"¿Qué es fascismo?", George Orwell se hacía la pregunta en un artículo de 1944, donde decía que era una de las cuestiones importantes de su tiempo. Uno pensaría en las circunstancias en que lo escribió, cuando Gran Bretaña aún estaba en guerra contra las potencias del Eje. Sin embargo, la preocupación de Orwell es fácilmente compartible por un lector de nuestros días, pues su queja es que se abusa tanto del término que ha terminado por no significar absolutamente nada. Según cuenta, el epíteto se aplicaba con gran liberalidad a toda clase de personas, colectivos o instituciones: a los conservadores y a los socialistas, a los católicos, a Kipling y a Gandhi, al MI5, a la policía londinense, a los boy scouts, a la caza del zorro e tutti quanti. El consejo del escritor era usar la palabra con la mayor circunspección, si no queremos degradarla a mera palabrota arrojadiza contra aquello que no nos gusta.
Ni que decir tiene que no se le ha hecho ningún caso y décadas después seguimos en las mismas. El uso de las etiquetas ‘fascismo’ o ‘antifascismo’ se ha ido extendiendo imparable por la conversación pública (¡perdón por el eufemismo!). Basta ver los mensajes y movilizaciones de protesta que se han sucedido tras el ingreso en prisión del rapero Pablo Rivadulla, más conocido por el nombre artístico (¡otro eufemismo!) de Hasel. No me refiero solo a los gritos habituales en las manifestaciones, como ‘Cataluña antifascista’ o ‘vosotros, fascistas, sois los terroristas’, pues más llamativo resulta que el portavoz parlamentario de uno de los partidos que integran el Gobierno, Pablo Echenique, aliente a quienes participan en los algaradas callejeras en esos términos: "Todo mi apoyo a los jóvenes antifascistas que están pidiendo justicia y libertad de expresión en las calles. Ayer en Barcelona, hoy en la Puerta del Sol". Se ve que la lucha antifascista es casi indistinguible del vandalismo y el pillaje.
La naturaleza del régimen
El propio Hasel se presenta como miembro de la resistencia contra el fascismo. "Muerte al Estado fascista", gritó en el momento de su detención. "Fascismo no es sólo que te fusilen", decía en una entrevista reciente, "cuando quieren controlar hasta nuestras emociones, cuando quieren impedir hasta que contemos lo que hacen, eso es fascismo". En el mundo maniqueo que dibuja con brocha gorda, los mossos no lo detuvieron, sino que "lo secuestraron", los jueces son el brazo armado de un Estado que persigue toda disidencia y los cuerpos policiales torturan y asesinan impunemente. La democracia sería un trampantojo y el Estado de Derecho pura fachada que no esconde la naturaleza criminal del régimen. De ahí que el rapero revolucionario considere legítima cualquier forma de resistencia, incluyendo las más violentas, y sus alabanzas a los terroristas del Grapo, ETA o la Baader-Meinhof. Del tiro en la nuca a la bomba de amonal, todo vale contra el Estado fascista.
Es innegable que el ejercicio de la libertad de expresión, por importante que sea en una sociedad democrática, no puede ser ilimitado, pues hay restricciones justificadas por el respeto a los derechos de los demás
Mucho se ha discutido estos días sobre el caso Hasél y la libertad de expresión en nuestro país. Ciertamente delitos como el enaltecimiento del terrorismo o las injurias a la Corona se prestan a la controversia. Pero es innegable que el ejercicio de la libertad de expresión, por importante que sea en una sociedad democrática, no puede ser ilimitado, pues hay restricciones justificadas por el respeto a los derechos de los demás y la protección de ciertos bienes constitucionalmente relevantes. No otra cosa dice la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, o nuestro Tribunal Constitucional.
Por explicarlo de manera simple, una cosa es decir que ‘los Borbones son unos ladrones’, o que en las cárceles se ‘extermina’ a los presos políticos, lo que puede entenderse como una crítica a las instituciones o a quienes las ocupan, por desaforada que sea, y otra bien distinta alabar el asesinato de personas concretas, ya sea clavando un piolet en la cabeza de José Bono o haciendo explotar el coche de Patxi López. A modo de ejemplo vale la cancioncita truculenta que en 2014 dedicó a Àngel Ros, por entonces alcalde de Lérida y amigo de la familia: "Te mereces un tiro. Te apuñalaré. Te arrancaré la piel a tiras. Que le rompan los sesos de un disparo. Mira la bala que tengo preparada que va directo al pecho. Se merece un navajazo en el abdomen y colgarlo en una plaza". Un gran artista, sin duda, pero hasta los más entusiastas defensores de la libertad de expresión estarán de acuerdo en que no son tolerables las amenazas ni la incitación a la violencia contra las personas. Otra cosa sería incompatible con la convivencia civilizada y un orden de libertades igual para todos.
