“Vamos a abordar la suspensión de los efectos académicos de las evaluaciones de finales de la ESO y del Bachillerato hasta que concluyamos el pacto por la educación” (…) “hasta ese momento, la evaluación final del Bachillerato no será necesaria para adquirir el título y tendrá valor únicamente para acceder a la universidad”. Son frases textuales de Mariano Rajoy, pronunciadas en la mañana de este jueves desde la tribuna del Congreso con ocasión de su réplica al portavoz del PSOE, Antonio Hernando, que le acababa de pedir un compromiso para “paralizar ya” esas pruebas. Las cámaras de televisión enfilaron de inmediato al ministro de Educación, Iñigo Méndez de Vigo, sentado en las bancadas populares, cuya cara era un poema, un folio en blanco dominado por el pánico. Rajoy ha puesto el RIP a la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), un intento fallido de abordar un problema tan viejo y tan grave como es el de la Educación en España, y cuya estrella polar eran las dos reválidas (una al terminar la ESO y otra al final del Bachillerato) destinadas a homogeneizar en lo posible los niveles educativos de los jóvenes españoles por encima de las fronteras autonómicas. Adiós a las reválidas. Viva el aprobado general.
Nunca mejor aquello de que lo que mal empieza, mal acaba. La obra magna del ex ministro José Ignacio Wert y de su ex secretaria de Estado, entonces también novia y actual esposa, Monserrat Gomendio, agoniza entre el cabreo de la comunidad educativa y el estupor de los expertos, muchos y muy valiosos, que dentro de las filas del propio PP saben de la materia y con los que la pareja atómica no consensuó ni una línea. Cosas de la infinita soberbia de un tipo como Wert, a quien Rajoy premió después con la embajada española en París ante la OCDE, no sin antes haber premiado igualmente a la Gomendio como “secretaria general adjunta de Educación” en idéntico organismo. Una suerte. Y un chollo. Los dos viven ahora su idilio en la ribera del Sena con cargo al Presupuesto, mientras en España las calles de no pocas ciudades se llenaban este miércoles, mientras Rajoy desgranaba su discurso de investidura en el Congreso, con una marea supuestamente estudiantil que, bajo el patrocinio de Podemos y como ejercicio de calentamiento de las protestas contra el previsible nuevo Gobierno del PP, reclamaba el final de las polémicas reválidas.
El asunto es de enorme importancia. Por “reválida” entendemos un examen final externo –es decir, evaluado por personal docente no perteneciente al centro donde el alumno ha cursado estudios- y con carácter nacional, cuya aprobación debía resultar obligada para obtener un título, para acceder a una etapa de estudios superior (la universidad, por ejemplo), o para ambas cosas. Se trata de una prueba que se realiza en la mayoría de los países europeos (Alemania, Francia, Reino Unido, Suecia, Holanda, entre otros) al finalizar cada etapa educativa, llamada a jugar un papel esencial en la armonización de un sistema educativo tan poco vertebrador como el español (la Ley habla de “normalizar los estándares de titulación en toda España (…) asegurando una formación común y garantizando la validez de los títulos correspondientes”), y a tener un fuerte impacto en las decisiones académicas adoptadas por los estudiantes.
Todo al cubo de la basura, tras un anuncio como el de este jueves que no hace sino añadir caos al desbarajuste ya existente. Ahora mismo, las familias con hijos en trance de culminar la ESO o el Bachillerato no saben a qué atenerse. La incertidumbre es total. Méndez de Vigo lleva año y medio en el cargo y ni siquiera ha sido capaz de redactar la normativa de las citadas reválidas. Su fracaso es más que anecdótico, y el lío jurídico que introduce, morrocotudo. Por ejemplo, derogar las revalidas, parte esencial de la Ley, reclama como imprescindible aprobar otra Ley, con los trámites correspondientes. Uno piensa que, en realidad, Rajoy ha aprovechado la coyuntura para dejar en la estacada de una vez por todas un proyecto que ha puesto en evidencia la falta de agallas y la endeblez ideológica del PP. Según el libreto, el candidato a la presidencia del Gobierno pretende con el anuncio de este jueves dar cumplimiento a su pacto con Ciudadanos, por el cual se comprometía a paralizar los aspectos de la LOMCE que todavía no se hubieran implantado, y responde, Méndez de Vigo dixit, “a su voluntad de diálogo para alcanzar el Pacto Nacional por la Educación que está pidiendo la gente y dar seguridad durante 10-15 años a familias y docentes, mejorando la calidad del sistema educativo español”.
La izquierda educativa ha mordido pieza
Bla, bla, bla. Cobardía congénita. Abandonemos toda esperanza de que este país pueda tener un día no lejano un sistema educativo pensado para, desde la igualdad de oportunidades, educar a las nuevas generaciones en los valores del mérito y el esfuerzo, enaltecer la excelencia y propiciar un país económicamente rico, es decir, capaz de competir en un mundo globalizado, y culturalmente adulto. El ambiente social, particularmente en lo que atañe a la izquierda, es de asustar. Lo demuestran las declaraciones de un tal José Luis Pazos, presidente de la izquierdista CEAPA, una de las convocantes de las movilizaciones del miércoles, para quien el anuncio de Rajoy “no nos vale por insuficiente. A nuestros efectos nada ha cambiado: hemos pedido la eliminación de las reválidas y de los exámenes externos en general, y parece que ha escuchado solo a medias. A lo mejor no se han enterado de que rechazamos también las pruebas de diagnóstico en 3º y 6º de primaria y de que no las vamos a aceptar”. La izquierda ha mordido pieza, y no va a soltar hasta que tenga al Gobierno Rajoy contra la lona en esta materia como en otras. La izquierda española quiere dinero, más dinero para Educación, todo el dinero para Educación, y aprobado general. Es su idea de la “igualdad” en materia educativa. Suena muy fuerte, pero es así.
Y lo que sucede con la clase política ocurre también con no pocas familias. Esta es una sociedad muy enferma: padres que no quieren ningún esfuerzo para sus hijos, que rechazan de plano los exámenes, que denuncian como perversos los deberes, que colaboran eficazmente en la progresiva pérdida de autoridad del profesorado en las aulas… Lo explicaba muy bien días atrás Benito Arruñada, catedrático de la Pompeu Fabra. “Como hijos y nietos únicos, a menudo tardíos, han disfrutado de un enorme poder negociador. La fuerza de los niños y la debilidad de los padres favorecen un “equilibrio” de normas sociales de alta permisividad y consumismo juvenil; normas que probablemente han sido arropadas, que no causadas, por las falacias pedagógicas de los años sesenta. Me refiero a falacias como la visión negativa de todo castigo y competencia; la necesidad de contener el esfuerzo y educar en el disfrute; la marginación del ejercicio de la memoria y el sacrificio; el énfasis en que la responsabilidad es principalmente social y, por tanto, ajena; y la supresión de reválidas y cursos selectivos”. A los padres responsables solo les queda un camino: la senda individual de buscar por su cuenta aquellos centros privados capaces de educar a sus hijos en la excelencia, lejos del gregarismo que amenaza a muchas generaciones de jóvenes españoles, particularmente a los hijos de familias pobres. Es lo que quiere la izquierda española: analfabetos perrofloautas. Toca, pues, rascarse el bolsillo en la búsqueda de soluciones individuales. Todo lo demás es pedir peras al olmo. Esto está perdido.
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