Hay políticos que entienden su oficio como la aplicación de las técnicas necesarias para la consecución, el disfrute y la conservación del poder, transformado en un fin en sí mismo. Para ellos las bases antropológicas, morales e intelectuales de su actividad son un elemento sin duda necesario, pero con una mera función utilitaria, porque es imposible en las modernas democracias presentar un proyecto colectivo para el que se solicita la confianza de los ciudadanos en forma de voto sin vestirlo de un ropaje ideológico creíble. Sin embargo, el conjunto de convicciones que se exhibe ante los electores no obedece a una reflexión previa profunda ni a un compromiso ético sincero, sino que se modifica o se abandona sin el menor escrúpulo en el momento en que se entiende que representa un obstáculo para el deseado triunfo en las urnas. Este tipo de comportamiento, muy frecuente en los políticos profesionales, aparte de ser reprobable por desaprensivo y cínico, suele tener consecuencias profundamente perjudiciales para la salud del cuerpo social con notable daño para el bienestar, la seguridad y la calidad de vida de todos sus integrantes.
Este preámbulo me sirve para analizar desde una perspectiva amplia el artículo publicado por José María Aznar el pasado viernes sobre el llamado pacto del Majestic, en el que se cerraron los términos del acuerdo de colaboración entre el Partido Popular y CiU para dar estabilidad parlamentaria al Gobierno de centro-derecha que habitó La Moncloa entre 1996 y 2000. Este comentario es especialmente indicado ahora que el expresidente se ha erigido en conciencia de su formación y prodiga los reproches, muy justificados por cierto, a la ejecutoria de su designado heredero. Aznar presenta aquella operación como claramente beneficiosa para España y suministra una lista de argumentos para apoyar esta conclusión. La entrada en el euro, el crecimiento económico, la paz social y la fortaleza institucional fruto de su entente con Jordi Pujol, del que ahora sabemos que se dedicó durante sus largos años de mandato al saqueo de la Comunidad que administraba, son otros tantos puntos que destaca para demostrar el acierto de su arreglo con los nacionalistas. Esta visión rosácea y autocomplaciente de lo decidido en aquellos días dista mucho de ser completa y de incorporar los indispensables ingredientes de autocrítica que la harían, desde la óptica actual, más ajustada a la realidad.
El separatismo catalán, disfrazado todavía de aliado constructivo y fiable, acumulaba instrumentos para ir ocupando terreno de cara al salto final
El plan nacionalista de separar Cataluña de España siempre ha sido, desde la misma gestación de la Transición, su principal motivación y razón de ser. Este plan se ha adaptado astutamente al desarrollo temporal exigido para no despertar excesivos temores en ninguna etapa mediante un método que el propio Pujol denominó “gradualismo” y del que el pacto del Majestic fue un paso significativo. Al ganar los puertos de interés general, las política activas del INEM, el Instituto Social de la Marina, el 30% del IRPF y el tráfico en las carreteras, entre otras competencias, el separatismo catalán, disfrazado todavía de aliado constructivo y fiable, acumulaba instrumentos para ir ocupando terreno de cara al salto final al que estamos asistiendo horrorizados en este final de legislatura. Cuando Aznar dice que los nacionalistas en 1996 estaban muy alejados de posiciones maximalistas, olvida que su propósito último ha sido siempre el mismo y que lo único que no ha sido radical es su artera gestión del calendario. No podía ignorar este hecho porque no es tonto y si se le hubiera nublado el entendimiento algunos se lo habíamos explicado detalladamente. Por tanto sacrificó el largo plazo al corto y el interés superior de la Nación a su ansia de gobernar. Lo peor que hubiera podido suceder si la negociación hubiera embarrancado es que se hubieran convocado nuevas elecciones en las que el PP habría obtenido un resultado sensiblemente mejorado por un electorado agradecido por su firmeza ante el que era percibido con razón como un aprovechado desleal e insaciable.
Lo más letal del pacto fue la rendición a los secesionistas desmantelando el Partido Popular de Cataluña. Desde el cambio de estrategia que le fue impuesto hace dos décadas en la Comunidad potencialmente más peligrosa para la unidad nacional, el PP catalán no ha levantado cabeza y el vacío que se produjo fue tan clamoroso que dio lugar a una nueva opción, Ciudadanos, que ha ocupado el campo abandonado por Aznar de manera ignominiosa. Aznar no estaba obligado a ceder el territorio catalán al peor enemigo interno de España porque Pujol necesitaba el pacto tanto o más que él y se hubiera conformado con el resto de lo que se le ofreció. Pese a ello, en una maniobra suicida, castró para siempre a los populares catalanes y ni tan siquiera hizo un amago de recuperar el rumbo perdido cuando obtuvo la mayoría absoluta en 2000. Esta es probablemente la mancha más oscura de sus ocho años al timón del Estado, que hoy estamos pagando a un precio altísimo.
La portentosa hazaña de Aznar fue poner los cimientos de la destrucción de España como Nación en un mejunje cocinado con una pandilla de ladrones sentados a ambos lados de la mesa
Mientras Jaime Mayor Oreja, en su condición de presidente del PP vasco, acompañó a Aznar durante las negociaciones paralelas que se llevaron a cabo con el PNV, a mí se me apartó desde el principio de las conversaciones con CiU y tuve que contemplar desde mi casa por la televisión la cena triunfal de los muñidores del pacto, por cierto casi todos ellos imputados o investigados posteriormente por corrupción. La portentosa hazaña de Aznar fue poner los cimientos de la destrucción de España como Nación en un mejunje cocinado con una pandilla de ladrones sentados a ambos lados de la mesa y por consiguiente produce asombro, además de rechazo, que a estas alturas de la película se permita vanagloriarse de tal desastre.
En aquel aciago trapicheo hubo dos grandes humillados, uno colectivo, la Guardia Civil, que tuvo que abandonar una misión desempeñada abnegadamente a lo largo y ancho de Cataluña con su proverbial eficiencia y entrega, y otro individual, yo, que me vi forzado a renunciar a la empresa para la que había sido convocado cinco años antes por el mismo que ahora me decapitaba a instancias de un ladrón de siete suelas revestido de gran estadista. Esa es la verdad, amarga pero indiscutible, dolorosa pero verificable, del pacto del Majestic. Por tanto, menos lobos, tío Pinto, y más humildad, que la clepsidra, con su goteo inexorable, acaba poniendo a cada uno en su lugar.
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