Un día que me fui a bañar, por la mañana temprano / Ví un caimán muy singular, con cara de ser humano / Se va el caimán, se va el caimán… El caimán que iba para La Moncloa anunció ayer su huida definitiva (¿definitiva?), víctima, la última, la ultimísima, de ese tipo que vino del frío, de nombre Mariano y apellido Rajoy, el hombre que los mata callando, el verdugo que a pie de guillotina se dedica a recoger las cabezas de sus enemigos sin necesidad siquiera del más leve gesto. Quienes nos declaramos admiradores de la brillante teatralidad del nieto de Tebib Arrumi (Víctor Ruiz Albeniz, cronista oficial del franquismo), nos sentimos ayer decepcionados, casi estafados. Porque más menos esperábamos una puesta en escena similar a aquella inolvidable en que, umbral del despacho del jefe, planta 7 de Génova, protagonizó un histórico lloriqueo, “no me podéis hacer esto, llevó 30 años en este partido, ayudé a fundarlo, me he dejado la vida y nunca he pedido nada”, para anunciar que se iba, que no se sentía querido, de modo que “después del 9 de marzo dejaré la política”, todo porque Esperanza Aguirre, su enemiga del alma, le acababa de cerrar el paso (“si él va, yo también”) como número 2 de las listas del PP a las generales de 2008.
Es evidente que Alberto Ruiz-Gallardón no se fue tras aquel 9 de marzo de 2008 (“¡Os vais a joder, os vais a joder, porque Alberto, que es lo mejor que tiene la derecha española, va a tirar la toalla y va a dejar al partido plantado…!”, decía meses después en el restaurante La Rabia, alrededores de Comillas, casi a voz en grito, su tío el notario Rafael Ruiz-Gallardón, su verdadero padrino). Y no se iba porque en los genes de Albertito estaba escrito que había nacido para ser presidente del Gobierno de España, ni más ni menos. Es evidente que en un país donde una acémila que sonríe, un penco de León como Zapatero, fue capaz de llegar a la presidencia del Gobierno y ser reelegido para un segundo mandato es injusto, además de imposible, negar a un pico de oro, a un cerebrín -opositor por excelencia-, a un embaucador de la talla de Ruiz-Gallardón el derecho a aspirar al Olimpo.
Dimisión como ministro de exJusticia, porque Justicia, lo que se dice Justicia, ya no queda, que él mismo se ha encargado de cepillarse lo que restaba de ella
Pero no. Ayer resultó que no, ayer pasó que el señorito Alberto defraudó a sus fans porque, como si de un tipo normal se tratara, anunció su dimisión sin más. En uno de esos ejercicios de fingida humildad a los que nos tiene tan acostumbrados, el sujeto dijo adiós a los sueños, adiós a la grandeur, adiós también a las ilusiones que sus poderosos amigos del dinero habían puesto y mantenido en él en espera de ese momento inolvidable en que Alberto recibiera por fin el cetro de oro. Dimisión como ministro de exJusticia, porque Justicia, lo que se dice Justicia, ya no queda, que él mismo se ha encargado de cepillarse lo que restaba de ella, no mucho, por cierto. Despedida también como diputado y adiós igualmente a los cargos en la dirección del partido. Ilusiones desmochadas, hojas caídas del árbol de un otoño cargado de malos presagios.
Para llegar a ese objetivo de la Presidencia del Gobierno, el personaje sometió al respetable a todo tipo de piruetas en el alambre de una ideología inexistente más allá del conservadurismo propio de una familia de derechas de toda la vida. La más llamativa de las cuales fue su pasión por disfrazarse de “progre” irredento, tal vez convencido de que sin el concurso electoral del centro izquierda o una parte de él sería imposible alcanzar la cima desde la cual se divisa el amplio, triste, soez mundo de los mortales desprovistos de su inigualable verbo y su florilegio gestual. Y algunos “progres” leídos, empeñados en laurear la cabeza de Albertito con música de Mozart, verso de Rilke y cita de Brecht, llegaron a creérselo, como se lo creyó el grupo Prisa en los días en que Prisa lo era casi todo en este país, ahora que ya no es casi nada, verdura de las eras, “recuerdos viejos de hace 50 años” que decía el Diario Palentino de mi Tierra de Campos.
