Ha tenido que pasar una década para que la trama Ausbanc saliera a la luz. Ahora, las denuncias por las presuntas prácticas mafiosas llevadas a cabo por el “sindicato” Manos Limpias y por la citada Ausbanc, dos caras de una misma moneda llamada extorsión, se amontonan en los juzgados y en los medios de información, roto en mil pedazos un ominoso silencio de años que ilustra a la perfección el desfallecimiento que sufren las instituciones democráticas. Sólo así puede explicarse que Luis Pineda, un personaje tan siniestro como menor, pudiera extorsionar impunemente a todo un sector, el bancario, al que el imaginario popular adjudica poderes extraordinarios, y solo así cabe concebir que presidentes y consejos de administración de nuestros bancos se plegaran al chantaje y no se atrevieran, actuando de frente y por derecho, a denunciar al chantajista, quizá porque ninguno tenía la conciencia tranquila.
Pineda ha extorsionado a todo un sector, el bancario, al que el imaginario popular adjudica poderes extraordinarios
Sea como fuere, hoy sabemos que Javier López, primer ejecutivo de la firma CreditServices, fue el único que se rebeló contra la extorsión, como hizo BBVA a nivel de los bancos, lo que le supuso una demanda contra el honor. Los jueces le exoneraron en primera instancia. Pero Pineda recurrió y ganó el pleito en instancias superiores. López fue condenado a pagar 600 euros diarios. Lamentablemente, tal y como advirtió León Felipe, en un mundo injusto el que clama por la justicia es tomado por loco. En el caso de Javier López fue aún peor. Los más altos tribunales no sólo le negaron el pan y la sal, sino que, además, le condenaron con extrema dureza. Fue apuntillado con esa falta de rigor que, a la vista está, se ha vuelto consustancial a la Justicia española.
Visto lo sucedido, no es de extrañar que en esta democracia de mínimos el grado de descreimiento del ciudadano corriente haya alcanzado cotas superlativas. Si los más altos ejecutivos de la banca prefieren plegarse al chantaje antes que acudir a los tribunales, ni que decir tiene que el ciudadano verá en los jueces un problema más que una solución. Ya no es sólo que los pleitos se eternicen, es que, además, las sentencias tienden a ser imprevisibles. Excesivos factores extrajudiciales en liza. Desde el afán de notoriedad de algunos magistrados, pasando por la reverencia a lo políticamente correcto, hasta la más que evidente politización, dan lugar a sentencias que, en no pocos casos, parecen ser más fruto de la discrecionalidad del juez de turno, o algo peor, que resultado de la imparcialidad y el rigor profesional exigible a la administración de la justicia.
La responsabilidad de los jueces
Los jueces son, quizá, los menos perjudicados por el descrédito institucional que recorre España de norte a sur cuando, en realidad, de una manera o de otra, están siempre en el ojo del huracán, algo que desde aquí queremos denunciar para que se tomen las medidas oportunas. Carece de toda lógica que, a cuenta de la crisis institucional, la clase política se haya convertido en la diana predilecta de la opinión pública, y también de la publicada, pero los jueces se las ingenien para quedar en un segundo plano, como si sólo pasaran por allí. Entendemos que en un Estado de derecho que se precie las cosas son de otra manera, que cada palo debe aguantar su vela. La lógica indica que cuando la corrupción se ha convertido en una de las lacras del modelo político, la Justicia no es la excepción que confirma la regla sino más bien lo contrario. Es hora de que sus señorías dejen de pontificar con sus sentencias, bajen del estrado y asuman la parte de culpa que les corresponde.
Con todo, que una trama de este jaez haya prosperado en la absoluta impunidad durante 10 años pone de relieve algo más que la falta de escrúpulos de cierto tipo de personajes, la degradación de nuestro marco institucional, incluida la Justicia, o la laxitud moral de la élite bancaria española: evidencia también la cobardía de una sociedad incapaz de reaccionar desde la responsabilidad individual ante la degradación colectiva. Con estos mimbres, la regeneración democrática se antoja imposible. Es evidente que si en lo político urgen las reformas profundas, en lo social es necesaria una catarsis colectiva. Desde aquí apelamos a ambas cosas.
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