La idea de levantar un monumento a los caídos de la Guerra Civil surgió durante la misma guerra, al menos entre los vencedores, que, tan pronto como dieron cuenta de los últimos objetivos militares, empezaron a buscar un paraje en la sierra de Guadarrama para construir un mausoleo en el que sepultar de manera simbólica a víctimas de los dos bandos.
Franco se involucró personalmente en la tarea de encontrarlo. Se desplazaba con frecuencia hasta la sierra en compañía de otros generales y de los pelotas habituales de Falange, que se olieron desde el principio que aquello iba para largo, que Franco había llegado para quedarse. Durante una de esas excursiones en el invierno de 1940, solo unos meses después de concluida la contienda, dieron con una boscosa hondonada entre El Escorial y el Alto del León. Entre los lugareños se le conocía como Cuelgamuros y tenía la peculiaridad de que en su centro, sobresaliendo de entre el espeso pinar, se levantaba un majestuoso promontorio granítico, el llamado risco de la nava que bien mirado se asemeja a las estampas del Gólgota que nos dejó la pintura renacentista.
El monumento fue inaugurando en 1959, con gran trompetería y un Franco en la cima de su poder, visiblemente más viejo, más calvo y más gordo
Fue amor a primera vista. El Gobierno ordenó la expropiación de la finca y el primero de abril de 1940, un año exacto después del final de la guerra, dieron comienzo las obras. El monumento fue inaugurando dos décadas más tarde, en 1959, con gran trompetería y un Franco en la cima de su poder, visiblemente más viejo, más calvo y más gordo. Cuelgamuros dejó de llamarse así. Desde entonces se le conocería como Valle de los Caídos. Su presencia no iba a pasar desapercibida para nadie porque el arquitecto clavó una imponente cruz de hormigón armado sobre el risco de la nava, visible en varias decenas de kilómetros a la redonda y que desde entonces trae por la calle de la amargura a todos los antifranquistas, especialmente a los retroactivos, es decir, aquellos que lucharon denodadamente contra Franco pero solo después de que éste hubiese estirado la pata.
Era la pirámide del nacionalcatolicismo. Un complejo funerario más parecido al Valle de los Reyes del antiguo Egipto que al vecino monasterio de San Lorenzo de El Escorial que, además de panteón real, fue palacio, residencia de la Corte y centro administrativo. Se concibió como un lugar de peregrinación. Lo tenía todo para pasar un domingo en familia: una basílica subterránea, un monasterio benedictino con su escolanía, una gran explanada para eventos al aire libre, una cafetería, un mirador, una tienda de souvenirs y hasta un funicular. El franquismo tenía una vertiente kitsch nada desdeñable.
El rey Juan Carlos aceptó encantado y hasta presidió las exequias al pie de la cruz
En principio no había planes de enterrar a Franco allí. Entre otras cosas porque Franco no era un caído de guerra. La idea de hacerlo fue una zalamería de última hora de Carlos Arias Navarro, último presidente de Gobierno del franquismo y primero de la monarquía. El rey Juan Carlos aceptó encantado y hasta presidió las exequias al pie de la cruz. Aquello acaeció el día 23 de noviembre de 1975 y ahí debió concluir esta historia. De hecho ahí concluyó durante varias décadas, hasta que Zapatero creó una polémica donde nunca había existido. Desde entonces, y de esto hace ya diez años, la cruz de Cuelgamuros ocupa más espacio en los periódicos que en los años 50, cuando la prensa del régimen daba puntual cuenta de los avances en las obras.
Se ha hablado de cerrar el complejo, de reconvertirlo en otra cosa después de vaciar la fosa común excavada bajo el risco, e incluso de dinamitarlo todo y devolver al paraje el virginal aspecto que tenía en 1940, cuando los ojos de Franco se posaron sobre él. Los menos ambiciosos se conforman con sacar al dictador y que sus deudos se lleven los restos a otra parte, al cementerio del Pardo mismamente, donde la familia adquirió una tumba en la que hoy reposa Carmen Polo. Si a ellos les parece bien, adelante. Incluso se les podría invitar a hacerlo para que el Valle de los Caídos hiciese honor a su nombre y sus entrañas solo albergasen caídos. Los benedictinos que custodian la basílica, a quienes se les entregó solemnemente el cuerpo hace 40 años, no tendrán problema alguno en devolverlo. Arias Navarro hace ya mucho que pasó a mejor vida y el rey emérito por la cuenta que le trae no dirá esta boca es mía.
El franquismo se extinguió pacíficamente por televisión con Franco entubado en la cama de un hospital de la Seguridad Social
Otra cosa distinta es, como pretende el PSOE, Podemos o Ciudadanos, resignificar el lugar. Eso es simplemente imposible como lo sería resignificar la pirámide de Keops, el Taj Mahal, el mausoleo del primer emperador Qin de China o la tumba de Lenin en la Plaza Roja de Moscú. El Valle de los Caídos es lo que es y se levantó con el objetivo de servir de monumento a un régimen que sus muñidores creyeron eterno pero que duró lo mismo que su fundador. España está llena de construcciones del mismo estilo. Cada una reflejando los valores y obsesiones de su tiempo. ¿Qué es sino San Lorenzo del Escorial, San Isidoro de León, el monasterio de Poblet, la Capilla Real de Granada o el larguísimo etcétera de monumentos repartidos por nuestra geografía alzados a mayor gloria de una persona, una dinastía o la munificencia de un imperio?
Las personas pasan, los Estados también, las piedras permanecen. Por eso los faraones se enterraban en pirámides. Sabían que solo así se mantendrían en la memoria del pueblo durante generaciones. El Estado franquista desapareció hace ya casi medio siglo. No lo hizo, como otras dictaduras, tras una guerra que arruinase su legado físico. El franquismo se extinguió pacíficamente por televisión con Franco entubado en la cama de un hospital de la Seguridad Social. El desmontaje del régimen corrió a cargo de los propios franquistas con la connivencia de los que no lo eran. Nuestros padres, nuestros abuelos, se dieron un abrazo, se perdonaron las ofensas y eso fue todo. En algún momento tendremos que aceptarlo.
El pasado no se puede resignificar. Se debe aprender a convivir con él y extraer las oportunas lecciones. Pero en España no queremos convivir con nuestra propia historia, que es larga y está llena de tropiezos. Le hemos declarado la guerra como si nos avergonzásemos de venir de donde venimos. Esta psicosis colectiva, azuzada desde la política para construir sobre ella una legitimidad nueva, nos terminará pasando factura.
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