Cristóbal Montoro está crecido. A pesar del varapalo del déficit público del pasado ejercicio, un accidente que pareció sorprenderle porque él siempre pensó que España pasaría el corte del 4,2% del PIB con holgura, don Cristóbal se ha venido arriba, asunto o situación que tal vez tenga que ver con el convencimiento existente en las esferas del poder de que el mariscal de campo de la Hacienda española será ascendido al cargo de Vicepresidente Económico en caso de que el Partido Popular consiga volver a formar Gobierno tras el 26J, sea bajo la presidencia de Mariano Rojoy o de Soraya Sáenz de Santamaría, la famosa “muñeca asesina” que en la sombra ha llevado la manija en la pasada legislatura. Odiado por muchos, admirado por unos pocos y temido por casi todos, el titular de Hacienda reunió el jueves a los especialistas en información “macro” de la prensa de papel y les contó que si el PP continúa en Moncloa tras las próximas generales, los españolitos se encontrarán el próximo enero con la agradable sorpresa de un recorte de los impuestos que pagan por IRPF, así por las buenas, magia potagia, porque ustedes se lo merecen. El hombre que en diciembre de 2011 protagonizó el hachazo a los bolsillos de las clases medias con una subida de impuestos que no figuraba en el programa del PP y que hizo trizas el libreto liberal en materia fiscal promete ahora lo contrario cuando no parece haber margen alguno para ello y con los mismos argumentos, es decir, ninguno.
Montoro no va de solista en esta ópera con la que el PP ha logrado confundir al resto de aspirantes con los que se medirá en las urnas dentro de 3 semanas, que fue el propio presidente en funciones quien en entrevista concedida a FT habló de la posibilidad de tocar los impuestos a la baja, materia en la que días después abundó el propio ministro de Economía, Luis de Guindos. El equipo económico del PP presenta la rebaja fiscal –que sería gradual a partir de 2017 y se haría en dos fases hasta 2018- como imprescindible para impulsar el crecimiento económico y la creación de empleo. Más interesante aún: en Hacienda apuntan a la posibilidad también de actuar sobre las cotizaciones de la Seguridad Social, ese porcentaje de más que pagan las empresas por cada trabajador que contratan, convertido en auténtico impuesto contra la creación de empleo y que ningún Gobierno se atreve a tocar. No se sabe lo que piensa el comisario Moscovici, muy crítico con la rebaja fiscal de 2015 aprobada también en plena precampaña electoral y que tan decisiva resultó en el incumplimiento del déficit, pero es fácil imaginarlo. Bruselas ha amonestado a España por el fiasco, y tiene congelada la imposición de la correspondiente multa a nuestro país. Bruselas cree que es irresponsable abordar otra rebaja de impuestos cuando el país arrastra un desfase presupuestario tan importante y cuando los ingresos fiscales han caído casi un 2% durante el primer trimestre, pero el PP quiere ganar las elecciones.
Sorprende que el partido más votado del país, supuesto representante de la ortodoxia económica, se lance por los derroteros del populismo fiscal
Porque de eso se trata: de ganar unas elecciones que se presentan a cara de perro, aspiración tan alta, meta tan codiciada, que hace que los partidos en liza no reparen en dádivas a la hora de prometer montes y morenas. Admitiendo que estamos en campaña electoral, tiempo en el que cualquier exceso verbal resulta irrelevante, sorprende que el partido más votado del país, supuesto representante de la ortodoxia económica, se lance por los derroteros del populismo fiscal sin mayores explicaciones y sin demostrar que esa rebaja de impuestos es posible sin comprometer gravemente la estabilidad de las cuentas públicas. Con las cosas de comer no se juega. El Gobierno Rajoy vuelve a incidir en los mismos errores que enfangaron su política económica durante la legislatura 2012-2015, política orientada en la triple dirección de consolidar las finanzas públicas, víctimas de un déficit insostenible, abordar el saneamiento y reestructuración del sistema bancario, y poner en marcha reformas estructurales, con la laboral por bandera, destinadas a reducir los costes del ajuste e impulsar el crecimiento del PIB. El Ejecutivo, que mal que bien se aplicó a la tarea de sanear el sector financiero y mejorar el funcionamiento de los mercados, se quedó a medio camino –o lisa y llanamente fracasó, en opinión de muchos- en lo que a la consolidación fiscal se refiere.
