El paisaje que ha quedado tras las elecciones catalanas es tan gris y aburrido como el que había antes. Solo les parece interesante a los expertos (por lo general presuntos, o ni eso) que salen por la tele en gavillas de hasta cinco o seis para comentarlo, hacer cábalas y, muy serios y doctorales, aventurar pronósticos sobre quién pactará con quién, cuando eso nadie en absoluto lo sabe ni lo puede adivinar. Además, ya dijo el presidente Abraham Lincoln que una de las actividades menos provechosas que conocía en esta vida era la de hacer vaticinios. Pero de algo hay que vivir. El alquiler no se paga solo y también los (presuntos) expertos y analistas tienen derecho a unos minutos de atención, aunque sean mal retribuidos. Hago una excepción: Pablo Simón, esa especie de listísima abubilla que se estudia la asignatura antes de abrir la boca para decir algo. Pocos más. Muy pocos.
Por primera vez en años, una clara mayoría de los ciudadanos ha elegido a partidos que no pretenden cargarse la nación común para seguir corriendo detrás de un sueño que nadie sabe en qué consiste
Lo que sí se echa de ver es que los catalanes que se han acercado a votar (que son un poco más de la mitad) parecen haberse dejado de aventuras, de himnos y de epopeyas en verso alejandrino. Por ahora, desde luego. Y no todos ni mucho menos. Por primera vez en décadas, una clara mayoría de los ciudadanos ha elegido a partidos que no pretenden cargarse la nación común para seguir corriendo detrás de un sueño que nadie sabe en qué consiste, que es lo que sucede con todos los sueños. Y es que eso de correr cansa mucho, sobre todo si uno no sabe hacia dónde va y corre nada más que porque corren todos.
Las elecciones las ha ganado un señor que es más soso que la comida del hospital, Salvador Illa. A mí eso me parece muy bien. Los catalanes llevaban décadas vitoreando a señores (y señoras) que se ponían a cantar Els segadors a las horas y a las medias, todos los días, como patióticos relojes de cuco, mientras los trenes llegaban cuando Dios quería, la deuda de Cataluña vale menos que el dinero del Monopoly, las empresas se largan de la patria oprimida porque los heroicos próceres parecen haberse vuelto locos, el peso de la industria anda por el 20% y la comunidad catalana, que siempre fue el motor económico y creativo de España, se está quedando en la melancolía de la zona media del tren, donde da lo mismo que te sientes de un lado que de otro.
Illa, por lo menos, tiene bien ganada fama de serio (es muy serio, quizá demasiado), de buen organizador y de persona realista que no se anda con pijadas. Es posible, solo posible, que logre devolver a los socialistas catalanes al camino de la realidad, que abandonaron con Maragall y del que se alejaron todavía más con Montilla. El primero decidió que, para ganar en las urnas a los nacionalistas, había que ser más nacionalista que ellos. Eso viene a ser lo mismo que asegurar que para apagar un fuego lo que hay que hacer es arder mejor. Y el segundo, un señor de Córdoba de aspecto apacible, hizo lo mismo: se puso detrás de una pancarta que decía “Som una nació. Nosaltres decidim”, y hala, los del PSC marcharon francamente, y Montilla el primero, por la senda del desastre. Desde 2010 no ha vuelto a haber un presidente socialista (ni no nacionalista) de la Generalitat.
¿Gobernará Illa? Pues eso quién lo sabe. Es el que más posibilidades tiene, pero conoce muy bien a su jefe (Pedro Sánchez) y tiene perfectamente claro que este le sacrificará sin un solo dolor de corazón en cuanto se lo pida Puigdemont, a cambio de sus célebres siete votos en el Congreso de los Diputados. La mala costumbre de formar gobiernos de equilibristas pactando con quienes pretenden derrumbar el Estado ha convertido la política española en una hilera de fichas de dominó, en un castillo de naipes o, todavía mejor, en un ejemplo del célebre “efecto mariposa”: cualquier cosa pequeña que ocurra en un remoto rincón hará que todo se mueva en todos los sitios y que los mismos cimientos se estremezcan. Ya no hay compartimentos estancos. Todo ocurre a la vez y en todas partes. Los polvos y los lodos del refrán son simultáneos y omnipresentes. Conclusión: así no se puede vivir. Vamos de susto en susto; unos son nuestros y los demás, como si lo fuesen. Esto es un coñazo insoportable.
