Opinión

AMLO

Mi señor don Felipe: si quiere V. M. un consejo, haga como que no ha oído a este botarate que tiene muchos más problemas que V. M. Si acaso, envíele un queso de la Vega del Pas, o unas anchoítas de Santoña

Conocí a Andrés Manuel López Obrador hace muchos años, en una recepción de la espléndida Embajada de España en México DF. Estaba yo contemplando un magnífico retrato de Carlos III pintado por Anton Raphael Mengs que tienen allí (obviamente, copia; el original está en el Prado), cuando se me acercó un ancianito de corta estatura, calvo y muy simpático que, sin más, me soltó: “Era tonto, pero supo rodearse de buenos ministros”. Era el gran compositor español Rodolfo Halffter, a quien le quedaba muy poquito para morirse en el país que le acogió tras la guerra civil. Yo, sorprendido por la frase, le contesté:

–¡No me diga! ¿También Esquilache?

A Halffter no le dio tiempo a contestar porque una tercera voz, detrás de nosotros, sentenció:

–Sí, señor. Ese fue el mejor de todos. Nos libró de la peste de los jesuitas, pues.

Era un tipo muy obsequioso y sonriente que, a renglón seguido, nos atizó una perorata tremenda sobre Esquilache, Aranda, Campomanes, Grimaldi, Tanucci, Wall, Ensenada y por ahí seguido hasta llegar al conde de Floridablanca con todos sus filisteos. Aquello no se acababa nunca. Bien, pues aquel pesadito era López Obrador, que estaba demostrando que se sabía la lección de carrerilla y que no dejaba de incluirse, mediante el uso de la primera persona del plural, en el número de los españoles: nos libró de los jesuitas, nuestro rey, un ministro nuestro y no italiano (Aranda), etcétera.

En un momento en que aquel repelente niño Vicente paró para tomar aire, Halffter me susurró: “No se preocupe. Tuvo pocos estudios, por eso aparenta”. Un minuto después, el gran músico pretextó una urgencia prostática y me dejó solo con aquel tipo, algo mayor que yo, al que no parecía importarle en absoluto que yo no replicase nunca a aquella cellisca de datos y opiniones sobre Carlos III, su amada esposa (María Amalia de Sajonia) y su puñetera madre (Isabel de Farnesio).

Aquel pesadito era López Obrador, que no dejaba de incluirse, mediante el uso de la primera persona del plural, en el número de los españoles: nos libró de los jesuitas, nuestro rey…

Hablaba por los codos pero me cayó bien. Primero porque me dijo, sin dejarme tiempo para preguntarle, que sí, que había nacido en un pueblito pequeño, que su familia procedía de Santander y que de chico había despachado pantalones y zapatos en la tienda de su padre, y que estaba muy orgulloso de eso. Luego fue a la Universidad y empezó a prepararse para lo que quería ser.

–¿Y qué quiere ser usted?

Presidente de México.

Lo dijo con toda naturalidad, como si fuese lo más normal del mundo. Yo por entonces no sabía, y probablemente él tampoco, que para ser presidente de México es necesario ser previamente una de estas dos cosas: o bien una persona sumisa y obediente a las mafias políticas del país, a las que hace ya años se ha añadido el inmenso poder de los narcotraficantes, o bien un personaje completamente inofensivo que ocupe el puesto mientras los que de verdad mandan se ponen de acuerdo en otro nombre. Si repasan ustedes la lista de presidentes, desde Lázaro Cárdenas para acá, no será fácil que hallen excepciones a esta norma.

Nunca le volví a ver, pero López Obrador, a quien en su país todo el mundo llama por su acrónimo AMLO, siguió cayéndome bien durante años. Primero porque parecía creer sinceramente en lo que decía. Y segundo porque era un cabezota impresionante. Se presentó a las presidenciales por primera vez en 2006 y la maquinaria del poder, que no se fiaba de él, le robó las elecciones con la misma facilidad con que los matones del patio le roban el bocadillo a un crío: cambiaron los votos necesarios para que pareciese elegido un tipo irrelevante como Felipe Calderón, que hoy vive en Massachusetts sin mayores remordimientos. AMLO volvió a intentarlo en 2012, y le pasó lo mismo: se decidió que el presidente fuese Enrique Peña Nieto, un señor cuya cabeza tuvo siempre como principal función servir de base a un elegantísimo peinado.

Pero a la tercera, el año pasado, AMLO sacó más de 30 millones de votos; es decir, más que todos los demás candidatos juntos, y ya no hubo forma de birlarle la presidencia. Desde el primer día se las tiene tiesas con las mafias del petróleo, con las maquinarias de los grandes partidos, con los corruptos del nuevo aeropuerto del DF, con los narcos… y con sus propios seguidores, que se creyeron su retórica populista del tipo “asalto a los cielos”, como otro que yo me sé, y que no le van a consentir una decepción. Un ejemplo. Hace un par de meses se descubrió que un gran gentío había agujereado un oleoducto para robar gasolina. En ello estaban cuando llegó el Ejército. Pero AMLO mantuvo quietos a los soldados porque no quería reprimir a “los suyos” (¿los suyos eran los ladrones?), hasta que el oleoducto estalló y mató a 120 personas. Entonces se le echaron encima todos, los suyos y los de los demás.

¿Por qué ha soltado esa memez, indigna de un bobo sin bachillerato, alguien que se sabe de memoria a todos los ministros del Carlos III y que hablaba como si fuese español nieto de santanderinos?

Este señor que tiene, al menos sobre el papel, tanto poder como Felipe González en 1982, ha dicho esa barbaridad de que el Rey de España debería pedir perdón por las atrocidades cometidas durante la conquista. ¿Por qué ha soltado esa memez, indigna de un bobo sin bachillerato, alguien que se sabe de memoria a todos los ministros del Carlos III y que hablaba como si fuese español nieto de santanderinos? Creo que es evidente: necesita atraer a su ya gran mayoría a los indigenistas ultranacionalistas, y para ello no duda en usar la peligrosísima retórica patriotera. Nosotros, los españoles de hoy, sabemos bien que esa parlería tiene mucho más riesgo para la convivencia y la democracia que un oleoducto agujereado y rodeado de fumadores. Pero él seguramente no lo sabe. O cree, como le ha pasado a la derecha de aquí, que “ya se les pasará”. Como decía mi abuelo Luis cuando veía a alguien correr hacia el despeñadero, “para él hace”.

Vargas Llosa ya ha puesto en su sitio a este sudoroso equilibrista político que no deja de sonreír como si estuviese seguro de algo, pero a mí me gustaría hacerle una pregunta. Cuando este azteca con abuelos de Santander habla de las “atrocidades de la conquista” ¿se refiere, por ventura, a las matanzas que los aztecas cometían contra los tlaxcaltecas, a los que capturaban, subían al teocalli y destripaban deportivamente para extraerles el corazón aún vivo y ofrecérselo a sus dioses, a ver si con eso hacían llover? ¿Esas son las tradiciones que pretende recuperar el parlanchín AMLO mientras espera disculpas del Rey de España por llevar a aquellos seres adorables y pacíficos atrocidades tan inicuas como el idioma o el Derecho?

Mi señor don Felipe: si quiere V. M. un consejo, haga como que no ha oído a este botarate que tiene muchos más problemas que V. M. Si acaso, envíele unas corbatas de Unquera, o un queso de la Vega del Pas, o unas anchoítas de Santoña. Seguramente le gustarán. Y deséele suerte, que parece que la necesita.

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