George Packer, en su muy recomendable El Desmoronamiento (Ed. Debate), cuenta cómo a Barack Obama, “sin experiencia de gobierno y novato en el campo de las finanzas”, no se le ocurrió mejor idea nada más llegar a la Casa Blanca que ofrecer el puesto de secretario del Tesoro a un Robert Rubin que no solo había visto inflar desde la cúpula de Citigroup la burbuja de las subprime, sino que había participado en ella, y a quien “la mitad del país quería ahorcar” por aquel entonces, en opinión del articulista del New Yorker. “No hacían falta más pruebas de que la elite, la misma que Clinton había invocado aquella noche en su despacho personal, emergería del desastre incólume. El establishment podría estrellarse una y otra vez y sobreviviría, prosperaría incluso. La elite hace trampas, como los casinos, pero una vez que accedes a ella tienes que hacer algo espectacular para que se te despoje de tu condición…” La elite española de los negocios puede hacerlas gordas, puede tejer y destejer a su antojo, pero a menos que se le ocurra poner en cuestión la propia nomenklatura (como ocurrió con el caso Mario Conde), muy raramente se verá descabalgada del machito, antes al contrario es probable que prospere en la tormenta.
Alguien dirá que eso no es del todo cierto después de que a un puñado de jueces, partícipes del escándalo social provocado por casos con el de las tarjetas opacas de Caja Madrid, haya decidido tirar por la calle de en medio empapelando a prohombres tan notorios como Rodrigo Rato et al. En medio del clima de cambio provocado por la presencia en el banquete del Poder de un comensal (Podemos) que no estaba invitado, en las mismas barbas de esos jueces justicieros, esta semana hemos sido testigos de una de esas operaciones político-empresariales típicamente españolas en las que se mezcla en un totum revolutum lo público y lo privado, la voluntad del Gobierno y los intereses de los grandes empresarios, y el desprecio a las leyes del sacrosanto mercado, por no hablar de los derechos de accionistas y consumidores en general, una de esas operaciones, digo, que recuerda como dos gotas de agua otras tantas habidas en el pasado reciente de nuestra sedicente democracia (la venta de Endesa a la italiana Enel, o el asalto al BBVA por parte de Sacyr con respaldo del Gobierno Zapatero): el relevo de Javier Monzón en la presidencia de Indra.
Una operación en la que es difícil, si no imposible, encontrar un hombre justo, alguien a quien salvar de la quema, porque todo huele a manipulado y podrido
Una operación en la que es difícil, si no imposible, encontrar un hombre justo, alguien a quien salvar de la quema, porque todo huele a manipulado y podrido. Todo se ha precipitado por la inminencia de las elecciones generales, una circunstancia que pudo hacer pensar al propio Monzón en la posibilidad de salvar finalmente su cabeza después de soportar el asedio al que fue sometido desde la llegada al poder del PP. Porque ocurre que Monzón no es de los nuestros, es de los suyos, y sucede también que está al frente de Indra desde su fundación, 22 años ha, habiendo superado Gobiernos de González, de Aznar y Zapatero, 4 millones de salario anual, avión privado, empresa pintona, y coño, es que nosotros somos gilipollas: cuando ganan ellos se cepillan a todo PP que encuentran por delante; en cambio, nosotros no matamos ni a una puta mosca (conversación reciente entre “peperos” con ganas de pillar), que eso es España desde Romanones a esta parte o incluso antes, el absurdo, el agotador odio entre rojos y azules que esta semana denunciaba la catedrática de Ética y Filosofía Política Adela Cortina: “tendemos a dividirlo todo de antemano entre carcas y progres, y eso hace imposible el diálogo”. Carcas o progres, derecha o izquierda, ellos o nosotros. “La partidización de la vida pública hace imposible el diálogo, y sin diálogo no hay democracia”.
Desde la llegada de Pedro Morenés al ministerio de Defensa, Indra y Monzón se vieron sometidos al cerco de un diseño estratégico según el cual la tecnológica debía convertirse en núcleo de una eventual industria militar destinada a revitalizar y fortalecer la industria nacional de Defensa. Conviene aclarar que solo el 8% de la facturación de Indra, empresa cotizada en el mercado de valores, con el 65% de su capital en manos de inversores institucionales extranjeros, procede del sector Defensa. Tras el bello decorado de ese supuesto diseño lo que de verdad se puso en marcha fue una operación derribo (“Operación Vainilla”) de Monzón lanzada desde el ministerio por el propio Morenés y su segundo, el secretario de Estado de Defensa, Pedro Argüelles, que parece no haber hecho otra cosa que conspirar en este tiempo, el ex ministro de la cosa durante el Gobierno Aznar Eduardo Serra, y de ese personaje un tanto pintoresco que es Antonio Hernández Mancha, ex presidente de Alianza Popular. Este Serra, ahora presidente de la Fundación Everis, es el mismo que en Noviembre de 2010 entregó al Rey Juan Carlos el informe “Transforma España”, en el que 100 grandes expertos y empresarios planteaban “una regeneración económica, social y política, ante la muy grave y preocupante situación de España”.
Operación del “crony capitalism” hispano.