Junqueras está como nuestro Señor Jesucristo: dice aquello de “ahora me veis, pero luego no me veréis, aunque luego me volveréis a ver, porque me voy al Padre”
Pere Aragonès se va. Es lógico después del desastre que ha pilotado. No es una buena noticia porque este hombre tenía un punto de sensatez y de pragmatismo del que carecía su predecesor, Quim Torra, que era un personaje de Verdi… para barítono: Rigoletto, el conde de Luna, Macbeth, alguien así, que se creía muy tremendo. Junqueras está como nuestro Señor Jesucristo: dice aquello de “ahora me veis, pero luego no me veréis, aunque luego me volveréis a ver, porque me voy al Padre”. No habíamos visto nada tan conmovedor desde los ejercicios espirituales de Sánchez, hace unas semanas, o desde aquello tan bonito que se inventó Cospedal, lo del finiquito en diferido con despido simulado y retribución anteroposterior al sentido de la marcha del logaritmo precedente. Lo que está claro es que, quizá por primera vez en su vida, este tipo grandón y sentimental no entiende nada de lo que ha pasado y está convencido de que los votantes se han equivocado. Que han votado mal.
Lo mismo, o cosa parecida, piensa Puigdemont. Este hombre no es demasiado listo pero está convencido de que él solo responde ante Dios y ante la historia (de Cataluña), así que tiene que ser presidente porque eso fue lo que le anunció Napoleón, que se le aparecía en sueños en su dormitorio de Waterloo. Prometió dejar la política si no lograba el regreso triunfal, la entrada en la plaza de Sant Jaume a lomos de una borriquilla mientras el “pueblo” agitaba palmas. Pero ya ni se acordará de aquella promesa. Qué se juegan. ¿Qué iba a hacer si deja de ser un prócer histórico? ¿Tocar la guitarra?
Estancada e irrelevante (otra vez, otra vez más) la extrema derecha abascalina, y regresadas las huestes de la CUP a las arriscadas y agrestes cumbres de las que nunca debieron salir, en esta grisalla de panorama sí hay un hombre feliz: es Alejandro Fernández, el jefe de filas del PP catalán. Feijóo quería cargárselo, pero no había mucho más en el menú y el hundimiento de Ciudadanos ha convertido a Alejandro en un líder, cosa que jamás soñó con ser. Ha multiplicado sus votos por más de tres y sus escaños por cinco. Ahora mismo no le tose nadie en su partido. Ahora mismo.
El procès independentista se ha dado un guarrazo tremendo con lo que más podía dolerle: la realidad, pero no olvidemos nunca que el independentismo es una emoción, no una ideología ni un simple cálculo. Es un sentimiento
Sin embargo, yo desconfío de los analistas, expertos en todo, politólogos a la violeta y demás arúspices televisivos que no dejan de repetir, con un punto de emoción en la voz, que el procès ha terminado. No lo creo. El procès independentista se ha dado un guarrazo tremendo con lo que más podía dolerle: la realidad, pero no olvidemos nunca que el independentismo es una emoción, no una ideología ni un simple cálculo. Es un sentimiento. Puede adaptarse a un plan, puede someterse a estrategias, pero siempre quedará por encima su condición de sueño. Y los sueños tienen sus propias normas.
A nada se parece tanto el independentismo como a un enamoramiento. Si no consigues consumar ese amor, si no te llevas al amado a la cama, seguirás preso de esa pasión obsesiva durante años y años, a veces durante toda la vida. Relean El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, y lo entenderán. La patria como Arcadia feliz, como cura de todos los males, es igual que la adoración por el amado (o amada) inalcanzable: una quimera, una fantasía que solo concluye cuando ese sueño se cumple y te das cuenta de que tu adorado ronca, tiene mal aliento por las mañanas y lo que parecía un maravilloso lunar –esto lo decía Gila– es, en realidad, una verruga. Es decir, cuando compruebas que no es mucho mejor que lo que tenías antes. Que no es perfecto. Porque la perfección no existe.
Reemplazar al caudillo
Los líderes que se han estrellado (o que se van a estrellar un día de estos) contra la realidad serán sustituidos por otros. Aparte de un delantero centro, no hay nada más fácil de reemplazar que un caudillo. Siempre aparecerá otro, o lo inventarán. Si los indepes han sido capaces de convertir casi en un mito histórico a alguien como Puigdemont, es que para eso vale cualquiera. Otro vendrá que bueno le hará. Llevamos así alrededor de siglo y medio, con miles de catalanes (no todos, ni siquiera la mayoría) enamorados de una quimera que nunca existió. Y precisamente eso es lo que hace de ella algo irresistible.
No quiero ser aguafiestas, pero es cuestión de tiempo. No hay amores más perdurables que los amores contrariados.
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