Estamos hambrientos de culebrón en este país. Ya no nos sacian, no son suficientes, las telenovelas turcas o latinoamericanas líderes de audiencia y por las que pujan las televisiones para llevarse el trozo del pastel. De vez en cuando, no hay nada como un drama pasional protagonizado por una pareja real, de carne y hueso y sangre roja, o azul, todo nos vale. Quedó claro durante el confinamiento. Por aquel entonces, un directo, vía zoom, de un Alfonso Merlos emparejado mientras una joven, ligera de ropa y que no era su novia, hacía una aparición estelar por detrás, vino a calmar el rugido de nuestros estómagos vacíos. Fue la anatomía de un escándalo narrado al minuto que llenó horas, semanas, de tertulias y sobremesas. Nada nuevo, pero nos lo tragamos entero como en Estados Unidos se comen el pavo relleno el día de Acción de Gracias.
Y ha vuelto a ocurrir. Mientras el pasado fin de semana un huracán azotaba Europa con la victoria de la ultraderecha en Italia por primera vez en su historia, aquí en nuestro país, un solo nombre copaba todas las noticias. Y no era precisamente el de Giorgia Meloni, sino uno mucho más castizo: el de Tamara Falcó. Tami, para sus amigos. Ahora ya, “Tamara de España”.
Todas mis alarmas saltaron el lunes cuando, nada más llegar al trabajo, me crucé con una compañera y a la clásica pregunta de: ¿qué tal tu fin de semana?, me respondió lo siguiente: “mejor que Tamara”. Y no quedó ahí la cosa. Los murmullos en la redacción. Las conversaciones. Todas giraban en torno a lo mismo. Hasta mi hermana, con dos hijos, trabajo y siempre caminando sobre una fina cuerda, me soltó algo así como un “pobre marquesa de Griñón”.
De hecho, ella misma reconocía lo siguiente: “Si a él le gustaba hacer esas cosas, yo no tenía ningún problema con ello, pero claro, con unos límites”
Su historia ha sido la anatomía de una ruptura, la cronología de la pedida de mano más breve del “papel cuché”, la crónica de una separación anunciada. Lo confirmaba ella misma el martes, 144 horas después de verse prácticamente en el altar, ante decenas de medios ansiosos por saber. Y se quedó a gusto Tamara. Demasiada información en mi opinión. Es la elegancia, pienso, mayor venganza que un exceso de detalles para un país ávido de carnaza. Ni una lágrima, algo de humor y demasiado rencor hacia un cazador Onieva, cazado por su propia presa. Para entonces, todas las españolas nos habíamos puesto, de nuevo, el chándal de mujeres rotas por amor. Ya lo hicimos con Chenoa -allá por 2005- cuando se plantó en el portal de su casa de Barcelona para pedir respeto por un final que había paralizado al país. Y lo hemos vuelto a hacer. Aunque creo que quizá en este caso no han sido tanto los cuernos el problema como la mentira o que a Tami le llamen cornuda. De hecho, ella misma reconocía lo siguiente: “Si a él le gustaba hacer esas cosas, yo no tenía ningún problema con ello, pero claro, con unos límites”. Y no hubo límites para Onieva en el “Burnging Man”. Hasta el punto de que, como dice el propio nombre del festival, acabó siendo un hombre quemado, en llamas.
Estos días he asistido a todo este espectáculo televisado como una observadora indirecta. Y claro que he sentido pena por esta chica. Sin embargo, no tanto por el desamor en sí, sino porque no haya podido ni siquiera vivirlo a su manera. Nacer con el sonido de un “click”, tener a la revista Hola- tal y como ella dijo- como si fuera un álbum familiar, te hace afrontar las cosas de una forma diferente al resto. Pero que no puedas recorrer Madrid sola, tras una ruptura, para poner orden en el desorden, que toda España sepa el minuto exacto en el que has derramado una lágrima, me parece terrorífico. Si ya es difícil una separación no quiero ni imaginar lo que tiene que ser sintiendo el escrutinio de todo un país.
Dice una frase del libro que tengo ahora entre manos, La ciudad de los vivos, que “cuando todo está perdido, siempre hay un abogado al que llamar”. En casos como el de Tamara Falcó lo que hay siempre es una ventana abierta en televisión. Una portada disponible en una publicación. Y ahí estará mientras el apetito del público no esté satisfecho. Porque nada reconforta más que el dolor ajeno. Porque al final somos nosotros, todos, los que creamos estos monstruos para descargar en ellos nuestras propias frustraciones.
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