El reciente fracaso en la investidura de Mariano Rajoy ha sumido en honda preocupación a círculos de la élite política, económica y mediática. Mucho menos a la gente corriente a pesar de esa alarma que, en tono rayano en el milenarismo, afirma que España se encuentra bloqueada por no poder formar gobierno. Menos lobos. El fracaso no es más que la señal de un problema mucho más profundo, el mero síntoma de una grave enfermedad que aqueja desde hace muchos años a nuestro sistema político.
Relájense. No es tan preocupante que el gobierno permanezca en funciones durante una temporada, al menos en España. Habría que prorrogar el Presupuesto actual pero... ¿alguien puede garantizar que se aprobaría otro menos malo que el presente? ¿O que esta vez, para variar, se cumpliría? El ejecutivo no podrá impulsar nuevas leyes pero... ¿de verdad son necesarias en un país con avanzada artrosis hiperlegislativa? No viene mal una pausa, un descanso para la desgastada manivela del BOE cuyo vertiginoso giro condujo a una enorme complicación de requisitos y normas.... para regocijo de asesores y picapleitos. Poco puede perjudicar una leve dosis de Fortasec para esa abrumadora diarrea legislativa que produce flojera al sufrido ciudadano mientras engorda a múltiples grupos de presión.
Como señaló Georges Clemenceau refiriéndose a Argentina: "el país crece gracias a que sus gobernantes dejan de robar cuando duermen"
Hay ventajas en un gobierno con ataduras. Proverbial ejemplo histórico es la creación de los Bancos Centrales independientes, que no tuvo motivación económica sino política. Se trataba de restar atribuciones a gobernantes irresponsables, retirar de su mano el control de la política monetaria, evitando esa secular tentación de emitir demasiado dinero para financiar el gasto incontrolado. Y resultó eficaz para prevenir las incontroladas escaladas de precios.
Selección perversa de los dirigentes
Paralelamente, aunque sea de manera transitoria, la interinidad actúa como un freno que impide al gobierno amontonar leyes absurdas, incrementar favores y prebendas, gastar de manera creciente o cambiar tan a menudo las reglas del juego. Como señaló Georges Clemenceau refiriéndose a Argentina: "el país crece gracias a que sus gobernantes dejan de robar cuando duermen". Puede que nuestros dirigentes no duerman todo lo deseable pero la interinidad los mantiene en hibernación, establece un obstáculo a sus caprichos en un país donde existen pocos límites y cortapisas al ejercicio del poder. Y donde los políticos crean muchos más problemas de los que resuelven.
El verdadero bloqueo no se encuentra en el parlamento sino en los propios partidos. En su estructura rígida, cerrada, en sus nefastos sistemas de selección de los líderes, que conducen a una exacerbada mediocridad. Nuestro sistema político no escoge a los gobernantes por su mérito; ante la imposibilidad de voto a candidatos individuales, son los partidos quienes seleccionan, con criterios muy alejados de la excelencia, la formación o el esfuerzo. Y completamente ajenos a la honradez, la integridad o los principios.
Para medrar en las formaciones políticas son atributos apropiados la obediencia ciega, al menos en apariencia, la afiliación a una correosa facción, el oportunismo, la habilidad para la maniobra en corto, la inclinación a la trampa. O la capacidad para intercambiar favores con informadores y creadores de opinión. Los individuos cabales, honrados, idealistas, bien formados tienden a abandonar esos entornos regidos por la corruptela, la pobreza intelectual y la indignidad. Y cargos de enorme responsabilidad son ocupados por personajes incapaces, interesados, corruptos o malintencionados. Como consecuencia, los partidos son instrumentos que no tienen como objetivo perseguir el bien común o promover una política sana, sino favorecer los intereses de sus líderes.
Los partidos españoles se han convertido en agencias de reparto de prebendas y asignación de puestos
La inadecuada selección y la nefasta estructura de toma de decisiones conducen a una completa ausencia de mecanismos eficaces para relevar a los dirigentes, para reemplazarlos cuando la renovación, la introducción de savia fresca, de nuevos planteamientos, resultan convenientes. Es casi imposible apartar al líder de un partido cuando ha fracasado o, incluso, cuando supone un estorbo. Y, desgraciadamente, tampoco suelen existir recambios fiables.
No se van... ni con aguarrás
David Cameron perdió el referéndum en junio de 2016 y anunció inmediatamente su dimisión como primer ministro británico para el próximo octubre. Pero el partido eligió en julio una nueva líder, Theresa May, y Cameron abandonó instantáneamente el cargo. Con toda normalidad, uno se va y otra llega. Nadie es imprescindible. Aquí parece que sí. En lugar de grupos de personas que comparten una visión común, los partidos españoles se han convertido en agencias de reparto de prebendas y asignación de puestos. Y, como llegar a la cúspide no es cuestión de mérito sino de suerte, de encontrarse en el lugar adecuado en el momento oportuno − en el caso de Rajoy, haber sido favorecido por el dedazo de Aznar − y el poder implica ventajas, ganancias, canonjías, no una importante responsabilidad hacia los ciudadanos, los líderes no se van ni con aguarrás porque saben que es una oportunidad única para mantener una gran vida, un puesto muy por encima de su merecimiento. Llegar hasta allí es una carambola que no volverá a repetirse. Quien pierde el poder queda sin opciones de recuperarlo pues la potestas no es carismática, está desprovista de auctoritas: se basa en fidelidades personales interesadas que desaparecen inmediatamente cuando el susodicho se ve apeado del sillón.
Rajoy no quiso favorecer un gobierno de Pedro Sánchez, y éste tampoco permitió uno de su contrincante porque ello supondría el fin de sus liderazgos, perder la oportunidad de aferrarse al poder. Aunque hubiera sido óptimo un acuerdo entre ambos, no para gobernar a secas, sino para llevar a cabo las profundas reformas que España necesita, esas que hubieran reivindicado la política como un arte honorable, los beneficios personales y electoralistas volvieron a primar sobre los intereses generales.
En cualquier país serio, tras los reiterados fracasos, los cuatro líderes actuales habrían dejado paso a otros
En cualquier país serio, tras los reiterados fracasos, los cuatro líderes actuales habrían dejado paso a otros. O los partidos hubieran buscado rápidamente relevos. Aquí nadie se atreve a mostrar el más mínimo atisbo de crítica o discrepancia. Y no precisamente porque no exista cainismo y traición en las formaciones. Pocos sujetos son de fiar pero todos muestran un elevado grado de egoísmo y cobardía. Ninguno osa ser el primero en levantar la daga pues saben que será fulminado y, al igual que Bruto y Casio no alcanzaron el poder tras asesinar a Julio César, serán otros quienes se beneficien de su arrojo. Así, la estrategia óptima es esperar y esperar cruzados de brazos, mientras reiteran hipócritas declaraciones de apoyo al líder supremo.
Esa es nuestra gran tragedia. Debido a la deficiente estructura institucional, a los perversos incentivos generados, casi todos los que entran en política lo hacen para sacar tajada, para mantenerse en el sillón el mayor tiempo posible, para disfrutar de las mieles del poder. Pocos o ninguno para hacer lo correcto, aquello que dicta su conciencia. Sobra tacticismo, regate rápido, miopía y faltan principios sólidos, visión de estadista. Es esto lo que hay que resolver, con mucha más urgencia que formar un gobierno, cualquier gobierno y a toda costa. Porque es ahí donde se encuentra nuestra desgracia... el verdadero bloqueo de la política española.
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