“Los menores se recuperan”. Escucho esto el lunes, en el boletín radiofónico de la una, mientras recorro en coche los últimos metros que me separan del trabajo. Una frase que me provoca un escalofrío desde el último pelo de la cabeza hasta el dedo gordo del pie derecho. Es el primer día laborable del 2023 y no ha cambiado nada con respecto al diciembre quebrado por la violencia machista del 2022. Como si lo malo nos persiguiera más allá de los años, de los meses, de las estaciones. Como si no tuviera fin y tampoco arreglo.
“Los menores se recuperan”. Escucho esto el lunes, en boca de una voz masculina que retransmite sobre el terreno, Barakaldo, Vizcaya, en este caso. Podría haber sido cualquier otro lugar. ¿Cómo se van a recuperar esos menores?, me pregunto. Jamás lo harán. Aprenderán, quizá, a borrar, a mitigar la realidad, a echarla fuera a ratos, pero ¿cómo olvidar que tu propia madre ha intentado asesinarte? ¿Cómo? ¿Acaso es esto posible? ¿Existe cura para algo así? No creo que haya ningún manual de medicina que recoja antídoto para semejante veneno.
“Los menores se recuperan”. Escucho esto el lunes, son dos niños de apenas nueve años, hermanos, mellizos, un chico y una chica. Ahora están fuera de peligro en el hospital, con su padre, la única persona que ha podido verlos tras lo ocurrido el domingo en año nuevo. Ese día, mientras millones de personas despertábamos con la resaca -bien física, bien emocional- de haber sobrevivido a una nochevieja más, una mujer intentaba matar a sus hijos con la complicidad de las paredes de su hogar. Leo en los periódicos que les provocó cortes en el cuello, según figura en el atestado policial, y que utilizó, además, una de esas copas de nata y chocolate ante la que es difícil resistirse, para esconder un montón de pastillas y que los pequeños ni siquiera se dieran cuenta de que dentro de ese postre goloso que tantas veces habían deseado, estaba la mismísima muerte.
Soy incapaz de fantasear cómo la misma persona que ha llevado dentro a estas dos personitas, se ha convertido en semejante monstruo capaz de despojarles de lo más valioso que les ha dado y que es la vida
“Los menores se recuperan”. Escucho esto el lunes mientras ella duerme, ya en prisión, acusada de intento de homicidio de sus criaturas. Y lo primero que me viene a la cabeza es el rostro de mis dos sobrinos, niño y niña de ocho años, sólo uno menos que las víctimas. Pienso en esos ojos inocentes y felices que me miran, muchas veces, cuando voy a su encuentro para achucharles y estrujarles entre mis brazos. Creo que en esas miradas infantiles sólo hay espacio para la risa, el fútbol, los videojuegos, el parque, los amigos, las muñecas, las pinturas y los estuches. No hay lugar, si quiera en lo más profundo de su imaginación, para creer que existe tamaña maldad. Con su imagen latente, soy incapaz de fantasear cómo la misma persona que ha llevado dentro a estas dos personitas, se ha convertido en semejante monstruo capaz de despojarles de lo más valioso que les ha dado y que es la vida.
“Los menores se recuperan”. Escucho esto el lunes y pienso, una y otra vez, en cómo van a hacerlo si, en realidad, no es sólo el episodio del uno de enero, que ya es terrorífico. Resulta que, supuestamente, el maltrato venía de mucho más lejos, de kilómetros y kilómetros atrás. Dicen los vecinos que la de estos pequeños era una historia de convivencia con gritos, insultos y tirones de pelo, de mala relación entre sus padres separados. Una historia de riesgo. Su madre recibía ayuda de los servicios sociales y había un expediente abierto, le estaban haciendo un seguimiento. ¿Qué falló entonces? No lo sé. Es como si una vez más se repitiera el mismo trágico guion: todos alrededor ven, pero, en realidad, nadie mira porque, en ocasiones, girar la cabeza puede resultar lo más sencillo.
“Los menores se recuperan”. Escucho esto el lunes y probablemente nunca más volveré a oír hablar de ellos porque se los llevará el viento, se olvidará la actualidad de su existencia. Y cuando eso ocurra, los hermanitos tendrán que seguir tirando hacia delante y no habrá Reyes Magos con regalos suficientes para paliar un dolor que va mucho más allá de una rabieta en la tripa por un exceso de chucherías.
Es año nuevo y, sin embargo, todo me suena más viejo que nunca. La sensación de que nada cambia ni evoluciona, de que por más que pasen los días, la vida es siempre ese chicle pegado en la acera que nadie percibe o retira, pero que a todos molesta. Lo dijo Albert Camus: “A veces continuar, simplemente continuar, es el logro sobrehumano”.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación