Estoy en el bar de mi compadre Clever, de Podemos. Viene a pegar la hebra conmigo Sacramento, una amiga entrañable que tiene el defecto de ser una izquierdista rabiosa. También está Carlos, que todavía sigue soñando con las virtudes prístinas de la segunda República. Ustedes se harán cargo de que me encuentro sitiado. Sacramento llega muy ufana presumiendo de que por fin este Gobierno va a controlar el precio de los alquileres, que están por las nubes y no permiten el acceso a la vivienda. Yo le digo que, en lugar de resolver un problema, este Gobierno mostrenco lo va a multiplicar. La gente está erróneamente persuadida de que la vivienda es un derecho porque así lo dice la Constitución, pero no es verdad. Sólo son derechos aquellos que puede garantizar el poder público a través de la ley, y es evidente que ni la vivienda ni el trabajo son objetivos al alcance de ningún político, por muy inspirado que esté. De lo contrario, todo el mundo tendría un piso y no habría desempleo en España, lo que está lejos de suceder.
La gente también cree tener derecho a adquirir una vivienda donde quiera, o derecho a encontrar un piso de alquiler donde más le guste. Pero esta clase de pensamiento es ridícula. Yo nunca he padecido este virus, que es como una suerte de plaga, de los falsos derechos adquiridos o inventados. La gente normal y con sentido común que aspira a comprar o a alquilar un piso tiene en cuenta los recursos económicos de que dispone, y a partir de ahí busca las zonas en las que la oferta de inmuebles puede ajustarse a su disponibilidad monetaria. Claro que alquilar un piso en el centro de Madrid resulta prohibitivo para muchas personas. La razón es que la demanda es tremenda y que la oferta es en cambio reducida. Pero, en el fondo, la causa de que los precios sean tan elevados en los núcleos de Madrid o de Barcelona es que hay una serie de ciudadanos, nacionales o extranjeros, que están en condiciones de pagar la renta establecida, y a la que no está dispuesta a renunciar mientras pueda, y me parece muy bien, el propietario correspondiente. Estoy persuadido de que tanto Sacramento como Carlos se comportarían igual de feroces si estuvieran en tal coyuntura.
El señor Ábalos dice que la idea es imponer los controles en las zonas en las que está señaladamente contrastada la carestía de la vivienda, donde los precios son notoriamente desorbitados
El ministro Ábalos, que ya ha demostrado con el caso ‘Delcygate’ su estrecha capacidad gestora y política, es el que se ha sacado de la manga este propósito de ley de control urbanístico, que se anuncia para dentro de unos meses, y que es una demanda clásica de los comunistas de Podemos con dacha en Galapagar. Pero es una locura de las tantas en marcha. El señor Ábalos dice que la idea es imponer los controles en las zonas en las que está señaladamente contrastada la carestía de la vivienda, donde los precios son notoriamente desorbitados. ¿Pero qué clase de autoridad o de organismo, y con qué tipo de criterio, va a determinar tales zonas? Mi amiga Sacramento considera que no es de recibo que, en el Barrio del Pilar de Madrid, cerca del que vivimos, se estén pagando 700 euros o más de alquiler por pisos antiguos, mal acondicionados y escasamente confortables. Pero quiénes somos nosotros, le digo, para juzgar la decisión de los inquilinos de aceptar las condiciones planteadas en un contrato que se suscribe libre y voluntariamente.
Mi amiga tiene por supuesto seguidores, la mayoría de izquierdas como ella. Los que quieren vivir por ejemplo en el barrio de moda de Chueca en Madrid a mitad del precio de mercado. Jaime Palomera, el portavoz del Sindicatos de Viviendas de Alquiler, que como todos los sindicatos trabaja siempre en contra del bien común, está a favor de la medida y, aún más, cree que habría que vincular el precio de la vivienda a los ingresos medios, de tal manera que los inquilinos no destinen más del 30% del salario a tal menester, incluyendo luz, agua y gas. Y lo dice sin despeinarse, a efectos de que su ocurrencia sea impuesta por decreto ley.