Meter la navaja en el Estado del Bienestar
Porque su estrategia fiscal se basó en meter la tijera en los gastos corrientes y la inversión pública, básicamente infraestructuras, sin afectar a los programas estructurales, es decir, sin tocar el meollo del Estado del Bienestar, lo cual hace imposible reconducir las cuentas del Reino a una senda de sostenibilidad en el medio y largo plazo. En paralelo, se produjo la comentada subida deimpuestos en un contexto de recesión, lo que retrasó y restó fuerza a la recuperación. En definitiva, se aplicó una fórmula que nunca, en ningún sitio, ha servido para reducir de manera permanente el binomio déficit/deuda. Para empeorar más las cosas, el Ejecutivo volvió a tirar de nuevo del gasto corriente en 2014, al fiar la reducción del déficit a la incipiente recuperación económica. Si la política presupuestaria y fiscal hubiese sido rigurosa, como de forma más o menos explícita exigían los millones de españoles que le dieron la mayoría absoluta para que metiera al enfermo en quirófano y lo abriera en canal, una política basada en el recorte del gasto estructural y en la congelación y/o reducción de impuestos, el impacto expansivo de las medidas liberalizadoras y de saneamiento bancario hubieran contribuido a salir mucho antes de la crisis y a hacerlo con mayor vigor. Al no ocurrir lo primero, las demás reformas perdieron parte de su potencia.
En realidad estamos ahora mismo pagando las consecuencias del fracaso de la política de consolidación fiscal del Ejecutivo del PP, como demuestran las angustias causadas por un déficit público cuya desviación nos obliga a renegociar de rodillas con Bruselas, por no mencionar la dichosa multa ahora congelada, así como el crecimiento exponencial de una deuda pública convertida en la gran amenaza para la prosperidad de los españoles. En estas condiciones, resulta por lo menos chocante que el Gobierno en funciones hable de reducir impuestos en enero sin acompañar esa propuesta del correspondiente planteamiento global y sin un estudio detallado de cómo piensa reconducir déficit y deuda cuanto antes a esa senda de sostenibilidad. Sobre todo porque el horizonte se ha complicado mucho desde el punto de vista de la incertidumbre política: la resistencia social a cualquier propuesta de ajuste fiscal adicional a estas alturas de la película será extraordinaria, ajuste o austeridad que habría que descartar de plano en el caso de la llegada al poder de un Gobierno de centro izquierda con presencia en el mismo del marxismo podemita.
Resulta por lo menos chocante que el Gobierno en funciones hable de reducir impuestos en enero sin acompañar esa propuesta del correspondiente planteamiento global
No parece haber margen, pues, para los experimentos socialdemócratas de don Cristóbal. Si lo habría, empero, para el Gobierno de un partido liberal dispuesto a aplicar recetas que ya han funcionado incluso en España. Porque desde el punto de vista técnico sí sería posible bajar los impuestos directos (IRPF y cotizaciones a la Seguridad Social) y al tiempo cumplir los objetivos de déficit, a condición de que al mismo tiempo se suban los indirectos (la vieja polémica en torno al IVA, y la constatación de que España mantiene una imposición indirecta muy baja) y se aborde una reforma del gasto estructural o, como poco, que ese dinero no se utilice para nuevas subidas del gasto público. Que el Gobierno de turno no se lo gaste en vino, vamos. Al fin y al cabo eso fue lo que hizo el primer Gobierno Aznar entre 1996 y el 2000. La gente creyó que aquella bajada de impuestos iba en serio, era sostenible en el tiempo, de modo que la capacidad de ahorro reforzada de los españoles permitió relanzar el consumo y la inversión y hacer realidad el círculo virtuoso del crecimiento y la creación de empleo.
Bajar impuestos o recortar gasto público
Y ello porque las bajadas de impuestos tienen efecto sobre el crecimiento si resultan en un aumento de la renta permanente, es decir, si los agentes económicos, los consumidores, perciben que esa disminución impositiva es sostenible en el tiempo y, por tanto, se traduce en un aumento de su riqueza real. Que no es el caso que se nos presenta ahora. Dicho de otra forma, en presencia de un déficit público abultado, las rebajas impositivas sólo ejercen un impacto de estímulo si se ven acompañadas de un recorte del gasto público porque, en caso contrario, esos agentes económicos descuentan que será necesario subir los impuestos en un futuro no lejano para corregir el agujero presupuestario y, por tanto, no invertirán ni gastarán más. El libreto no admite, pues, lugar a engaños: rebajas de impuestos sí, siempre y cuando vayan acompañadas por un recorte del gasto público.
Cualquier Gobierno futuro cuya política económica se aleje del cumplimiento a rajatabla del objetivo de déficit vía recorte del gasto, que no profundice en las reformas estructurales que el PP ha dejado a medias, y que no extienda la agenda reformista a otros mercados e instituciones, solo conseguirá llevar a España y a los españoles a un callejón sin salida. No parece haber espacio ni para gastar más ni para subir la fiscalidad. Mucho menos para crear empleo público como pretende el insensato de Pedro Sánchez. Si queremos de verdad reforzar el crecimiento y crear empleo será necesario volver a la senda reformista marcada por la estabilidad presupuestaria y la introducción de cambios en el marco de las instituciones económicas y en la regulación de los mercados. El premio de hacerlo así puede ser gordo: convertir España, a pesar de todas las corrupciones, a pesar de todas las locuras nacionalistas, a pesar de todos los pesares, en el país refugio de la inversión internacional. El precio de no hacerlo así también sería alto: ver interrumpida la recuperación para instalarnos en un escenario de crecimiento débil sin creación de empleo. Los españoles deben saber lo que se juegan el próximo 26 de junio.
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