Que el asunto iba en serio se concretó cuando en agosto de 2013 el Estado, a través de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (Sepi), se gastó sus buenos 300 millones en comprar el 20% del capital de Indra que estaba en manos de Bankia, operación que se colgó en la percha del interés público por “asegurar la españolidad” de empresa tan estratégica como la citada. Más difícil de entender aún es que Morenés lograra en pleno agosto pasado arrancar al Consejo de Ministros la decisión de adjudicar a su Ministerio los derechos políticos de ese paquete, un asunto con tintes de escándalo. La operación de asedio comandada por Argüelles y Serra, con Morenés en la sombra (¿estaba pensando el elegante aristócrata en su plan de pensiones?), temeroso tal vez de dejar demasiado pelo en esa gatera, llenó durante meses los medios con los detalles de una de las operaciones más sórdidas de las emprendidas por el crony capitalism hispano: los planes del trío apuntaban a tomar el control, aligerar plantilla y trocear la empresa para vender las piezas al mejor postor, si es que antes no se vendía entera a un gran grupo tecnológico yanqui, dadas las “excelentes relaciones” que tanto Serra como Argüelles, por no hablar de Hernández Mancha, mantienen con el sector Defensa USA y la propia CIA norteamericana.
En pleno ataque de desesperación, Hernández Mancha pidió audiencia y fue a ver a Rajoy: “quiero un interlocutor en SEPI que no sea el borde de Ramón Aguirre”
Todos estos detalles, y otros más sórdidos, eran filtrados con regularidad por las huestes de Monzón, que con el mismo denuedo que los asaltantes buscaban protección en Moncloa –y la conseguían-, alimentando esa industria del lobby convertida en una auténtica especialidad española: en una economía intervenida donde poco o nada se puede hacer sin el favor del Gobierno de turno, los vendedores de protección oficial hacen su agosto. Y de hecho, hasta hace unas pocas semanas en Indra se mostraban convencidos de que la Operación Vainilla estaba caducada de fecha. En pleno ataque de desesperación, Hernández Mancha pidió audiencia y fue a ver a Rajoy: “quiero un interlocutor en SEPI que no sea el borde de Ramón Aguirre”. Respuesta a la gallega: “habla con Montoro, que además es el jefe de Aguirre”. Pero el de Hacienda volvió a darle calabazas: “Yo no defiendo a Monzón, pero lo que no puedo hacer es permitir que SEPI se apunte 70 millones de pérdidas a cuenta de la caída de la acción [de Indra], porque podría terminar en los tribunales”.
Hasta que al final saltó la sorpresa, y una operación que parecía estancada, casi perdida -a pesar de los malos resultados de 2014 y del castigo en Bolsa- para los listos de Defensa y sus amigos en vista del poco tiempo disponible -apenas 10 meses para las elecciones generales-, se ha desatascado precisamente por eso, porque Juan Carlos I, el gran valedor durante décadas de Javier Monzón, ya no está en el trono, ya no manda o manda poco y nadie le escucha, y porque quedan 10 meses, porque el tiempo se echa encima y corríamos el riesgo de dejar Indra como un regalo en manos del “enemigo”, sea PSOE o Podemos, en caso de derrota electoral, de modo que alguien en Moncloa ha decidido dar el golpe y sacar tajada. Son las cosas que tiene esta peculiar democracia española: es la determinación –este mismo viernes- de presentar con pífanos y tambores el enésimo relanzamiento de la famosa “operación Chamartín”, el sueño pantagruélico que el Dios del ladrillo hispano soñó un día como el pelotazo del siglo, no sea, repito, que nos demos la torta en las generales y el eventual caladero promisorio de millones sin cuento que era, tiene que seguir siendo, el citado desarrollo, se nos vaya por el sumidero de la frustración.
César Alierta como deus ex machina
Todo se ha resuelto por la irrupción en el campo de batalla de un peso pesado como Telefónica, dispuesto a jugar un papel activo, ¿per sé y para sé? ¿En nombre propio y sin interferencia gubernamental? Dice el dicho que la casualidad es un plato que cocinan los listos para empacho de crédulos e ignorantes. César Alierta ha sido el auténtico deus ex machina de esta especie de tragedia cómica española. Él ha sido también, porque cuando se hace un favor se hace completo, quien ha colocado al frente de Indra a Fernando Abril-Martorell, uno de esos ejecutivos siempre dispuestos a saltar de empresa en empresa con sueldos espléndidos, considerados como están como parte esencial del atrezzo del establishment. El cerco a Indra ha terminado en fiasco para los señoritos de Defensa, que se han visto privados de su presa tras muchos meses de baldío ir y venir.
Y fue Alierta quien acabó por vencer las reticencias de un Monzón (tras 22 años en Indra, ha creado una multinacional que hoy factura cerca de 3.000 millones, vende en más de 40 países y emplea a más de 40.000 personas, aunque sigue siendo un pigmeo comparada con las grandes empresas del sector a nivel mundial) a quien, más que una resistencia sin horizonte de futuro, le convenía irse a casa con una indemnización cercana a los 15 millones, una de esas indemnizaciones que en una época como la actual producen bochorno, por muy reconocida en su relación contractual y muy aprobada por el Consejo que esté, y que reclaman una refundación de los pilares de la empresa sobre la base de la simple decencia y, si me apuran, del sentido común. Los secretos de Indra, el ir y venir entre Palacio y Alcobendas, las comisiones, tantas cosas, quedan a buen recaudo con Abril-Martorell en la presidencia. Operación que no tiene un pase en términos de sociedad abierta y democrática. Cosas de esta España que, a pesar de todas las tormentas que se ciernen sobre ella, se niega a cambiar. ¡País!
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