La sorprendente y rápida convocatoria de la sesión de investidura para el 30 de agosto ha puesto un final inesperado a las larguísimas tácticas dilatorias de Mariano Rajoy. Todo el esfuerzo desplegando por el presidente en funciones desde que comprobó que los españoles no le habían dado suficientes votos para repetir mandato, se ha dirigido a ocultar su incapacidad para lograr la investidura. Hay que reconocer que ha derrochado constancia, cierto ingenio, y una gran capacidad para conseguir que el público se fije en el pajarito mientras se lleva a cabo el truco, aunque, hasta ahora, no parecía haber encontrado los 176 votos que necesita para que su creencia en haber ganado las elecciones se convierta en algo más sólido que un puro deseo. ¿Los tiene ahora, o simplemente busca adelantar las siguientes elecciones con el convencimiento de que le irán mejor que las de junio?
Rajoy ha venido tropezando con un obstáculo en el que aparentemente nunca había reparado, concretado en el procedimiento que taxativamente establece la Constitución para hacerse con la cabeza del Ejecutivo, y aunque ha hecho esfuerzos titánicos para olvidarlo, ese texto pendía sobre su cabeza como un enorme NO a sus pretensiones.
El discurso del bloqueo
Rajoy ha tenido un acierto indiscutible, fruto de su sagacidad pero también de las obvias carencias ajenas, al consagrar un escenario político que se ha dejado definir como “bloqueo”, que es la forma en que decidió denominar lo que no es sino la constatación de su incapacidad para articular una mayoría suficiente. Resulta ciertamente curioso que el gallego esté ganando la batalla donde debiera tenerla más perdida: la del lenguaje político. Porque nadie habló nunca de “bloqueo” en las ocasiones, alguna muy reciente, en que el PP negó su apoyo al candidato Pedro Sánchez. Con todo, el mantra del bloqueo no hubiera tenido éxito si, previamente, no hubiera logrado imponer dos mensajes equívocos: la victoria electoral del 26 de junio, cuando lo conseguido por el PP no pasó de 137 escaños de una Cámara de 350, por un lado, y la condición providencialista del propio Rajoy como garantía de la imprescindible “gobernabilidad” y “estabilidad” del país. Dos equívocos que contribuyen decisivamente a socavar lo poco que va quedando del sistema de monarquía parlamentaria liberal-democrática que en su día nos dimos, y que echan raíces en el sempiterno caudillismo electoral de la derecha.
Resulta ciertamente curioso que el gallego esté ganando la batalla donde debiera tenerla más perdida: la del lenguaje político
Rivera, desbloqueador al rescate
Seducido por la oportunidad de jugar un papel decisivo, Ciudadanos se ha lanzado a rescatar a Rajoy de sí mismo. La operación ha resultado vistosa, porque, tras unos momentos de regocijante desconcierto general, provocados por ese vicio tan característico del personaje –el famoso “marianismo”- consistente en decir una cosa y su contraria, según convenga, en apenas una semana, los acontecimientos han adquirido una velocidad inesperada, de modo que cuando don Mariano parecía dispuesto a torear una vez más a don Alberto, se aviene a reunirse con él y dice aceptar sus condiciones, aunque, conforme a su libro de estilo, sembrando el camino de un número suficientemente alto de equívocos, ambigüedades y anacolutos, para, inopinadamente, culminar con la fecha de investidura que la servicial Ana Pastor ha servido al carismático líder en bandeja.
¿Qué ha pasado aquí? Rajoy no ha sido capaz de ningunear a Rivera, como se dio por descontado tras la infumable rueda de prensa posterior al Comité Ejecutivo popular, y como tampoco podía confesarse obligado a ir a la investidura, muy probablemente ha optado por cambiar de posición de la noche a la mañana para cargar toda la presión sobre Pedro Sánchez, según anunciaba Marhuenda en La Razón, que de estas cosas sabe un rato.
Cómo evitar las cuartas elecciones
Si Rajoy no resulta investido, la sesión se convertirá en un alegato contra Sánchez por amargar la Navidad a los españoles, y en un mitin de inicio de campaña. El gallego dispone de bazas que le animan a arriesgarse: en primer lugar, el partido está mucho más unido en torno a su figura que lo estuvo nunca el mismísimo Consejo Nacional del Movimiento, es decir, que el Franco que pretendió dejarlo todo atado y bien atado resultó ser al final un mero aprendiz en comparación con su paisano; en segundo lugar, buena parte de los medios de comunicación se van a mostrar unánimes en la condena al díscolo Sánchez por el esperpento. Por si ello fuera poco, a Mariano siempre le quedará el “expediente Podemos” para volver a meter el miedo en el cuerpo a sus atribulados votantes. Ahí no acaba todo, porque el depredador de Pontevedra aspira a devorar a Ciudadanos, un partido con electores pero sin horizonte claro, un pastelito que espera deglutir sin grandes esfuerzos, una vez que haya conseguido demostrar que votar “naranja” solo sirve para hacerle presidente. Y si algo no funciona según el plan maestro, a por las cuartas.
Si Rajoy no resulta investido, la sesión se convertirá en un alegato contra Sánchez por amargar la Navidad a los españoles
Así pues, parece evidente que la única forma de evitar nuevas elecciones generales consiste en rendirse ante Rajoy, de modo que la oposición se desvanezca, el PSOE se haga marianista, y nadie ponga peros a quien tanto ha hecho por nuestra felicidad y tanto está dispuesto a seguir haciendo.
La resurrección de Pedro Sánchez, e Iglesias, el oportuno
Salvo pacto extraño que ahora no se adivina, todo indica que Rajoy intenta que le compremos una mercancía tan discutible como que o se le inviste a él o las terceras elecciones serán inevitables. Las eventuales a celebrar el 25 de diciembre, aparte de una broma de mal gusto que indica el escaso respeto que el personaje tiene a los votantes, entrañan un alto riesgo por motivos varios, el más obvio de los cuales, pero no el único, radica en el hastío de los electores. El candidato del PP no va a tener tiempo para resucitar el fantasma de Iglesias, lo que hace difícil que se pueda repetir esa situación de pánico entre las clases medias que tanto contribuyó a acrecentar sus apoyos el pasado 26 de junio. Ahora que Juan Español sabe que eso no ha sucedido, ni es verosímil que pueda suceder, puede que los que le acarician el oído se equivoquen, una vez más, y que sus mejoras no resulten tan apoteósicas como esperan.
Pedro Sánchez está aguantando con cierta dignidad una campaña en contra realmente espectacular, hasta el punto de que si consiguiera salir vivo, que no es fácil, podría llegar a recoger en forma de votos los frutos de tanto descalabro. Su “no” a Rajoy, además de responder a una lógica tan simple como implacable, es seguramente la forma más eficaz de recuperar lo que el PSOE ha perdido entre esa izquierda que hoy se siente en total orfandad. Claro es que tendrá que evitar verse arrastrado por alguna nueva jugarreta oportunista de un Iglesias moribundo, siempre dispuesto a mecer la cuna en el sentido que más conviene a los planes rajoyescos, ello después de haber arruinado en la legislatura pasada la única oportunidad real de un Gobierno distinto. Sánchez no debiera perder de vista que sus votantes –como gran parte de los de Rivera, por cierto- no desean que haga posible un Gobierno presidido por Mariano Rajoy, por mucho que les moleste la posibilidad de tener que volver a votar el mismísimo 25 de diciembre.
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