La superioridad moral con la que se mueven estos días los catalanistas, que se ríen de la legalidad y de las instituciones, que diseñan un golpe de Estado a cámara lenta mientras los partidos de ámbito nacional intentan alguna componenda, es un buen ejemplo de lo que es nuestra historia contemporánea. Es lo mismo que oír a Urkullu hablar de “conciliar el derecho democrático con el de legalidad”, como si no sucediera ya. Los nacionalismos catalán y vasco siempre han traído en jaque a la libertad en España, desde que sus oligarquías respectivas percibieron que el Estado de la Restauración se fortalecía con un turnismo que funcionaba en torno a una Corona apolítica. La coartada para la reivindicación constante, el victimista “Espanya ens roba”, fue la transformación de un regionalismo cultural en independentismo.
Hoy el nacionalismo español no existe. Lo mataron en el siglo XX
El nacionalismo español no existe
Pero hoy el nacionalismo español no existe. Lo mataron en el siglo XX. Primero fueron los regeneracionistas, aquellos hombres del 98 que despreciaron la idea de España, y dijeron que la nación, decadente, atrasada, de sacristía y azadón, era un fracaso sin casi solución. La española era una raza inferior, incapaz de modernizarse, ni comparación alguna con las europeas. Era necesario un vuelco, decían, a golpe de cirujano de hierro o de dictadura socialista, cualquier cosa menos esa calma chicha. El franquismo dio el segundo mazazo al nacionalismo español al apropiarse de los símbolos y recrear una idea de España atada a Roma, los visigodos, el catolicismo, la “luz de Trento y martillo de herejes”, liderada por un caudillo. El resto, los que no comulgaban con ese relato histórico pergeñado para justificar la dictadura, era la “antiEspaña”.
Tampoco había calado el nacionalismo de Azaña, ese republicanismo cívico impostado e importado de Francia, que quería enlazar con una voluntad nacional inmemorial, tras la cual se escondía la negación de la otra parte de España. Y las izquierdas, tan españolistas durante la Guerra Civil y el exilio, dieron paso a una generación de progres que entendió que rechazar “lo español” era hacer oposición a Franco. Unas izquierdas, además, imbuidas de aquel “derecho de autodeterminación” leninista puesto en boga en la década de los 60, que creía que la liberación de las naciones sin Estado iba unida a la victoria del proletariado. Así lo dijo el PSOE en el Congreso de Suresnes de 1974. Muerto el dictador, otorgaron a los nacionalistas vascos y catalanes la vitola de auténticos demócratas, cuando en realidad no eran más que unos populistas autoritarios que se aprovecharían de la debilidad institucional para sacar el mayor provecho posible. Eso pasó entre 1977 y 1979, como ya sucedió en 1931 y 1932. Las autonomías fueron el falso calmante de unos nacionalistas que solo ansían la independencia.
Las autonomías, su dictadura
Fue entonces, en la Transición, cuando se coló en el Zeitgeist, en el espíritu general del momento, que aquellos nacionalismos debían ser resarcidos por una opresión histórica, y que les tocaba gobernar por derecho. Por eso, cuando en 1978 Ramón Rubial, el histórico del PSOE, fue nombrado presidente del Consejo General Vasco gracias a los votos socialistas y de la UCD, se asustaron. El PNV consideró una agresión a la esencia nacionalista que un socialista hubiera arrebatado un puesto de tanta carga simbólica. El PSOE asumió el “error”, y prometió no volver a hacerlo, adquiriendo desde entonces un papel subsidiario, de invitado. Comenzó así la dictadura nacionalista que ha eliminado la libertad política en Cataluña y en el País Vasco.
El régimen del 78 les ha permitido lo que nunca antes en la Historia de España: dotarse de legitimidad para un régimen exclusivista, tener auctoritas cultural gracias al control de la educación y los medios
El régimen de las autonomías ha concedido el poder a organizaciones que basan sus planteamientos vitales en el esencialismo; es decir, en la conservación de la esencia racial o lingüística frente a las agresiones exteriores, la contaminación de otras culturas, o gentes. Se ha encumbrado a partidos, decía, que dicen tener un “destino en lo universal”, en la consecución de un Estado-nación propio, para la creación de una comunidad homogénea, armoniosa, pacífica y feliz. Venden un “paraíso” futuro fundado en una falsa edad de oro pasada, al que solo se llegará con la lucha y la unidad del “pueblo verdadero”. Para ello, claro, deben deshacerse de los enemigos, que son los maketos o charnegos, o de sus “perros”, los que colaboran con el “Estado español”, los partidos, escritores, artistas, profesores o periodistas que no se declaran nacionalistas. La homogeneidad es la clave, ya sea la de raza, a lo Sabino Arana, o la de lengua, como los catalanistas. La mezcla política, personal o cultural es contaminante, porque su raza o su pueblo, dicen, son superiores, usando los mismos argumentos biológicos de los nacionalsocialistas de los años 20 y 30. Y por si fuera poco, son irredentistas, como los fascistas de principios del XX: quieren un espacio vital, un Lebensraum, la asimilación de aquellas tierras que consideran propias.
Es cuestión de tiempo
El régimen del 78 les ha permitido lo que nunca antes en la Historia de España: dotarse de legitimidad para un régimen exclusivista, tener auctoritas cultural gracias al control de la educación y los medios, y también utilizar un lenguaje democratista, cuando en realidad son enemigos de la democracia y de la libertad política. Por eso caló tan fácilmente el concepto de “derecho a decidir”, impulsado por la Asamblea del PNV en el año 2001, y sustituido por el desgastado “derecho de autodeterminación” que la gente vinculaba con la banda terrorista ETA. Ganadas las instituciones, con la hegemonía cultural en su territorio, y derrotados los partidos de ámbito nacional, la ruptura de la unidad española es cuestión de tiempo.
Flaco favor hizo aquello del “patriotismo constitucional”, concepto progre extendido por el socialdemócrata Jürgen Habermas para no avergonzarse de sentirse alemán por el pasado nazi. Aquella boutade la asumió primero José Luis Rodríguez Zapatero, en 2001, y luego José María Aznar al año siguiente. La verdad, decían, estaba en una Constitución, creadora de valores, moral y sentimientos. Pero ahora que el texto de 1978 es denostado, y todos apelan a su reforma, a darle la vuelta como a un calcetín, ya no hay “verdad”. Solo queda la estafa aquella que crearon las oligarquías regionales y que llamamos “nacionalismo periféricos”, como si esto fuera un tío vivo.
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