rivera imita (mal) el tono matonesco, fanfarrón, matasiete y bocazas que tantas veces exhibieron aquellos a quienes pretende reemplazar
Uno de los gobiernos de coalición liderados por Angela Merkel con la ayuda de los socialdemócratas, el de 2005, se formó después de casi un mes de negociaciones diarias, punto por punto, coma por coma, en las que intervinieron numerosos expertos de cada grupo. Produjeron un documento de casi 400 folios que nadie filtró hasta que no estuvo terminado y firmado. Ambos partidos, en campaña, habían negado rotundamente que pudiesen llegar a pactar entre sí. Pero tuvieron que hacerlo. Y lo hicieron.
Eso es hacer política. Lo que hemos visto en estos días no es eso. Es teatro. Es espectáculo, y además bastante malo porque resulta aburridísimo.
Es lo que dijo Aitor Esteban: “Me niego a pensar que no podemos crear las condiciones necesarias para ahormar un gobierno antes de septiembre. Es más, incluso en agosto”.
Si es verdad que se puede aprender de los errores, estoy de acuerdo con el brillante político vasco. Ahora todo depende de los divos de la escena. Que más vale que se pongan al trabajo, porque prefiero ni pensar cómo vamos a reaccionar los españoles si hay que repetir la obra por culpa de los comediantes.
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