Hay mucha gente firmemente convencida de que el Boletín Oficial del Estado y que la intervención pública está genuinamente concebida para satisfacer sus caprichos. Pero como es natural, y ha pasado en todos los lugares donde se ha aplicado como París o Berín -y ahora está ya en franca retirada-, una norma para controlar los precios del arrendamiento -y en España ya tuvimos una larga experiencia disuasoria con los nocivos alquileres de renta antigua- tendrá el efecto opuesto al perseguido ya sea con la mejor intención del mundo. Lo que hará es restringir intensamente la oferta, disminuir la movilidad residencial, aumentar mucho más los precios en aquellas zonas que queden al margen de la regulación y, lo que todavía es peor, fomentar la inseguridad jurídica, la corrupción y el mercado negro. El resultado inmediato del control de los precios será que menos propietarios estén dispuestos a poner sus viviendas en régimen de alquiler, una tendencia que ya se aprecia desde que la nueva ley de arrendamientos urbanos exige contratos por una duración de cinco años para el caso de particulares y de siete años para el caso de empresas, un periodo excesivo que acojona a los propietarios y constriñe finalmente el parque de alquiler.
Todas estas bellas palabras suenan bien, sobre todo si a los comunistas de Podemos les interesara de verdad la independencia económica de las personas y la institución familiar
La única manera de que baje el precio de la vivienda es aumentar la oferta, liberalizando el suelo -sometido actualmente a una regulación manicomial-, agilizando los desarrollos urbanísticos y facilitando la labor de los grandes operadores, ideas ajenas por completo a los postulados de la izquierda, que siempre ha contemplado la construcción de pisos y el empuje correspondiente de la propiedad privada como un hecho especulativo socialmente perturbador hasta el punto de arrastrar a este postulado vil incluso a los conservadores -ahí está como ejemplo emblemático el parón durante más de una década de la prolongación hacia el norte del Paseo de la Castellana de Madrid, que ha sido detenido hasta la fecha por puros prejuicios ideológicos pese a contar con el apoyo masivo de los vecinos-.
Cuanta menos regulación haya más rápidamente crecerá la inversión en vivienda y más se moderarán los precios. Es muy esperanzador que el actual gobierno de la Comunidad de Madrid haya anunciado que se opondrá a poner límites al mercado del alquiler, así como su propósito de acudir a la Justicia en caso de que se impongan medidas en materia de vivienda que socaven sus competencias. En el acuerdo de investidura entre el Partido Socialista y los comunistas de Podemos se puede leer que “el derecho a una vivienda digna es un derecho nuclear del que se deriva el disfrute de otros derechos básicos. Lo grave es que un derecho crucial se haya gestionado como un bien de mercado hasta convertirse en un problema transversal por el que decenas de miles de jóvenes no pueden independizarse ni formar una familia”. Todas estas bellas palabras suenan bien -sobre todo si a los comunistas de Podemos les interesara de verdad la independencia económica de las personas y la institución familiar- pero tienen una escasa utilidad práctica.
Regulaciones y controles
Ya he explicado por qué en mi opinión la vivienda no es un derecho, pues el Gobierno será siempre incapaz de facilitarla de manera universal. Lo que sí pueden y deben hacer los gobiernos es desplegar las políticas idóneas para que florezca el parque inmobiliario suficiente para colmar las aspiraciones y deseos de los ciudadanos de acuerdo con sus disponibilidades monetarias. Pero una premisa esencial para tal fin es tratar a la vivienda como lo que es: un bien de mercado, con repercusiones sociales evidentes si se le aplican políticas eficaces para aumentar la oferta de inmuebles, en propiedad y en alquiler, de acuerdo con la capacidad monetaria de sus demandantes, que raramente suele coincidir con sus ensoñaciones. Cuanto más regulaciones, controles e intervenciones soporte este bien de mercado, menos oferta inmobiliaria habrá, la que haya será más cara y también será de peor calidad.
La tertulia en el bar de Clever llega a su fin sin que, como es lógico, haya conseguido convencer a mis oponentes. Sacramento es inasequible a cualquier clase de razonamiento liberal y defenderá al actual gobierno hasta sus últimas consecuencias, ya nos lleve a la puta ruina. Siempre encontrará un pretexto, naturalmente falso, para argumentar que la derecha hizo lo mismo, cuando no peor. Carlos es un caso perdido incorregible. Admirador de la segunda República, uno de sus ídolos es Largo Caballero, al que llamaban en aquella época el Lenin español, y por eso es natural que considere apropiadas este tipo de medidas que van camino de sovietizar la economía española, y que se suman a las planteadas para controlar los precios de los alimentos, castigar la comida llamada basura, penalizar el juego, encarecer el viaje en avión y otras ocurrencias que vendrán, todas ellas en general destinadas a joder la vida al común de los ciudadanos. Eso sí, siempre por nuestro bien pero jamás con nuestro permiso. Sin habernos preguntado.
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