Análisis

Una vida dedicada a Telefónica; una pasión entregada a España

    

Bombazo. César Alierta Izuel, 70, deja la presidencia de Telefónica y cede los trastos a su segundo, José María Álvarez-Pallete. Tiempo habrá para glosar los cambios experimentados por la compañía en este periodo, para alabar sus fortalezas y apuntar sus debilidades. Hoy es el momento, o a mí me lo parece, de hablar de la dimensión empresarial y política, también de la humana, inevitablemente de la humana, del que ha sido durante años el empresario español más importante sin género de dudas, el hombre que más tiempo ha ocupado la presidencia de Telefónica, una empresa de telecomunicaciones que, además de ser la mayor multinacional española, es casi un Estado dentro del Estado. Un hombre que desde semejante atalaya ha conocido el boom económico de la era Aznar-Zapatero y su desembocadura en una de las mayores crisis económicas que ha conocido el país. Un tipo singular.    

Empecemos por lo humano. Desde una perspectiva estrictamente personal, la vida de César Alierta ha estado entregada al cuidado meticuloso de su mujer, Ana Placer, fallecida el 5 de abril del pasado año, un acontecimiento que marcó la vida de este aragonés recio, con una forma un tanto peculiar de expresarse. Porque Ana era su vida, el centro de su universo. Su auténtica pasión. La entrega, la dedicación, la delicadeza que este hombre poderoso desplegaba en el cuidado de su mujer enferma rozaba lo conmovedor. En el verano de 2014, en ese ferragosto que convierte Madrid en un desierto del que parecen haberse olvidado hasta las cigarras, César pasó más de 15 días acompañando a su mujer, ingresada en una clínica, sin salir de ella, durmiendo en la habitación, paseando por los pasillos con su pantalón de pana y su camisa abierta. Cuando Ana estaba mal, César estaba mal; cuando Ana recuperaba el pulso, César era otro hombre, un hombre dispuesto a afrontar la jornada con renovados bríos.

Alierta es un patriota dispuesto a usar la palanca de su poder en beneficio de España, de la unidad de España y de su progreso material

La muerte de Ana representó algo más que un antes y un después para un hombre poco amigo de las pompas y vanidades del gran empresario del boom, particularmente alejado de ese gran empresario madrileño acostumbrado a los casoplones, las fincas de caza, los barcos, los aviones… y los cambios de pareja. Supongo que cuando a uno le ocurre una pérdida semejante, vivida con tal intensidad, no quedan más que dos caminos por recorrer. O abandonar para siempre el esfuerzo diario que dirigir una empresa como Telefónica representa y retirarse cual ermitaño al discreto silencio de lo que fue y ya no es, o justamente al contrario, volcar todo el esfuerzo en el trabajo, redoblar la entrega al puesto, como una declaración de fe y una forma de llenar la ausencia. "Ya estoy trabajando, sí, pero eso de en plena forma, nada de nada. Ya nunca nada será igual que antes", me dijo a los pocos días de enterrarla. Lo dijo a todo el que quiso escucharle.

De alguna manera no volvió a ser el mismo tras aquel 5 de abril de 2015. Su salud se resintió hasta el punto de llegar a preguntarse no pocas veces en este último año si sería capaz de superar el trauma que la desaparición de Ana representó para él. Una cuestión que sin duda ha estado muy presente a la hora de ceder el bastón de mando de Telefónica. Atendido, animado, tratado con auténtico mimo por sus hermanos y el resto de la familia zaragozana desde la muerte de su mujer, Alierta ha seguido, sin embargo, dedicando su esfuerzo a la gestión de una Telefónica que reclama en su dimensión todas las horas del mundo. Tratando de otear el futuro de un negocio maduro que se ha vuelto terriblemente complejo ante el avance avasallador de los reyes de las nuevas tecnologías de la comunicación, los Google, Apple, Microsoft, Facebook y demás.

Preocupado por el negocio de Telefónica y profunda, vitalmente concernido siempre por España y el futuro de este mediocre y a la vez brillante, este generoso y al tiempo canalla país que es España. Preocupado por el futuro de España. Ésta es quizá la faceta más llamativa de César Alierta, la diferencia abisal que le separa, le ha separado siempre, de esa tipología de empresario madrileño de vuelo corto preocupado con labrarse un acceso al Gobierno de turno para sacar provecho del Gobierno de turno, para hacer negocios a la sombra del Gobierno de turno. En efecto, entre las luces y sombras de un hombre, como tantos hombres, demasiado humano, destaca con luz propia su condición de patriota español. Patriota dispuesto a usar la palanca de su poder en beneficio de España, de la unidad de España, del progreso material de España y del bienestar colectivo de los españoles.

La dimisión, un enorme peso simbólico

Gente muy próxima a él solía reconvenirle, pero César, ¿por qué te metes en tantos fregados? ¿Por qué no dejas ese Consejo Empresarial de la Competitividad? ¿Es que no tienes suficiente con lo tuyo? ¿No te da bastantes preocupaciones Telefónica? Se las daba, y de sobra. Él sabe que como líder de la mayor multinacional española, su responsabilidad traspasaba los límites de su despacho, la frontera de esa gran empresa que desde los tiempos del gran Antonio Barrera de Irimo y sus “matildes” de alguna forma se mimetizó con España, para abarcar los de un país hoy azotado por todas las tempestades. Algún día se contarán los esfuerzos desplegados por Alierta tratando de convencer a Mariano Rajoy, por ejemplo, de la necesidad no solo de abordar las reformas económicas que la crisis estaba demandando, sino, lo que es más llamativo, las reformas políticas, incluso de reforma de la Constitución de 1978, que tantos millones de españoles están hoy reclamando. Con escaso éxito, por cierto, Sí, ya sé que esto escandalizará a más de uno. El empresario no suele tener buena prensa en España, y si es gran empresario, todavía menos, pero las cosas son así, porque así las he vivido.

Alierta representa la materialización del cambio en la cúpula de las grandes empresas de una generación de empresarios cuyo relevo no va a ser fácil

En la tarea de ocuparse de España, del problema planteado en Cataluña por el nacionalismo separatista, del problema planteado por la unidad de España, que es también la unidad de mercado, las dos caras de la misma moneda, Alierta gozó siempre del apoyo de otro hombre sorprendente en esta faceta, de un hombre tan poderoso, también, como Emilio Botín. Ambos trabajaron hombro con hombro en multitud de episodios que hoy permanecen en la sombra. La muerte de Botín significó la ruptura del tándem, un golpe bastante fuerte en tanto en cuanto le dejó solo en esa tarea, solo enarbolando la bandera de la representación de una clase empresarial cuyos intereses, en esta España sin urdimbre de sociedad civil fuerte, corren el riesgo de quedar ahora más arrastrados que nunca por el viento del populismo rampante.

La dimisión de Alierta tiene, por todo ello, un enorme peso simbólico. Representa la materialización del cambio en la cúpula de las grandes empresas de una generación de empresarios cuyo relevo no va a ser fácil, porque lo que viene, tanto en la gran empresa como en la gran política, parece un material de muchos menos quilates que el que se va. Alierta, en fin, ha sido y sigue siendo un hombre de consenso que se ha llevado bien con las dos Españas, la supuestamente de derechas y su réplica, la supuestamente de izquierdas; un hombre que no ha tenido un trato particularmente fluido con Mariano Rajoy. Su dimisión de la presidencia de Telefónica, como ocurriera en su día, si bien a otro nivel, con la de Juan Carlos I -en la que César Alierta tuvo tanto que ver-, marca el fin de una época y el comienzo de otra cargada de incógnitas para España y los españoles.

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