Si alguien tenía dudas, han quedado sobradamente despejadas. Con un “átense los machos” terminaba yo mi artículo de la pasada semana. No pensé que tuviéramos que hacerlo tan pronto. Estábamos aún pasando por el escáner al nuevo Gobierno cuando cayó la bomba. Todo planificado para no conceder respiro a nadie. Lo de Dolores Delgado no es una ocurrencia de última hora. Con su nombramiento como fiscal general Pedro Sánchez persigue al menos cuatro objetivos: pertrecharse argumentalmente ante la negociación con el independentismo, cumpliendo con la palabra dada (aquello de desjudicializar); mantener a la oposición donde le conviene, es decir, en el terreno de la crítica feroz, para muchos incorregiblemente facha; encarecer un teórico pacto con el PP y Ciudadanos para la renovación del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional; y poner fin a las veleidades autonomistas (¡qué se habrán creído estos!) de los fiscales.
La propuesta de colocar al frente de la Fiscalía General a quien ha sido reprobada por el Parlamento tres veces en un mismo año, a quien habrá de abstenerse cuando lleguen a su mesa los graves asuntos que conoció como ministra y que siguen pendientes, a quien puede explotarle en cualquier momento otra de esas bombas racimo que deja caer de tanto en tanto Villarejo; poner al mando de una institución esencial para el equilibrio institucional y la credibilidad de nuestra democracia a alguien, en definitiva, tan débil profesional y políticamente, sólo puede obedecer a la pretensión de someter sin mayores esfuerzos, llegado el caso, a la elegida; a la certeza de que, cuando toque, la ungida situará el agradecimiento a su mentor por delante de las obligaciones del artículo séptimo del Estatuto Fiscal: “Por el principio de imparcialidad el Ministerio Fiscal actuará con plena objetividad e independencia en defensa de los intereses que le estén encomendados”.
El anuncio de la designación de Delgado causó incredulidad, sorpresa y hasta estupor en algunos de los nuevos -y veteranos- miembros del recién estrenado Gabinete
De no haber mediado la apuesta por Delgado, la elección del ministro del ramo, Juan Carlos Campo, no habría tenido otra lectura que la del nombramiento lógico, en estas delicadas circunstancias, de un hombre de confianza, de partido y razonablemente competente, para asumir una responsabilidad a la que los acontecimientos venideros van a dotar de una mayor trascendencia. Pero la 'operación Delgado', al acentuar la sospecha de que la política judicial diseñada por Sánchez no obedece tanto al interés general sino a las exigencias de Junqueras, coloca al nuevo titular de Justicia -muy receptivo a la posición apaciguadora que, frente al independentismo catalán, vienen defendiendo los dirigentes del PSC, empezando por Miquel Iceta y Meritxell Batet- en el vértice de una estrategia que huele demasiado a intervencionismo, a intento de control de los instrumentos de respuesta judicial de los que dispone un Estado de Derecho.
El anuncio de la designación de Delgado como sustituta de María José Segarra causó incredulidad, sorpresa y hasta estupor en algunos de los nuevos -y veteranos- miembros del recién estrenado Gabinete. Hasta ese momento todo marchaba sobre ruedas. Para Sánchez. El mensaje de moderación en la política económica, Calviño y Escrivá mediante, había tranquilizado a los mercados y conformado a Bruselas. Además, su socio preferente se había tragado sin hacer el menor aspaviento una estructura que dividía al Gobierno en dos. Pero no en dos gobiernos paralelos, sino en uno de primera y otro de segunda. La película se podría muy bien titular: “Un Gobierno y cinco direcciones generales”, porque, en clave de poder real, poco más es lo que ha sacado en claro Pablo Iglesias.
Iglesias se ha tragado sin hacer el menor aspaviento una estructura que divide al Gobierno en dos; pero no en dos gobiernos paralelos, sino en uno de primera y otro de segunda
En esto, justo es reconocerlo, el presidente ha mantenido su palabra. En campaña anunció que de ningún modo consentiría un Gobierno dentro del Gobierno y ha cumplido. El papel reservado a Iglesias y los suyos es accesorio. Tendrán presencia en los medios; en eso son expertos. Pero el presupuesto que van a manejar es casi una broma. Y sin presupuesto no hay política. Con la distribución de competencias, Sánchez le ha venido a decir a Iglesias: “Haz lo que quieras, pero que no sea muy caro”. Los departamentos que controla Podemos son una cáscara hueca. Son poco más que un centro de coste, la guinda de un pastel que otros se disponen a cocinar. Lo que han diseñado Sánchez y Redondo es un Gobierno de dos velocidades, un convoy con un furgón de cola de ruedas cuadradas del que más pronto que tarde alguien se bajará cuando constate que lo desengancharon al poco de arrancar y ahí sigue, en vía muerta. Ya se hacen apuestas acerca de la fecha en la que ese prístino ejemplo de coherencia llamado Manuel Castells, tras semanas de buscar y no encontrar ni el volante ni el acelerador, dará la espantada.
Lo de Dolores Delgado, además de una maniobra de indudable trasfondo político, es un premeditado acto de injustificado exhibicionismo, un declaración solemne de falsa supremacía, una forma indirecta de decirle a Pablo Iglesias, el mismo Iglesias que pidió la dimisión de la próxima fiscal general y hoy exhibe unas imprevistas tragaderas, quién manda de verdad en el Gobierno.
Post scriptum: Alguien desde Zarzuela -o desde sus entornos- debería pedirle educadamente a Santiago Abascal que dejara de usar el nombre del Rey en vano. Cuando se acusa a otros de “hacer lo que les da la gana con las instituciones”, lo mínimo es ser coherente con tal reclamación y dejar de instrumentalizar la Corona en favor de intereses estrictamente partidistas. Lo que hace Vox no es defender al Rey, sino favorecer la estrategia de los que no tragan a la Monarquía.
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