Tenemos una inclinación preferente por revisitar acontecimientos siniestros de nuestro pasado. No acierto a pensar si se trata de una deriva morbosa o es que nos cuesta trabajo hacernos a la idea de que algunas peculiaridades de nuestra historia al final acabaron mejor de lo que amenazaban. De cualquier manera, el saldo sombrío es más dominante que el luminoso, al menos desde aquel 98 del XIX que aún sigue dando que hablar. Somos un país de milagro que acaba llevándolo con cierta paciencia, pese a todo. Nos libramos de dos guerras mundiales y montamos una para nosotros solos que equivalió a tres, pero por lo demás nadie habla ya de dictadura sino de democracia. Un progreso. Quizá sea el espíritu navideño el que me anima a la benevolencia.
Para ellos la Transición -con mayúscula- empezó con la muerte en atentado del presidente Carrero Blanco
Cumplimos 50 años de la muerte de Carrero Blanco y 20 del Pacto del Tinell. La reciente presentación de un libro sobre el atentado ha llevado a dos productos acabados del periodismo político, Juan Luis Cebrián y Pedro J. Ramírez, a un espectáculo que sólo tiene parecido con el decimonónico “Abrazo de Vergara” (1839) entre liberales y carlistas, aunque sea difícil en este caso la adscripción a uno u otro bando. Ambos enjaezaron alternativamente al PSOE arrollador y al PP gobernante y coinciden hoy en un hallazgo historiográfico que quizá ilumine sus vidas, aunque para quienes los sufrimos nos dejan en la palpitante oscuridad. Para ellos la Transición -con mayúscula- empezó con la muerte en atentado del presidente Carrero Blanco.
A los dos los cogió el magnicidio en situaciones tan distantes como la subdirección de “Informaciones” -un diario que trataba de quitarse de encima su vergonzoso pasado- y una beca en los EEUU promovida por la universidad del Opus en Navarra. Pero ahora coinciden en mover los mojones que marcaban la transición a la democracia situándola antes de la muerte del Caudillo que terminó con la firma de 5 condenas de muerte. Qué goyescos retratos los de entonces y qué goyescas estas figuras que ahora, con el crédito capitidisminuido, tratan de sobrevivir a la marginalidad.
Escribí aquí hace días que lo más notable del almirante Carrero Blanco fue el eco que provocó su muerte, pero me equivocaba. Lo más importante en este momento son los esfuerzos por demostrar que nuestros análisis están a la altura de nuestras expectativas, aunque la realidad se encargue de meterlos en el baúl de las ocurrencias.
Es sabido que en España los muertos ilustres gozan de buena salud.
Como aniversario para la reflexión considero más importante los 20 años del Pacto del Tinell. Si será importante que salvo un breve texto de Iñaki Ellakuria en “El Mundo” nadie ha querido tocarlo. Las heridas mortales de Carrero Blanco están cicatrizadas y enterradas, y es sabido que en España los muertos ilustres gozan de buena salud. Pero el pacto que firmaron tres partidos catalanes el 14 de diciembre de 2003 aún supura.
Para situarnos. En noviembre de 2003 las elecciones autonómicas en Cataluña se tradujeron en un paisaje no demasiado novedoso. Jordi Pujol y su Convergencia habían vuelto a ganar. En escaños, no en votos. Los socialistas de Maragall lograron superarlos en un 0,22 por ciento (31,16 frente a 30,94), que con el apaño territorial inventado por Jordi Pujol se traducía en 46 parlamentarios convergentes y 42 socialistas. Fue al día siguiente, cuando aún seguía Maragall llorando su imprevisible derrota parlamentaria, que un avispado político de Esquerra Republicana, José Luis Carod-Rovira, propuso levantar el ánimo descompuesto y ofrecer una fórmula inédita que garantizaría el gobierno. Carod Rovira era entonces una estrella fugaz en la política catalana; hijo de guardia civil (cosa que él aguaba apuntando al viejo cuerpo de aduanas), de familia castellano parlante. Había escrito una tesis doctoral sobre el radical-socialista Marcelino Domingo, otro hijo de guardia civil de intensa trayectoria en Madrid durante la II República, al que rebautizó como Marcel.lí.
La fórmula era tan sencilla como saber sumar y Carod ya había sumado y restado lo suyo en Esquerra Republicana. Con sus 23 parlamentarios más los 42 socialistas y 9 de una Iniciativa-Verdes perdida en el poscomunismo y en la búsqueda de un ganapán para seguir discutiendo sobre la Alternativa, se fraguaba un tripartito bajo la férula de un tipo que sabía lo que quería, a diferencia de Maragall y Saura, sus socios, que sólo ponían un capital sin invertir. A esa fórmula se la llamó el Pacto del Tinell por el lugar donde tuvo lugar la tenida: un Salón del castillo palaciego vecino a la Generalidad que se había hecho construir el rey de Aragón, Pedro el Ceremonioso, en el siglo XIV; más restaurado que la Alhambra.
Aunque suene a herejía decirlo, los Maragall tienen una especial capacidad para patrimonializar todo lo que pueda hacerles sobresalir en una clase social donde la medianía es la base del negocio, por eso se hacen perdonar cualquier genialidad por la misma sociedad que se asombra ante la brillantez del linaje. La diferencia entre “una patum” (alguien sobresaliente socialmente) y un plebeyo charnego. Las condiciones las puso Carod-Rovira y estaban fuera de las claves de esa indolencia cultivada, tan querida por las familias del PSC, pero las hicieron suyas como si formaran parte del patrimonio familiar. Un nuevo Estatuto, aplicación estricta del monolingüismo -se sancionará a los comercios que no rotulen en catalán, hecha excepción de “El Corte Inglés”-, las enseñanzas públicas se harían militantes. Y firmaron un pacto insólito y lo hicieron con la naturalidad del que está acostumbrado a que le feliciten por haber nacido grande y plácido. Consistía en rechazar cualquier acuerdo, pacto o connivencia con los otros conservadores del Partido Popular, lo que se traducía en retirar de la vida política catalana a quienes habían obtenido más del doble de parlamentarios (15) que Iniciativa-Verdes.
Nada más sencillo que el Pacto del Tinell de hace 20 años para entender la deriva de Zapatero que ahora Sánchez está culminando
En ese ambiente, el que Carod-Rovira, vicepresidente de la Generalidad, se entrevistara con la dirección de ETA en pleno período de matanzas no escandalizó en demasía el consenso social y mediático catalán, aclimatado durante los sosegados tiempos de Pujol. Su objetivo era muy sentido por el catalanismo radical: conseguir que los atentados terroristas en España evitaran Cataluña. La masacre de Hipercor en Barcelona (1987) había dejado un saldo inasumible -21 muertos, 45 heridos- pero nadie se detuvo a valorar que entre las víctimas había una proporción significativa de votantes catalanes de Herri Batasuna.
Nada más sencillo que el Pacto del Tinell de hace 20 años para entender la deriva de Zapatero que ahora Sánchez está culminando. Los aniversarios de nuestra historia siempre se muestran como un arma aparentemente descargada. Se equivocan. Todos llevan una carga en la recámara. Se exhibe o se disimula. En esas estamos.
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