Análisis

Europa ya tiene su guerra

   

Los recientes atentados de París. La frialdad, brutalidad y discrecionalidad con la que los terroristas dispararon indiscriminadamente a civiles inermes sin mostrar la menor conmiseración ha enardecido a las sociedades europeas. Ante este tipo de atentados, que, además, son difícilmente predecibles, el ciudadano común se siente indefenso. No existe en Europa el derecho individual a portar armas, son los Estados los que tienen el monopolio de la violencia. De ahí que la opinión pública vuelva su mirada hacia los gobernantes exigiendo que refuercen la seguridad interior, con todas las contraindicaciones que para la libertad ello conlleva, y también –y he aquí la novedad en lo que a Europa respecta– actúen con contundencia más allá de nuestras fronteras.

Sin embargo, a día de hoy, y el que diga lo contrario miente, nadie sabe de qué manera puede satisfacerse cabalmente la segunda exigencia; ni los políticos, siempre con un ojo puesto en las encuestas, ni los expertos, huérfanos de casos de éxito de intervenciones anteriores, están en disposición de responder a la gran pregunta de manera satisfactoria. La única certeza compartida, pero por el momento parece que ignorada, es que Estados Unidos ya no está dispuesto a librar nuestras guerras. Y no ya Francia en solitario, sino Europa en conjunto no tiene los recursos materiales, humanos y económicos para acometer grandes aventuras bélicas.

Ninguna sociedad puede protegerse sin que al menos una parte de sus jóvenes decida motu proprio poner su vida en juego para defenderla

Pese a ello, la intervención exterior, es decir, la guerra (llamemos a las cosas por su nombre) parece imponerse a la hora de proporcionar una justicia inmediata y balsámica. Precisamente por ello, para evitar embarcarnos en una aventura cuyos costes a largo plazo pueden ser inasumibles, los líderes políticos y los creadores de opinión deben evitar cometer viejos errores, como cuando, en palabras de Zweig, hasta los filósofos explicaban la guerra como un benéfico baño de aguas ferruginosas que guardaba del decaimiento a las fuerzas de los pueblos.

No se trata de negarse en redondo a dar un paso al frente, ni de adoptar una actitud esquiva o, como vulgarmente se dice, cobarde. Ni tampoco caer en la necedad de Bertrand Russell, cuando en 1937 declaró que "la Gran Bretaña debiera desarmarse, y si los soldados de Hitler nos invadieran, debiéramos acogerlos amistosamente, como si fueran turistas; así perderían su rigidez y podrían encontrar seductor nuestro estilo de vida". No, no es el buenismo sino la racionalidad y la visión de largo plazo. Si la única alternativa para conjurar la amenaza del Estado Islámico (EI) es combatir a los yihadistas allí donde se encuentren, estén en Siria, Irak o Libia, que así sea. Pero no tomemos las decisiones en caliente, porque hacerlo nos llevará a dar por buenas estrategias disparatadas, que no sólo resultarán inconsistentes o rebasarán nuestras capacidades sino que terminarán siendo contraproducentes. Y tal vez en lugar de aniquilar a nuestro enemigo lo fortalezcamos, mientras nosotros nos habremos debilitado.

La guerra exige un gran esfuerzo

La guerra no es ninguna broma. Se sabe cuándo empieza pero no cuándo termina. Por lo tanto, exige un gran esfuerzo que ha de mantenerse en el tiempo. Por ejemplo, la intervención internacional en Afganistán se ha cobrado un coste enorme, no sólo en vidas humanas, sino también en recursos económicos. A finales de 2013 (12 años después del inicio de la aventura), sólo EEUU había gastado 645.000 millones de dólares en esta campaña. Y eso a pesar de que, inicialmente, bastaron poco más de tres centenares de efectivos de las Fuerzas Especiales, un puñado de agentes de la CIA y 15.000 soldados afganos para derrotar a un ejército de 60.000 talibanes en poco más de dos meses. Y todos nos las prometíamos muy felices.

