Cuando nuestros políticos están exhaustos, después de meses de atiborrarnos con lugares comunes para no lograr acuerdo de gobierno alguno, recibimos el mazazo de los atentados de Bruselas, que suponen un suma y sigue interminable de la plaga terrorista ante la que, hasta el momento, no parecen existir actuaciones capaces para combatirla con los medios convencionales. Eso significa, aunque se disimule con declaraciones altisonantes y con frases huecas, que los habitantes de la UE estamos indefensos y que desconocemos adónde nos llevarán quienes no empiezan por reconocer que el marco actual de fronteras abiertas o inexistentes resulta absolutamente inadecuado para enfrentar el problema. A partir de esa evidencia, convendría que tanto los políticos como los llamados creadores de opinión pública se dedicaran a poner sobre la mesa alternativas que gocen de mayor credibilidad que las usadas habitualmente, cuya consistencia no resiste la menor prueba de fuego, visto lo sucedido este martes en Bruselas y antes en París y otros lugares. Y nada de ello es ajeno a la ebullición amenazante de Oriente Medio y a la guerra que se vive en el mundo musulmán que se va trasladando a aquellos países que cuentan con poblaciones importantes procedentes de ese mundo. Sólo podemos lamentarnos y constatar que los Estados nacionales hemos renunciado a gran parte de la soberanía que tan útil resultaría para abordar, desde la dimensión propia, un fenómeno que se alimenta de la tolerancia y de las libertades de una civilización que detesta.
Nunca hubo un ámbito territorial tan laxo y generoso como el definido por la UE con la intención de beneficiar a sus ciudadanos
El problema de la laxitud con los fanatismos
Probablemente, las causas de lo que sucede son variadas, pero el denominador común es que nunca hubo un ámbito territorial tan laxo y generoso como el definido por la UE con la intención de beneficiar a sus ciudadanos, como es natural. Pero esa isla de libre circulación ha ignorado, en mi opinión, que el mundo está lleno de conflictos, porque en esa materia no ha habido grandes cambios, únicamente han cambiado algunas formas de abordarlos: las guerras suelen ser locales y eso hace pensar a algunos que éstas no existen porque en la memoria colectiva perduran los recuerdos de las dos grandes guerras mundiales del siglo XX. Sin embargo, determinados conflictos locales, como es el caso de los que se han producido en Oriente Medio, han generado subproductos de violencia terrorista que sobrepasan el marco de dichos conflictos y que amenazan a aquellos países que, según el criterio de los terroristas, ofrecen el mejor campo abonado para sus desvaríos.
Aparte de los países musulmanes, que no debemos olvidar que son las mayores víctimas del terrorismo, es Europa, y en concreto la Unión Europea, otro de los objetivos predilectos de esta nueva versión de la guerra santa que va campando a sus anchas allí donde comprueban que las respuestas son menos enérgicas. Y en esa tesitura estamos, con invocaciones a conceptos culturales, jurídicos y políticos, que a los adalides de ese terrorismo no les dan ni frío ni calor. Salvando las distancias, es un marco análogo al de las democracias parlamentarias europeas en los tiempos de crecimiento del nazismo. Al final tuvieron que reconocer que el único medio era exterminarlo. Lo que pasa es que en el caso que nos ocupa las circunstancias no permiten llegar a conclusiones solidarias entre países heterogéneos, aunque participen del mismo marco legal de la UE. Es nuestra debilidad tornada en tragedia cuando son las vidas humanas las que peligran.
Así transcurren los años, los problemas se van envenenando y las crisis de diferente naturaleza, terrorismo, refugiados, parálisis económica y financiera, se encadenan
La solidaridad en la UE no existe
Cada vez que se producen atentados terroristas asistimos a la misma retahíla de declaraciones acerca de la unidad de los socios europeos, que luego la realidad se encarga de desmentir en cuanto se celebra la primera reunión de los mismos, junto con las proclamas de mayor integración, es decir, más cesiones de soberanía ya sea política o económica, cuyas contrapartidas positivas son perfectamente descriptibles. Así transcurren los años, los problemas se van envenenando y las crisis de diferente naturaleza, terrorismo, refugiados y/o parálisis económica y financiera, se encadenan hasta conducir a la desesperanza y el hastío de los ciudadanos del territorio de la Unión.
Contemplar grandes ciudades paralizadas, Bruselas es el ejemplo cercano, y pensar que la parálisis se pueda extender a regiones o países nos indica la necesidad de cambiar modos y discursos para no seguir alimentando esta inmensa serpiente que crece a costa de las debilidades organizativas y de la falta de rigor de las fronteras europeas. Por supuesto, las soluciones son complicadas y no existen recetas para garantizar la seguridad absoluta, pero sí hay algo que debemos exigir para recuperar unas seguridades mínimas: que las fronteras adquieran el papel que ahora no tienen y que la policía y los servicios de información puedan actuar con los medios adecuados al peligro que a todos nos amenaza.
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