No, no se trata de la esperpéntica sesión de constitución de las Cortes. Ni mucho menos de la cámara insurreccional en la que se ha convertido el Parlament. Hablo del parlamento que tuvo lugar adentro del Congreso estadounidense esta semana; parlamento en su acepción de discurso. En concreto me refiero a la última alocución sobre el Estado de la Unión que pronunció Obama este martes. Una intervención que pasará a la Historia no por su triunfalismo matizado, esperanzado a la vez que sombrío, sino por la manera en que resume lo que ha representado el presidente de Estados Unidos en la política norteamericana.
Obama es el político total: carismático, telegénico, elocuente, cercano. No en vano, es el presidente de las últimas décadas con un suelo de aprobación más alto, en torno al 40 por ciento. Que su techo de popularidad sea sin embargo más bajo que una mayoría de sus predecesores estriba, entre otras razones, en un rasgo de su carácter que es a la vez su principal virtud. Obama es flexible, no sectario. Frente a un cambio en las circunstancias, reflexiona, recula, experimenta, adapta sus propuestas. Obama no rehúye, sino que abraza la complejidad. En la terminología de Víctor Lapuente, Obama sería una exploradora y no un chamán. De ahí que haya defraudado a los más fanáticos, cuyas expectativas eran de todos modos imposibles de colmar.
La gran aportación del presidente de Estados Unidos a la política norteamericana no es el cambio, ni la esperanza, ni el yes we can, sino el llamamiento a superar la creciente polarización
Pero volviendo a su discurso del martes, en su último mensaje al Congreso Obama cerró el círculo que comenzó a dibujar con su célebre intervención en la convención demócrata de 2004. La gran aportación del presidente de Estados Unidos a la política norteamericana no es el cambio, ni la esperanza, ni el yes we can, sino el llamamiento a superar la creciente polarización, a trascender las divisiones ideológicas, sociales y raciales que hoy desgarran el país. Como en cada gran ocasión, Obama transmitió sus ideas de manera magistral, en el marco incomparable que ofrece el Estado de la Unión. Fue una despedida con todos los honores; incluso la respuesta republicana mantuvo el tono que requiere la liturgia democrática.
Las comparaciones con lo sucedido esta semana en los parlamentos de este lado del Atlántico son, como siempre, odiosas. Más allá de la personalidad única y los atributos irrepetibles de Obama, ya es sabido que los norteamericanos se mueven como pez en el agua en el terreno de lo simbólico. Nadie como ellos convierte la celebración de los hitos, tanto personales como colectivos, en rituales seculares cargados de elevadas dosis de emoción contenida y solemnidad. Es verdad también que la educación estadounidense mima la expresión oral, y que la oratoria es una capacidad muy valorada en todos los ámbitos de la vida pública. En cierto modo, el Obama presidente representa la obra más perfecta de esta tradición cívico-institucional.
Un número escandaloso de nuestros representantes electos ha degradado la dignidad de las instituciones
En contraste con el simbolismo genuino, emotivo y estético del discurso del Estado de la Unión de Obama, en España hemos asistido a un derroche de teatralidad, ñoñería y zafiedad a raudales. Ora en Madrid, ora en Barcelona, un número escandaloso de nuestros representantes electos ha degradado la dignidad de las instituciones para las que han sido elegidos a través del uso de fórmulas pueriles a la hora de prometer sus cargos y de desparrames de sentimentalismo fuera y dentro del hemiciclo.
Desgraciadamente, el asunto trasciende el orden de la estética. Al contrario de un Obama que, habiéndose enfrentado al Congreso más hostil de la historia reciente de EEUU, ha venido insistiendo en la necesidad de trabajar juntos y superar las divisiones, los diputados atrabiliarios de Madrid y Barcelona ya consideran volados todos los puentes de entendimiento antes de comenzar. ¿Cómo esperan entonces poder llevar a cabo sus programas de gobierno? La fragmentación parlamentaria, si va acompañada de esencialismo ideológico, sólo conduce a la parálisis, como bien saben en Estados Unidos.
Nuestros diputados del puño en alto y los de los bon cop de falç harían bien en escuchar a Obama de vez en cuando
Y es que estos neófitos de la primera línea de la política, a pesar de estar persuadidos de ser los depositarios únicos del mandato democrático, tienen, en el mejor de los casos, mayorías exiguas. La única explicación pues es que lo que busquen sea justamente lo contrario: el desgobierno, la confrontación, hasta el triunfo final y total. Mientras Obama, al que le copian sus eslóganes, continúa insistiendo en el valor de la unión y del diálogo… con dos victorias holgadas a sus espaldas. Nuestros diputados del puño en alto y los de los bon cop de falç harían bien en escucharle de vez en cuando.
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Eguiar Lizundia trabaja como consultor internacional especializado en reforma del sector público y gobernabilidad y es licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense y máster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Georgetown.
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