Hace solo seis meses, el Tribunal Supremo prohibió el ‘multireferéndum’ que varias organizaciones independentistas quisieron hacer coincidir con las elecciones europeas. Los Mossos d´Esquadra levantaron cientos de mesas de votación, además de denunciar por desobediencia a sus responsables. Nada de eso ha pasado este domingo en Cataluña, donde los jueces han seguido el criterio de la Fiscalía y han evitado, por “desproporcionada”, la retirada de las urnas de cartón. Conclusión obvia: el Gobierno, pese a sus críticas, ha consentido que Artur Mas y el frente soberanista hagan una demostración de fuerza que ha acabado derivando, si se mira bien, en una exhibición de debilidad. Esta actitud ha llegado precedida de un aviso emitido el viernes por Joan Rigol, presidente del Pacto Nacional por el Derecho a Decidir y uno de los enlaces con La Moncloa y el PSOE: en el guion del frente soberanista estaba bordear la legalidad, pero no violentarla, delegando la “ejecución” final de la consulta en más de 30.000 voluntarios.
De todos los escenarios posibles que manejaba en los días previos al 9-N el núcleo duro del Gabinete Rajoy y de lo ocurrido, finalmente, durante la jornada, cabe extraer tres conclusiones.
La primera es que este ejercicio de propaganda política ha sido controlado por sus promotores, obsesionados, sobre todo, con el eco internacional. No se les ha ido, pues, de las manos, como algunos en el Gobierno temían. Su inquietud por la resonancia en Europa explica la presencia en Barcelona de cuatro eurodiputados y otros cuatro parlamentarios nacionales de Bélgica, Reino Unido, Suecia, Francia, Alemania y Eslovenia. La Generalitat sale de este embrollo con la sensación de no haber provocado al Estado para que actúe con mayor contundencia. Esto tampoco ha sucedido. De hecho, en La Moncloa se valora que la Generalitat respetara la primera prohibición del Constitucional de celebrar el referéndum y la reconversión final del mismo en un “proceso participativo” que ha terminado rebajando el nivel de desafío institucional.
La segunda conclusión es que el 9-N deja cierto margen a las dos partes para continuar dialogando por los canales ya conocidos y evitar unas elecciones anticipadas en Cataluña. Ya resulta evidente que a Artur Mas no le interesan y hará todo lo posible por evitarlas. La declaración unilateral de independencia que jalea ERC desde hace meses tampoco está en la agenda del presidente de la Generalitat ni era algo inmediato que temieran ni el Gobierno ni la dirección del PSOE. Ahora entra en juego el papel que pueden desempeñar el PSC e, incluso, el PP para apoyar los Presupuestos autonómicos de 2015 y eludir una interrupción brusca de la legislatura, como la que le condujo a Mas a perder 12 escaños en 2012.
Por último, es obvio que Mas se ha dejado pelos en la gatera. El frente soberanista tal y como se conocía hasta hace mes y medio está roto y la división dentro de Convergencia y del Gobierno catalán es un hecho probado. Oriol Junqueras va a jugar sus bazas negándose a una candidatura conjunta con CiU, la única llave que podría abrirle la puerta a unos comicios anticipados. Ahora ya sabe que Mas va a intentar capitalizar el 9-N, pese a que en el fondo no ha hecho sino una demostración de debilidad. No ha conseguido ni ver tricornios impidiendo la votación ni tampoco movilizar mayoritariamente a un censo superior a los seis millones de ciudadanos llamados a este guateque festivo. Todo lo demás es charlatanería.