Lo más parecido al Movimiento Nacional
Lo de Alberto Ruiz Gallardón era bastante más sencillo. Lo suyo fue el dilema al que Primo de Rivera y Sánchez Mazas, fundadores de Falange, se enfrentaron al enfilar las generales de 1933: ¿Ir en las listas de la derecha o de la izquierda? “Al final salió el señorito que llevaban dentro y optaron por las derechas”. Gallardón es un “falangista de derechas”, como acertadamente lo definió su propio padre, que ha tenido la astucia, que eso no le falta, la picardía, que de eso va sobrado, de teñir la camisa azul con el tinte de un tiempo capaz de difuminar el más abrupto de los perfiles, y con ese baño de fingida progresía se ha estado presentando durante años ante los españoles como epítome de la modernidad, una mano tendida a diestra y otra a siniestra, superador de clases e ideologías, porque a todas su talante comprende, todas su gran humanidad abarca: él era, sigue siendo, lo más parecido al Movimiento Nacional que es posible encontrar casi cuarenta años después de la muerte de Franco.
Su problema, el de Alberto Ruiz-Gallardón, es que seguramente es menos listo de lo que él piensa, o un poco más tonto de lo que su suegro, Utrera Molina, siempre ha sospechado. Porque este hombre todo obsesión por el poder, este profesional de la política, quiso siempre llegar tan lejos, tan rápido, “volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance”, que sus piruetas, sus pactos, sus componendas, sus maniobras quedaban enseguida al descubierto, porque él mismo, ¡ay, sus eternas prisas!, se encargaba de ponerlas pronto al descubierto, tan rápido pretendía correr que se daba con los zancajos en el culo, un defecto que se convirtió en su talón de Aquiles, porque el hombre pretendidamente brillante resultaba en extremo previsible, sus enemigos sabían al minuto dónde andaba, qué preparaba, qué le gustaba, aparte, dicho sea de paso, de la compañía de amigos ricos, las mujeres de penca larga –Paessler, Corullas y un largo etcétera), y el dinero, mucho el dinero.
Se lo creyó Gallardón y sacó el derechón que lleva dentro, con una ley carca que ni siquiera una mayoría del PP reclamaba. Y, llegado el momento, Mariano lo dejó en la estacada
Al final, el alcalde que endeudó a Madrid hasta lo absurdo con proyectos faraónicos de más que discutible eficacia no ha sido capaz de llegar a la meta (“Alcaide es lo mesmo que Cid”, que dice el diccionario de Cobarruvias) de la Presidencia. Cayó víctima de lo que muchos piensan no ha sido sino una trampa saducea, una celada tendida por ese presidente del Gobierno al que tantos elogios dedicó ayer en público y a quien tan agriamente puso a parir, también ayer, en privado. Muchos opinaban, en efecto, que lo de la Ley del Aborto era un divertimento que Rajoy puso al pollo para que picoteara entretenido mientras el Gobierno se afanaba en recortes y ajustes varios. Lo que nadie sabe, por ahora, es por qué el pollo se dejó meter en la jaula, cínico y descreído cual es, alejado de todos los dioses cuya efigie no venga dibujada en billetes de curso legal, a ser posible de 500 euros. Se lo creyó Gallardón y sacó el conservador, el derechón que lleva dentro, con una ley innecesariamente carca que ni siquiera una mayoría del PP reclamaba. Y, llegado el momento, Mariano lo dejó en la estacada. Le dio la estocada. Dos orejas y rabo, y una nueva muesca en la culata del revolver del hombre impasible que los mataba sin mover una ceja.
Rehén del capitalismo madrileño
Tan rápido iba el chico, tal cara de velocidad llevaba, que ha terminado por salirse en la primera curva como ministro de Justicia, no sin antes dejar a la Señora hecha unos zorros, a esa pobre, doliente Justicia española, vilmente tironeada por una clase política que humilló su independencia hasta convertirla en fulana de los poderes Ejecutivo y Legislativo. La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) ha acabado, en efecto, con los magros restos de independencia judicial que restaban, poniendo en al estamento entero, jueces y fiscales incluidos, en pie de guerra. Difícil tarea la de sus sucesor, a la hora de tratar de reparar los daños causados por este impenitente saltimbanqui.
Siempre he sostenido que un político profesional como Alberto Ruiz-Gallardón era un peligro para una democracia de tan baja calidad como la española. Las relaciones empresariales del personaje conforman, junto con los temas de bragueta, el dark side de un tipo que ha sido rehén del capitalismo madrileño más castizo, empezando por Florentino Pérez (ACS) y siguiendo por una larga lista cuya cita les ahorro. El riesgo de un Gallardón convertido en presidente del Gobierno hubiera sido demasiado alto. Con el apoyo de ese cutre capitalismo especulador y el mediático de unos grupos de comunicación en estado de quiebra, un tal Gobierno hubiera supuesto seguramente descender el último peldaño en la escalera de la definitiva degradación de un sistema ya muy castigado por corrupciones y arbitrariedades de todo tipo. Bien ido sea, pues, el Gallardón político. Bienvenido sea el ciudadano Gallardón, a quien cabe desear toda la suerte del mundo en su descenso a los infiernos de la cotidianeidad.
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