Veo en un antiguo anuncio de hace cuarenta años la lista de ocho cines. Sólo quedan en pie dos, reconvertidos en multisalas. Añoro los viejos cines de barrio, escenario de nuestras primeras pasiones que debían serlo, y mucho, debido a la incomodidad de aquellas sillas de madera tan ortopédicas para el amor. Y el olor a desinfectante de los lavabos, y el humo de tabaco barato que se condensaba como una nube de olor acre encima de nuestras cabezas, y los gritos el siempre respetable público cuando salía el malo o se cortaba la escena del beso…
Cines donde incluso los tontos como servidor iban a adquirir lustre y una pátina de intelectualidad, los pomposamente bautizados como de Arte y Ensayo para poder así mejor burlar a la censura. ¡Y los coloquios que teníamos después de habernos tragado una completa inanidad acerca del uso del claroscuro o el subtexto, delante de unas cervezas y una tapa de tortilla a compartir entre cuatro, porque el bolsillo no daba para más. Eran años de programa doble, de películas de espagueti western que todos los intelectuales denostaban y que ahora, cosas de la vida, están consideradas como género de culto. O las de karate, que tantas luxaciones provocaron en nosotros, pobres aprendices de Bruce Lee. O el que ahora se denomina cine quinqui, aplaudiendo a rabiar cada vez que el Torete o el Vaquilla burlaban a la pestañí haciendo cabriolas con aquellos Seat que nos parecían Rolls Royce a quienes circulábamos a pie, las más de las veces, o en metro o autobús cuando íbamos a trabajar. Eran tiempos de adolescencia que se creía invencible, superior a nuestros padres, tiempos en los que dibujábamos en las servilletas del bar un futuro perfecto, justo, en el que la chica de la película se quedaba siempre con nosotros y en el que Robert Redford tenía que contentarse con bailar solo.
Tiempos ingenuos, en los que bajábamos la voz cuando decíamos cosas un poco fuertes políticamente hablando, sin saber por entonces que al gran capital y a quienes lo administran les importaba un pito lo que cuatro chavales con granos y mal peinados pudiésemos opinar. Tiempos en los que eras feliz con los bolsillos vacíos y un par de cigarrillos rubios comprados sueltos a compartir entre los colegas. A calada por cabeza y, si sobra, caladita. Tiempos en los que colaborar con revistas underground se consideraba poco menos que haber alcanzado la cima del Everest solo y sin oxígeno.
Aquellos cines, aquellos bares donde servían vino y moscatel a granel, aquellas calles que recorríamos buscando una farola rota para, amparándonos en su generosidad, besarnos con nuestra novieta, aquellos sueños de grandeza – “Yo seré escritor”, “Pues yo seré pintor”, “Yo no, yo me dedicaré al automovilismo”, “¡Hala chaval, si eso es pa ricos!” –, aquel saberse con la vida por delante ya no existe más. La adolescencia y su mágico encanto de noche de verbena, viendo el fuego de las hogueras reflejándose en los ojos más lindos del mundo, cerró para siempre, como esos cines que he visto en el recorte haciendo que una cosa muy parecida a la congoja subiera a mis ojos.
No es que cualquier tiempo pasado fuera mejor, es que este tiempo actual es el peor de todos. Créanme, cuando no quedan ni billares, ni farolas, ni cines de barrio es que algo se ha roto irremediablemente en nuestra sociedad. Escuchen la banda sonora compuesta por Nino Rota para el genial film Amarcord, de Fellini, y me entenderán mejor.
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