Opinión

Por qué apoyo a las iraníes con todas mis fuerzas

Les hablé en español arengándolas a luchar por ellas mismas, por su libertad, por su futuro. No entendieron el idioma pero entendieron perfectamente el mensaje.

Leo los periódicos, veo los telediarios, visiono los vídeos que circulan por las redes…y aplaudo. Aplaudo con fuerza, con emoción y con esperanza. He tardado 25 años en poder hacerlo, los que han pasado desde que visité Irán. Allí la realidad abofeteó mi idea juvenil, que yo creía universal, de que todos somos iguales ante la ley, sin distinción de sexo. Como persona criada y educada en un país occidental, libre y democrático, cometí el error en los que tropezamos una y otra vez todos los que vivimos en wonderland: Creernos que nuestros valores sociales son extrapolables a cualquier punto del planeta.

Aunque tenemos muy claro que en algunos países hay dictaduras y, a pesar de que sabemos que las diferentes culturas suponen cosmovisiones plurales, inconscientemente damos por hecho que nuestra manera de ver el mundo, nuestra manera de establecer las relaciones con nuestros semejantes o nuestro modo de entender las relaciones humanas son criterios generalizables. Y ¿por qué? Pues porque lo consideramos “lo normal”, “lo natural”, “lo lógico”.

Y no es así.                           

En Irán contemplé la más injusta, vergonzante, ridícula y miserable de las organizaciones sociales que he conocido de primera mano. No se trata aquí de hacer un relato de viajes ni de describir las asombrosas circunstancias que he tenido la suerte de presenciar en fascinantes rincones del planeta. No, por favor. Eso no es procedente, por muchos programas de “aventureritos viajeros” que nos brinden las diferentes cadenas televisivas para rellenar huecos de programación (la mayoría de ellos, de un impostado que rozan lo patético).

Se trata, tan sólo, de dejar constancia de la indignación que me supuso constatar que el concepto de humillación a un ser humano no solo era posible, no solo era viable, no solo era legal sino que, además, era obligatorio.

El choque con aquella realidad fue previo al hecho físico de pisar territorio iraní. Cuando, por fin, conseguimos un número mínimo de personas para poder organizar el viaje (era imposible ir por libre), mi visado fue denegado por fotografía improcedente (posicionado incorrecto del pañuelo). Subsané el problema cambiando mi estudiado y estupendo look a lo Peter O’Toole en Lawrence de Arabia por el espantoso y nada favorecedor “Doña Rogelia”. A pesar de tener que esperar seis meses más por el trámite, me limité a bromear, simplemente, en torno a lo absurdas que podían ser las normativas de determinados países.

Una vez allí, el tono jocoso se fue disipando progresivamente. Tuve tres certidumbres impactantes, a cada cual más desconcertante.

La primera, la “turística”

No éramos unos turistas, éramos “los turistas” (aunque reneguemos del término y prefiramos la cursilada de viajeros). Dicho de otra forma, no había más extranjeros en el país que nosotros. Nos cruzamos con un grupo de japoneses que regresaban cuando llegábamos al aeropuerto, pero no había nadie más en ese momento. Entre eso, y que yo era la única joven del grupo, tuve durante toda mi estancia una cola de adolescentes que, a prudente distancia, me seguían con expectación como si de una estrella mediática se tratase. Era la extraterrestre llegada de galaxias lejanas a un planeta donde era, poco menos que imposible, acceder.

La segunda, la “informativa”

La única fuente de noticias disponible era la suministrada por el único canal de televisión: el oficial iraní. Sus boletines mostraban noticias internacionales que deducía con dificultad por las imágenes. Las que se referían a occidente eran muy especiales…no exhibían ni el más mínimo atisbo de población. Los sucesos británicos, franceses o norteamericanos se acompañaban con fotos estáticas del Big Ben, la torre Eiffel o el Empire State Building, respectivamente. Ni personas, ni sonidos, ni tráfico: nada. Por otra parte, no se emitían series ni películas occidentales. Tan sólo, y curiosamente, capítulos diarios de El hombre y la Tierra (dicho sea de paso, me llenó de orgullo oír la espectacular banda sonora de Antón García Abril retumbando en el hall del hotel de Teherán). Occidente existía, pues, en lo concerniente a monumentos emblemáticos y fauna ibérica, pero censura absoluta en lo respectivo al modus vivendi de sus habitantes. Sus mujeres, por supuesto, eran invisibles.

La tercera, la peor, la “social”

Conocí, en vivo y en directo, la “policía de la moralidad” en forma de una pareja que me escoltó durante todo el recorrido por el país. El cometido de este particular séquito consistía en atormentar a nuestro guía (en Irán no hablaba inglés absolutamente nadie y era imposible ir por libre a ningún sitio) cuando se me movía un poco el pañuelo, me reía con naturalidad ante el comentario de algún amigo varón del grupo o me dirigía a alguno de ellos, (que no fuese mi marido) con ademanes inmorales (como tocarle un brazo o mirarlo directamente al hablarle). El guía, con cara de absoluta desesperación, traducía las reprobaciones varias, aunque sin dirigirse nunca a mí. Todas las críticas iban precedidas del consabido ”dígale a su esposa que…”, puesto que el receptor era mi marido (que desconcertaba al guía con afirmaciones revolucionarias como “es inútil, ella no hace caso a nadie nunca”).