Y es que ganar una guerra es relativamente sencillo, cuando la tecnología y los recursos materiales y humanos acompañan. Pero el triunfo militar es el espejismo de la victoria. Ganar la paz es otra cosa. Reconstruir la región donde se han librado los combates y proporcionar seguridad de manera permanente, para evitar, entre otras cosas, que los yihadistas proliferen como las setas, es una tarea ardua, en ocasiones desesperante, que requiere tiempo, determinación y recursos, tres ingredientes que suelen ser incompatibles con las egoístas agendas de los políticos, siempre propensos a girar cual veletas en la dirección de las encuestas, y también antagónicas con las impresionables sociedades occidentales, tanto o más inconsistentes que sus gobernantes.

No tomemos las decisiones en caliente, porque hacerlo nos llevará a dar por buenas estrategias disparatadas

Para derrotar al Estado Islámico y liberar los territorios ocupados, la estrategia del raid aéreo se ha demostrado insuficiente. De hecho, EI ha seguido ampliando sus dominios pese a los intensos bombardeos. Y la población local asocia a Occidente con el zumbido previo a un estallido. Sólo la combinación de los ataques aéreos con el empleo de tropas terrestres puede obligarles a retroceder y retirarse de forma permanente. Esa es la estrategia que Rusia y el Ejército de Al Asad están empleando sin ninguna sutileza en forma de guerra total, lo que ha elevado el sufrimiento de la población siria a cotas inimaginables y agravado las avalanchas de refugiados. Para aplicar esta estrategia, pero en su vertiente más benigna, es decir, mediante objetivos seleccionados y acciones rápidas y certeras, Europa necesita o bien encontrar aliados fiables sobre el terreno, o bien enviar sus propias tropas. Lo primero ya lo han intentado los norteamericanos, pero dado que a diferencia de Afganistán las facciones rebeldes, contrarias tanto a Al Asad como al IE, están demasiado fragmentadas, han fracasado en el empeño de constituir un contingente local significativo.

Los costes humanos son permanentes

Por tanto, queda la segunda opción: intervenir con nuestras tropas terrestres. Y aquí hay que tener presente que los costes humanos de una guerra son permanentes. No se extinguen con la victoria o con el fin de las hostilidades, sino que permanecen en el tiempo, como una losa con la que la sociedad ha de cargar durante décadas. Así, por ejemplo, tras las intervenciones en Irak y Afganistán, el Departamento de Defensa norteamericano eleva a más de 270.000 el número de excombatientes que sufren lesiones cerebrales de mayor o menor grado. Y el Departamento de Asuntos de los Veteranos calcula que uno de cada cinco veteranos sufre estrés postraumático, cifra que alcanzó los 300.000 hace años y hoy ronda ya los 500.000. En conjunto, bastante más de un millón de excombatientes han pasado por los hospitales, de los cuales la mayoría habrá de recibir tratamiento de por vida. Los costes económicos para el Tesoro son enormes y lo peor es que lo seguirán siendo durante muchas legislaturas. De los sociales, ni hablamos. No debería extrañar pues que EE.UU., con Obama y sin Obama de presidente, se haya vuelto contrario a desplegar tropas sobre el terreno, sobre todo viendo los resultados de unas campañas que han consumido ingentes recursos materiales, y convertido a más de un millón de jóvenes en la flor de la vida en viejos prematuros o inválidos.

Ninguna sociedad puede protegerse a sí misma sin que al menos una parte de sus jóvenes decida motu proprio poner su vida en juego para defenderla. El sacrificio personal en defensa de la comunidad es algo universal. Esa entrega sin reservas es elogiada en infinidad de mitos y leyendas que las sociedades graban en piedra para que las nuevas generaciones tengan constancia de las gestas y sacrificios realizados por quienes las precedieron. Desgraciadamente, este sentimiento puede ser manipulado por los líderes políticos al calor de las emociones pasajeras. Por eso debemos velar para que este valioso recurso no se desperdicie en vano. Y si hay que emplearlo, sea con todas las garantías. Porque si decidimos dar el paso, la mayor traición que podemos cometer contra aquellos que combatirán en nuestro nombre es el arrepentimiento.

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