No parece un síntoma de salud democrática que un individuo con semejante historial de condenas judiciales por allanamiento, amenazas a testigos, daños y lesiones, sea erigido en mártir de la libertad de expresión
Que haya que recordar cosas tan elementales, como que la libertad de expresión tiene límites razonables en una sociedad democrática, sin mentar siquiera que debería ser ejercida de forma sensata y responsable, dice mucho de dónde estamos. No parece un síntoma de salud democrática que un individuo con semejante historial de condenas judiciales por allanamiento, amenazas a testigos, daños y lesiones, sea erigido por algunos sectores de opinión en mártir de la libertad de expresión. Que entre sus hazañas se cuenten la agresión a un periodista de TV3 o que sus seguidores hayan atacado la redacción de El Periódico tendría que ser motivo de reflexión, si es que se quiere reflexionar.
Si todavía sorprende que un extremista perteneciente a la franja lunática se convierta en campeón de la libertad, quizá deberíamos preguntarnos cómo se han ensanchado y vuelto porosos los márgenes de esa franja, pues a lo mejor ahí está la verdadera anomalía. Es fácil culpar de ello a las redes sociales, pero no deberíamos dejar de señalar la inestimable labor realizada a tal efecto por líderes de opinión y representantes políticos, populistas y nacionalistas principalmente, que llevan años poniendo en cuestión el Estado de Derecho y la democracia española. Tanta basura como se ha vertido no iba a salirnos gratis.
La encarnación del mal
Por eso mismo habría que prestar más atención a la causa de los antifascistas sin fascismo. Los grandes estudiosos del fascismo, como Griffin, Gentile o Stanley Payne, llevan años alertando como Orwell de la banalización del término, a fuerza de usarlo indiscriminadamente. No debería extrañarnos el abuso si atendemos a la potencia retórica de un concepto que, identificado históricamente con el régimen de Mussolini y extendido después a Hitler y el nazismo, ha venido a representar la encarnación absoluta del mal en política. Por contraste, la resistencia antifascista evoca en la imaginación popular la causa justa por antonomasia, la lucha del bien contra el mal. De ahí la utilidad de la retórica antifascista para cierta izquierda, pues como ha señalado Payne no hay forma más eficaz de estigmatizar al adversario, o incluso de crear al enemigo perfecto contra el que todo está permitido, incluso la violencia. Es la receta perfecta para el maniqueísmo en política, por eso atrae a tantos extremistas.
No habría que engañarse al respecto: el antifascismo sin fascismo es un movimiento rabiosamente antiliberal, al que la libertad de expresión importa bien poco. Eso lo deja muy claro el Manual antifascista de Mark Bray (2017), una de sus obras teóricas de referencia (como diría Orson Welles, imagínense el resto). Al fascista, es decir, a quien ellos digan que es fascista, no hay que dejarlo hablar; hay que silenciarlo y acallarlo por la fuerza si es preciso. Como explica Bray, los antifascistas no creen en las virtudes del debate público que pregonan los liberales ni en los derechos individuales para todos; por el contrario, la derrota del fascismo cobra primacía absoluta sobre las garantías liberales, puesto que aquel compendia ahora todas las formas de opresión: el racismo, la homofobia, el heteropatriarcado o el capitalismo. La libertad, si eso, para cuando no haya Estados ni clases y se haya erradicado toda forma de dominación.
Resulta penoso tener que explicar que una democracia constitucional, con todas sus imperfecciones, no es un Estado fascista. Puesto que hay que defenderla, según parece, convendría empezar por tomarse en serio la palabra ‘fascismo’ y denunciar el falaz discurso antifascista del que se ha apropiado una parte significativa de la izquierda. Pues con el pretexto del ‘franquismo eterno’, como lo ha denominado Jorge del Palacio, que perduraría como una suerte de esencia metafísica dentro del Estado, se ha convertido en la munición retórica de quienes quieren acabar con el orden constitucional.
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