Las próximas elecciones europeas, municipales y autonómicas, serán la prueba de fuego. Tres citas con las urnas, a un año vista, en las que, por primera vez, los partidos políticos y la sociedad en su conjunto tendrán que vérselas con un nuevo actor: la sacrosanta voluntad popular expresada en las distintas redes sociales. Habrá quien opine que anteriormente ya se producía esta circunstancia, pero, a poco que piense, caerá en la cuenta de que nunca como ahora Internet va a jugar un papel tan clave como esencial en la sustanciación de los resultados electorales. Es verdad que desde hace algunas pocas convocatorias a comicios de todo tipo las formaciones han recurrido a gestores digitales y community managers. Tomar la temperatura en el universo 2.0 es algo ya incorporado al control de las campañas. Ocurre empero que, en esta ocasión, la novedad reside en el fenómeno del traspaso de la opinión pública a las redes, convertidas, tras la sentencia de La Manada, en auténticas conformadoras de estados de opinión en un tiempo récord: una instantaneidad que asusta y mueve a la reflexión.
Nunca Internet había jugado el papel tan esencial que se le pronostica a partir de ahora en la sustanciación de los resultados electorales
El célebre “empoderamiento” de la gente, esgrimido por Podemos, se ha convertido en toda una realidad, y ¡de qué manera! cabría decir. Aquí cualquier persona con un smartphone en su bolsillo imparte doctrina, azacanea a los protagonistas políticos, expresa su opinión, con una celeridad digna de encomio, de forma tan infalible como el Papa, asumiendo papeles que en demasiadas ocasiones no se corresponden con su formación. Da igual la materia de que se trate o la preparación intelectual específica que requiera una cuestión determinada. La nueva “democracia digital” se basa en la creación de círculos concéntricos de opinión capaces de contagiar su visión de las cosas a amplios núcleos de la sociedad. Twitter y Facebook actúan a modo de “núcleos irradiadores” -por usar la terminología de Errejón-, que traspasan interpretaciones sui generis urbi et orbi. Es el signo inevitable de los tiempos, algo que deja en mantillas a la pléyade de tertulianos que se ven en la obligación de ejercer de “todólogos” de guardia, instados a opinar, ante cámaras y micrófonos, de lo humano que conocen y de lo divino que ignoran.
Inmersos en un oportunismo político, tan ausente de pudor como cargado de torpeza, los opinion leaders de las redes sociales exhiben sus carencias intelectuales con una desfachatez asombrosa. La nueva verdad revelada sale de los 280 caracteres de la red del pajarito o de las disquisiones vertidas en el invento que ha hecho multimillonario a Mark Zuckerberg. Para eso no se exige saber de leyes, ni de medicina, ni de teoría política, ni de nada... La reciente sentencia de los miserables de La Manada revela un ejemplo palmario y empírico de todo esto. La calle, convertida en órgano de casación, recurrió de inmediato la sentencia sin que tuviera para ello la exigencia de leer y comprender sus 371 folios.
El fallo social se impone al judicial y en tiempo real se reacciona con las vísceras más que con elementos jurídicos. La ola es arrolladora y se convierte en un peligroso poder paralelo que marcará, a partir de ahora, la acción de los políticos, que no desviarán jamás su vista de la pantalla de su teléfono móvil. Estamos abocados a una democracia de Twitter, un peligro latente para la propia democracia tradicional cuando mesnadas de opinadores ex cátedra se lanzan a expresar su particular criterio, disparando con balas trazadoras de grueso calibre incompatibles con los matices, los distintos elementos que rodean a un hecho informativo y que resulta imprescindible tener en cuenta para proceder a su interpretación.
Estamos abocados a una ‘democracia de Twitter’, un peligro latente para la propia democracia que arrastra consigo la posverdad, una ‘verdad social’ que nada tiene que ver con la real
A veces el riesgo es que la corriente digital se convierta en turbamulta y que una pretendida trasferencia hacia el poder digital concluya en populismo manejado por el populacho. Ojo a esta amenaza inmanente porque nos vamos a jugar mucho de ahora en adelante. Los “empoderados” pueden pretender, ¿por qué no?, sustituir a los políticos y, por supuesto, a los periodistas. Algunos lindos le llaman a esto “periodismo ciudadano”, cuando no existen protocolos profesionales de actuación que permitan considerarlo ni una cosa ni la otra. El oportunismo se cuela en las redes de la mano del populismo y la demagogia. Esto constituye un hecho relevante del que es conveniente advertir antes de que sea demasiado tarde y los cuarteles donde se fabrican las fake news tomen, al asalto digital, el poder real de toda una sociedad.
La posverdad es, en realidad, la “verdad social” que nada tiene que ver con la real. Una amenaza en toda regla para la conformación de estados de opinión ecuánimes, rigurosos y objetivos. Antes, la opinión pública y la opinión publicada se retroalimentaban y podían coincidir o no, pero partiendo de premisas comunes. Los medios de comunicación basaban su poder en la influencia inmanente para construir corrientes de opinión basándose en datos ciertos y en un trabajo riguroso de comprobación y análisis, aplicando protocolos que parecen quedar arrumbados ahora por la fuerza de los hechos. Ahora, el poder reside en quien puede opinar de todo y por su orden, aunque carezca de conocimiento para ello. Lo importante no es la formación intelectual, en absoluto. Lo fundamental y determinante es el número de followers, lo demás da lo mismo. Por eso, a ver quién es el guapo que le lleva la contraria a las corrientes expresadas, a toda velocidad, en redes convertidas en auténticas democracias paralelas. La tarea se revela tan imposible como incompatible con el estilo de nuestros políticos. ¿O es que creen ustedes que un candidato resistirá, a partir de ahora, el acoso y derribo desde Internet contra su criterio sin cambiar de opinión? La respuesta resulta tan obvia como inquietante.
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