Y ahora no bromeo. Aunque sociedades que discriminan a las mujeres hay muchas (es más, prácticamente en todas quedan vestigios e inercias reprobables que tardarán todavía en desaparecer), en Irán esta indignidad está recogida, redactada y articulada en sus códigos legislativos.

  • Por una parte, se reformó su código civil, tras el establecimiento de la república islámica de 1979, para incluir artículos concretos que regularan las obligaciones específicas de las mujeres y asegurar su sometimiento a los hombres en todos los aspectos. Análogamente, se incorporaron artículos dirigidos a los hombres para responsabilizarlos del cumplimiento preceptivo de esas obligaciones por parte de las mujeres a su cargo (madres, hijas o hermanas).
  • Por otro lado, y dentro de su código penal, se añadieron durísimas penas por infringir estas arbitrarias normas. En las escasísimas veces que ello ocurre, las penas recaen sobre las mujeres, indistintamente de si el infractor es hombre o mujer.
Las leyes que van en contra de la naturaleza (primero) y de la lógica (después) se mantienen a base de un continuado y titánico gasto energético

Para que sea posible la viabilidad práctica y generalizada de tamaña injusticia reglada, es necesario hacer grandes esfuerzos e invertir muchos recursos. De hecho, las leyes que van en contra de la naturaleza (primero) y de la lógica (después) se mantienen a base de un continuado y titánico gasto energético. Lo comprobé de primera mano con aquellos hombres que invirtieron su trabajo en seguirme y escrutar escrupulosamente mi manera de interaccionar con el mundo durante diez días. Y lo hicieron con una eficiencia absoluta. Me lo recriminaron prácticamente todo: cada gesto, cada movimiento y hasta el propio tono de mi voz eran interpretados sistemáticamente como presuntos atentados contra la moralidad del país.

A pesar de ello; tuve tres grandes momentos que para mi patrimonio emocional quedarán eternamente:

1.- La maravilla de contemplar mi soñada Persépolis en absoluta exclusividad. Escuchar la interpretación sobre la procesión de persas y medos de los bajorrelieves del palacio de la Apadana por parte de mi tío (que, en esos tiempos, sabía mucho más de arte que yo), con el único sonido de fondo de nuestros propios ecos, fue un privilegio difícil de olvidar.

2.- El momento en que una de las adolescentes que me seguían por el iwan meridional de la gran plaza de Isfahán me hizo señas de que me acercara a una columna de la sala hipóstila y allí, entre señas y un inglés rudimentario, me preguntó, ojo al dato, si “era verdad que en mi país las mujeres íbamos sin cubrir la cabeza”. Aproveché el descuido de mis escoltas para, amparándome en la anchura protectora de la columna, arrancarme con un placer indescriptible el trapo asqueroso que anulaba mi feminidad y, al más puro estilo de Hollywood, sacudir la cabeza dejando que luciera mi melena en todo su esplendor. La cara de aquella niña (y las de sus cuatro amigas), entre admiración, sorpresa, alucine y pavor a las posibles represalias, están grabadas a fuego en mi mente. Les hablé con fuerza, con ilusión, con determinación, con rebeldía… con esperanza. Les hablé en español arengándolas a luchar por ellas mismas, por su libertad, por su futuro. No entendieron el idioma pero entendieron perfectamente el mensaje. Porque hay un lenguaje universal y es el de la fuerza humana, el de la rebeldía ante las injusticias, el de la confianza en la superación de las adversidades, el del deseo de libertad. En ese esperanto emocional les dije que no tolerasen que tuviesen que entrar en los edificios por puertas diferentes, que no aceptasen tener la obligatoriedad de ocupar solo las partes traseras de los autobuses, que no se dejasen anular en tantos y tantos procederes marginadores y excluyentes que tuve la vergüenza de presenciar.

Busco en las imágenes de las iraníes que aparecen en los telediarios intentando reconocer sus ojos en algunas de las heroínas que se juegan el pellejo ante los esbirros de los castrantes ayatollah. Me encanta pensar que algunas de esas valientes jóvenes son las hijas de las testigos de mi transgresor gesto.

3.- El instante en que subí al avión de la desaparecida Alitalia y, por segunda vez en diez días, pude liberarme del trapo represor (al que me niego a llamarlo con alguna de las denominaciones con las que los políticamente correctos quieren hacer distinciones en función de lo parcial o totalmente que anulen la grandiosa y bella anatomía femenina). Esta vez no me escondí, esta vez no había temor a ser vista. Estaba ya bajo el amparo del respeto y la libertad. Grité con todas mis fuerzas “freedom” y bendije la suerte de haber nacido en occidente.

Yo volví pero nunca olvidé dos cosas: que ellas se quedaron y que no todas las culturas son dignas de un mismo y equidistante respeto.

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