Arnaldo Otegi se fue hasta los jardines del hermoso palacio de Ayete, le pusieron delante un atril de metacrilato e hizo una declaración. ¿Por qué? Pues no sé ustedes, pero yo no termino de entenderlo. ¿Había pasado algo importante? Pues la verdad es que no: solo se cumplían diez años del día en que ETA cayó de rodillas ante el Estado, ante la ciudadanía y sobre todo ante la realidad. No sucedía nada más. Los españoles somos, desde siempre, muy aficionados a los aniversarios, a los cabos de año, a las onomásticas, a los cumples y a las conmemoraciones recordatorias. Nuestra vida está empedrada de fechas. Pues eso era lo que pasaba, nada más. Que se cumplían diez años de la rendición, del final de seis décadas de podredumbre moral y del comienzo de un lento proceso de regeneración del tejido social que durará, con seguridad, una o dos generaciones.
¿Era ese motivo suficiente para que este hombre leyese su “solemne” declaración? Pues a mí me parece que no, pero eso da igual porque el nutrido club de semiólogos especializados en ETA, en sus declaraciones y comunicados, en las cosas que dicen Otegi o sus fautores cada cierto tiempo, se frotaron las manos: desempolvaron los viejos manuales, sacaron del cajón los ya amarillentos diccionarios “Otegi-español / español-Otegi” y se pusieron a analizar la declaración con el celo juvenil de otros tiempos, palabra por palabra, como si lo que leyó este hombre fuese un mensaje llegado del más allá (si acaso, era del más atrás), un papiro recién descubierto de Amenhotep o uno de esos enigmas que siempre vuelven loco a Robert Langdon en las pelis y en los libros de Dan Brown.
¿“Sentimos su dolor” es sinónimo de “os pedimos perdón”, es más o es menos? ¿“Nunca debió haberse producido” es tanto como decir “estamos arrepentidos”? Páginas y páginas y páginas, declaraciones, reacciones de todo el mundo, análisis casi cabalísticos o estratigráficos. Como en los viejos tiempos. Esto rejuvenece, ¿eh? Y nadie se preguntó: pero ¿a qué viene esto? ¿Por qué lo ha hecho? O más aún: ¿qué coño importa lo que diga este señor, a estas alturas?
"Quiero declarar solemnemente que lo siento mucho, que aquello que hicimos no estuvo del todo bien y que hay que ver qué frío hace aquí en invierno, caramba"
Imagínense ustedes, pues yo qué sé, a Albert Speer que, en mayo de 1955, hubiese tenido la ocurrencia de salir al patio de la cárcel de Spandau con un papelín y dijese: “Ahora que se cumplen diez años del final de la guerra, y aprovechando el siempre oportuno paso del río Rhin por la ciudad de Coblenza (como el Pisuerga y Valladolid, vamos), quiero declarar solemnemente que lo siento mucho, que aquello que hicimos no estuvo del todo bien y que hay que ver qué frío hace aquí en invierno, caramba”. La gente, con toda la razón, habría dicho: Bueno, ¿y qué? ¿Qué importancia tiene lo que tú digas ahora? Estamos tratando de reconstruir el país; si no ayudas, por lo menos no estorbes, tío. Eso bien lo podías haber dicho cuando funcionaba la Gestapo. Ahora ya, ¿para qué?
Es como si este hombre se desviviese por salir una vez más por la tele, por sentirse protagonista, por volver otra vez locos a los “etasemiólogos” de toda la vida, por generar de nuevo reacciones y declaraciones y titulares y telediarios. Pues lo ha logrado, eso está claro. Y ha conseguido también volver a representar su papel favorito, el que el otro día el gran Wyoming calificaba genialmente de “Gollum del País Vasco”: aquí en Ayete digo una cosa pero luego, cuando me reúno con los míos, digo todo lo contrario; por la mañana aseguro que lo lamentamos todos mucho y que “aquello” nunca debió suceder, pero por la tarde admito que lo que estoy intentando es chalanear con el gobierno, cambiar votos a los presupuestos por la puesta en libertad de los presos que aún quedan (lo lleva claro). Que si no, de qué. Mi tesoro.
Escuchar ahora declaraciones “solemnes” de este hombre sobre ETA, sus obras y sus pompas, es como si en la tele volviesen a reponer Verano azul o en la radio sonase de nuevo la voz de Matías Prats (padre) retransmitiendo un partido entre el Real Madrid y el Faragofa, como decía él. Puede que sea muchas más cosas, pero ante todo es un anacronismo. Por afinar un poco más: un intento –inútil– de recobrar el control sobre el relato de lo que pasó. Y de lo que pasa.
Seis décadas en las que muchos miles de personas cayeron, lo mismo que tantos alemanes durante los años 30 del siglo pasado, en un espeluznante “síndrome de Estocolmo”
Y lo que pasa no es tan difícil de entender. La sociedad vasca (y la del resto de España también) se está recuperando, lentísimamente, de heridas terribles. De seis décadas de espanto, con cientos de miles de personas aterradas en sus casas, en sus trabajos, en las calles. Estallaba una bomba en el barrio, por la noche, y nadie salía a las ventanas, nadie encendía una luz, por miedo a que ellos te viesen. Seis décadas en las que muchos miles de personas cayeron, lo mismo que tantos alemanes durante los años 30 del siglo pasado, en un espeluznante “síndrome de Estocolmo” en el que se comprendía el espanto cotidiano, se buscaban gélidas explicaciones para los crímenes (aquello del “algo habrá hecho”), se miraba para otro lado ante el atroz goteo de muertos, se hablaba en voz baja o se callaba. Sobre todo eso, se callaba. Era la tiranía del miedo.
Hoy, una década después de la rendición, los chavales vascos de veinte años tienen una idea muy vaga de lo que fue ETA. No saben cuántos muertos hubo. De las víctimas, a algunos les suena Miguel Ángel Blanco, ninguno más. Miran hacia delante, no hacia atrás. Si han visto las “solemnes” declaraciones de Otegi, quizá hayan tenido la impresión que se les había aparecido el fantasma de Joseph Goebbels. Eso en el caso de que sepan quién fue Goebbels.
El relato de lo sucedido
Acabo de ver en televisión la espléndida película documental Traidores, de Jon Viar, estrenada el año pasado. Aparecen en ella muchos históricos de ETA (Mikel Azurmendi, Teo Uriarte, Jon Juaristi, Ander Landaburu, Javier Elorrieta y el propio padre del cineasta, Iñaki Viar) que un día se dieron cuenta de la locura que estaban cometiendo y se volvieron contra aquellos mafiosos. Están impresionantes series de televisión de enorme éxito, como la de Jon Sistiaga, El final del silencio. Está la novela más leída en España en las últimas décadas, Patria, de Fernando Aramburu, que dio origen a otra magistral serie de televisión. Se ha escrito música, se han hecho exposiciones, libros, cuadros, canciones. Ese es el relato de lo que sucedió. Eso es lo que queda, lo que permanecerá, lo que está calando en una sociedad que trata de reconciliarse consigo misma.
Ante esa realidad, las “solemnes” y santurronas declaraciones de Otegi son absurdas, son una antigualla producida por un “aparecido” que sigue creyendo que está vivo, que es importante, que lo que dice tiene todavía algún interés. Y yo creo que ya no es así. Menos mal.
Gollum acabó sus días cayendo en la boca de un volcán. A estos, una década u otra, se los tragará el pasado, que ya les llega por las rodillas. Quizá lleguemos a verlo.