El incidente de los titiriteros en las fiestas de Carnaval madrileñas señala realidades nuevas e ilustra debates importantes. Señala, por un lado, la realidad de un agente recién incorporado a nuestro sistema político y en plena fase de consolidación, el de la extrema izquierda de Podemos y sus confluencias, que en los lugares donde tiene poder comienza ya a escoger proveedores de su entorno —además de colocar a primos, parejas y amigos—. Por otro lado, sirve para ilustrar debates como el del dirigismo cultural o el de la asunción de responsabilidades políticas. Y por último, invita también a una reflexión sobre la libertad de expresión.
La extrema izquierda, como cualquier partido nuevo que supere las barreras de entrada y se incorpore al oligopolio político español, allí donde toca poder lo hace con un hambre de decenios
La extrema izquierda, como cualquier partido nuevo que supere las barreras de entrada y se incorpore al oligopolio político español, allí donde toca poder lo hace con un hambre de decenios y con una fuerte presión de su entorno social y empresarial por hacerse con licencias, contratas, concesiones y privilegios de todo tipo. Muchos recordarán cómo el PSOE, a raíz de su mayoría absoluta de 1982, reconfiguró todo el panorama empresarial favoreciendo a una legión de empresarios. Lo hacen todos, cierto, pero en el caso del PSOE fue un proceso extraordinariamente rápido y notorio. Bueno, pues Podemos, si puede, hará eso mismo multiplicado por los años de hambre de los beneficiarios. Al nivel micro de un distrito de Madrid, lo acabamos de ver. Después, la inexperiencia ha hecho el resto. Y, claro, los encargados de la supervisión han fallado clamorosamente.
Pero, ¿acaso debe el Ayuntamiento ejercer la labor de supervisión en una manifestación cultural? Aquí entramos en la segunda cuestión, la del papel de los ayuntamientos, y de la Administración en general, en la cultura. Decía Albert Rivera, a raíz de este incidente, que la cultura debe ser apolítica. Es de suponer que fue un lapsus, porque la cultura puede ser tan política y parcial como estime el artista, faltaría más. Quien tiene que ser neutral es la Administración. Pues el dirigismo cultural es una pulsión indeseable, totalitaria por demás, que impone a golpe de presupuesto la ética y la estética dominantes. Y de eso saben mucho los socialistas de todos los partidos, que usan las subvenciones para promover aquellas corrientes culturales coincidentes con sus objetivos de ingeniería social.
Mejor que las administraciones públicas no pinten nada en la cultura
Cambia el color del gobierno y cambian esos objetivos, —y cuando el color es morado, los objetivos pueden ser particularmente indeseables—, pero la estrategia es la misma… y quien financia el Carnaval, también: el sufrido contribuyente, que para colmo de males paga para que se le adoctrine, aun contra su voluntad, bien sea en valores místicos o ateos, en tal idea de nación o en tal otra, en el conservadurismo tradicionalista o en la liberalidad de costumbres. Así pues, mejor que las administraciones públicas no pinten nada en la cultura. Y que la contratación directa y la subvención de actividades culturales, dé paso al mecenazgo ciudadano. Así, al menos, será el público quien, con su libre elección, llevará al éxito o al fracaso a los productores de cultura y entretenimiento, y no el político de turno.
El tercer debate que ilustra lo sucedido en el distrito de Tetuán es el de la asunción de responsabilidades políticas. Ante un desastre reputacional de este calibre, con el enfado generalizado que ha provocado, no es de recibo que el Ayuntamiento eche balones fuera. Podemos pontifica con grandes aspavientos sobre la regeneración de la política, pero sus representantes se aferran a los sillones como los de cualquier otro partido. ¿Alguien esperaba otra cosa? Las responsabilidades jurídicas, de haberlas, irán por su camino, pero la concejala de Cultura no puede permanecer en el cargo, debe dimitir. Se anunció “para todos los públicos” un espectáculo de títeres y guiñoles. ¿Qué pensaban que iba a hacer la gente? Pues llevar a los niños. Y ni los representantes del Ayuntamiento ni la compañía contratada cambiaron el programa. Siguieron adelante, con el conocido resultado de ahorcamientos y violaciones, y con una pancarta que fácilmente podía interpretarse como enaltecimiento de ETA, por más que, una vez conocidos los vericuetos de un guion bastante retorcido, no fuera tal.
Meter en la cárcel a los titiriteros en cuestión y acusarles de delitos ideológicos, sólo sirve para convertirles en mártires a los ojos de su parroquia
Y esto nos lleva a la cuarta y última reflexión, la relacionada con la libertad de expresión. A toda persona de bien debería desagradar cualquier acto de apología del delito, o de enaltecimiento de criminales como los de ETA, o cualquier ostentación totalitaria como las camisetas con serigrafías de asesinos repugnantes como Hitler, Mussolini, Stalin o Guevara. Pero debería preocuparnos aún más cualquier vulneración de la libertad de expresión, piedra angular sobre la que descansa el frágil edificio de nuestras libertades. Dar por bueno la existencia de delitos ideológicos, como los de apología o enaltecimiento de lo que fuere, es un error. La sociedad civil se basta y se sobra para poner en su sitio a quienes expresan su apoyo a criminales o a ideologías criminógenas. El Estado no debería tener ningún papel en esa materia. De hecho, meter en la cárcel a los titiriteros en cuestión y acusarles de delitos ideológicos, sólo sirve para convertirles en mártires a los ojos de su parroquia. Lo indeseable de su obra es que se haya pagado con el dinero de todos y que se haya mostrado impunemente a los niños. La cultura antisistema es perfectamente lícita y puede ser tan desagradable, soez u ofensiva como le dé la gana al artista, pero sin fraude en cuanto al público destinatario y sin que nos cueste un solo céntimo. Que la paguen, como cualquier otra manifestación cultural, quienes deseen consumirla.
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