La resistencia de Reino Unido a una Unión Europea dotada de plenos poderes políticos y económicos no es ninguna novedad. Los británicos siempre se han preguntado si valía la pena la cesión de su soberanía en favor de un ente supranacional, cuya dimensión política ha sido en muchas ocasiones contrapuesta a la suya. Ya en la década de los 80, Margaret Thatcher, a propósito de las declaraciones grandilocuentes del consejo de Stuttgart, declaró ante la Cámara de los Comunes: "Debo dejar bien claro que no creo en absoluto en una Europa Federal. Y ese documento tampoco." Todavía no se transferían poderes a una Europa centralizada, eso vendría más tarde con el Tratado de Maastricht. Desde entonces, las relaciones nunca han sido buenas. Pero la sangre no llegó al río… hasta ayer
El crack financiero de 2008 ha venido a añadir una tensión adicional. A los viejos recelos se han sumado nuevas resistencias que poco tienen que ver, al menos directamente, con las tradicionales quejas hacia la UE. La crisis económica, y los flujos migratorios de los propios ciudadanos europeos dentro del territorio de la Unión, han dado alas a otros sentimientos mucho menos nobles que, como suele suceder, políticos oportunistas han sabido aprovechar.
El triunfo del Brexit es en gran parte la expresión del miedo, de ese miedo irracional a lo desconocido, a lo que viene y no se sabe bien qué es. Es el miedo a la globalización
En realidad, el problema británico de hoy no es exactamente el mismo de ayer. Se ha vuelto mucho más complejo. Si el triunfo del Brexit sólo expresara la cristalización de las viejas reivindicaciones británicas, posiblemente con el tiempo lo que hoy parece una pésima noticia podría no serlo en realidad. Serviría, tal vez, para repensar la Unión Europea. Desgraciadamente, el resultado del referéndum no expresa sólo la voluntad de la City, en lo que se refiere al rechazo a una creciente regulación, ni es el triunfo del tradicional liberalismo británico. Tampoco se sustancia sólo en un deseo de hacer prevalecer unas instituciones autóctonas sobre otras forasteras. Es en gran parte la expresión del miedo, de ese miedo irracional a lo desconocido, a lo que viene y no se sabe bien qué es. Es el miedo a la globalización. Y este miedo no es sólo británico: se está reproduciendo con virulencia en otros países europeos.
El mundo de hoy es muy distinto al de 1980. Además, durante la última década su transformación ha ganado velocidad. Hoy nada perece sólido. Es evidente que la Unión Europea ha fracasado, en tanto en cuanto ha pretendido digerir mediante la burocracia y la centralización del poder esta transformación. Era absurdo desde el principio. Entre otras razones, porque cada Estado miembro tiene su propia cultura institucional y, además, afronta los nuevos retos en condiciones muy diferentes; lo que para unos puede ser una decisión razonable, para otros puede resultar un desastre. La transformación política de Europa y su convergencia en un ente supranacional requeriría en el mejor de los casos 100 años. Y otros 100 para consolidarse. En Bruselas han vivido al margen de esta realidad y se han dedicado a legislar como si no hubiera mañana. Sin embargo, el fracaso de un proyecto no debe desanirmarnos ni distraernos del verdadero peligro al que nos enfrentamos: el proteccionismo rampante y reaccionario, la xenofobia y la vuelta a lo viejo, a la arcadia. En definitiva, una vez más los europeos hemos de elegir entre Kultur o Zivilisation, el eterno dilema. En 1939, una nación europea eligió lo primero. Nuestra ventaja es que hoy sabemos como terminó.
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