Casi nadie se acuerda de aquello. Y no creo que sea porque ha pasado mucho tiempo; la memoria se aquieta y deja de hervir cuando la sociedad da los acontecimientos por cerrados, algo que aún no sucede con la guerra civil y la represión franquista pero sí con esto que les cuento. Mañana, 30 de septiembre, se cumplen doscientos años del fracaso de la primera experiencia democrática en la historia contemporánea de España, el célebre Trienio liberal, que duró de 1820 a 1823.
Ciento sesenta años después, en febrero de 1981, en vísperas del penúltimo golpe de Estado que ha padecido nuestra nación (el último fue el de octubre de 2017), el presidente Adolfo Suárez dimitía ante las cámaras de televisión y lo explicaba con una frase tenebrosa: “No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Una vez más, sí. Y el Trienio liberal fue el primero de esos paréntesis.
En 1820, España estaba destrozada. En quiebra, completamente arruinada. Las que entonces se llamaban “colonias” americanas se estaban independizando una tras otra y el dinero no llegaba en los barcos. La guerra de la Independencia, concluida seis años antes, había dejado al país devastado y partido en dos: los partidarios del absolutismo real, con la mayor parte de la Iglesia y la nobleza al frente, y los liberales, que habían redactado en Cádiz, en 1812, una Constitución avanzadísima para la época. Aquella Carta Magna, la primera (y la última, hasta la de 1978) pensada para que en ella cupiesen todos y fuese útil a todos, fue adoptada en varios lugares de Europa, sirvió de modelo a otras constituciones europeas parecidas y se convirtió en un símbolo de la libertad, la igualdad y la fraternidad para millones de personas.
Como sublevación, fue un desastre: el hombre anduvo dando vueltas por Andalucía, tratando de levantar a la gente, y no entró en Madrid hasta marzo, casi tres meses después
Duró muy poco. Cuando el “deseado” Fernando VII, al que su propia madre llamaba marrajo y felón, regresó a España en 1814, impuso una tiranía brutal y una represión (con los curas al frente) inhumana: los liberales fueron encarcelados, exiliados y, en muchísimos casos, asesinados.
Pero, más que aquel cabrón con pintas de Fernando VII, lo que reinaba era el hambre. Y el desánimo. Y el abatimiento. El general Rafael del Riego se pronunció (entonces se inventó aquella palabra) en Cabezas de San Juan, el día de año nuevo de 1820, al frente del ejército que debía partir a América a sofocar la rebelión de los criollos. Como sublevación, fue un desastre: el hombre anduvo dando vueltas por Andalucía, tratando de levantar a la gente, y no entró en Madrid hasta marzo, casi tres meses después. Y el ejército, y desde luego la gente, restablecieron la Pepa, la Constitución de 1812.
El Rey cedió, qué remedio le quedaba. Dijo una frase que ha pasado a la historia como ejemplo de hipocresía y cinismo: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Era mentira, por supuesto. Desde el primer instante se dedicó a sabotear las acciones del gobierno, a promover sublevaciones en su favor y, esto sobre todo, a pedir ayuda a sus “primos” de Europa, que acababan de derrotar a Napoleón y que estaban reforzando en casi todas partes (Austria, Rusia, Prusia, sobre todo Francia) el absolutismo monárquico.
Para conseguir la libertad de un país en medio de un entorno claramente hostil hacen falta muchas cosas, pero sobre todo una: dinero
La experiencia del Trienio liberal no podía salir bien, era imposible. Para conseguir la libertad de un país en medio de un entorno claramente hostil hacen falta muchas cosas, pero sobre todo una: dinero. Recursos. Una España arruinada y un gobierno rico solo en voluntad no podían hacer frente a todo lo que se les vino encima.
Y esto fueron muchas cosas. La primera, la falta de costumbre de ejercer esa misma libertad. No había precedentes históricos. Frente a la cada vez más poderosa organización conspiratoria de los llamado realistas (a quienes pocos años antes se llamaba serviles), los constitucionalistas estaban divididos, partidos en facciones enemigas, enfrentados entre sí. Supongo que esto nos suena hoy mucho a todos.
Luego estaba la corrupción. Allí robaba todo el mundo, quizá con la sensación de que, ausente el gato, hacen fiesta los ratones. Galdós cuenta esto con enorme crueldad, y con su peor bilis, en uno de los más torpemente escritos (y más conocidos) de sus Episodios nacionales: el titulado El Grande Oriente, en el que don Benito, aquel comecuras atrabiliario, echa la culpa del desastre general a la Masonería. Esto es significativo porque es casi la única crítica que recibieron los masones españoles, en dos siglos, que no tuviese su origen en el odio de la Iglesia, a la que la monarquía absoluta obedecía en esto con toda sumisión.
Lo peor era lo del Rey. Nunca se cansó de conspirar contra la Constitución que había jurado, aunque fuese a la fuerza, y contra los gobernantes. Hubo episodios chuscos
La realidad no era ni mucho menos tan esperpéntica como la describe Galdós (que escribe más de medio siglo después de aquello que cuenta), pero es verdad que muchos liberales pertenecían a las Logias, que aquella era la primera vez que estas podían funcionar fuera de la clandestinidad (de nuevo la falta de costumbre de la libertad) y que en las reuniones masónicas, a las que acudía todo el mundo que tenía cierta importancia, se nombraban ministros y se levantaban o tumbaban gobiernos. Riego era masón. Evaristo San Miguel, seguramente el hombre más intachable y más importante de aquellos tres años (y uno de los grandes del siglo XIX), también lo era. Y muchos más.
Pero lo peor era lo del Rey. Nunca se cansó de conspirar contra la Constitución que había jurado, aunque fuese a la fuerza, y contra los gobernantes. Hubo episodios chuscos. Cuando los Cien Mil Hijos de San Luis invadieron España para acabar con el régimen constitucional, el Gobierno se trasladó primero a Sevilla y luego a Cádiz. Fernando VII se negó a viajar. Estaba clara su traición pero, según la Carta Magna, el Rey no podía ser traidor, eso era imposible. ¿Qué hacer? Pues le declararon “pasajeramente loco” y se lo llevaron, a él y a su tremenda familia, a Andalucía, bajo la amenaza de trasladarlo atravesado en un burro si se resistía. Aquel cobarde no se resistió, menudo era.
Los mencionados Cien Mil Hijos de San Luis eran un ejército básicamente francés, mandado por el duque de Angulema, en cuya vanguardia (esto lo decían mis profes Josep Fontana, David Ruiz y Alberto Gil Novales) marchaban unos 35.000 realistas, muchos de ellos curas y frailes, que eran los que pegaban los tiros, mataban a sus compatriotas y cometían las atrocidades que luego pintó Goya. Encontraron poca resistencia, esa es la verdad. Cruzaron el país sin mayores dificultades y también sin demasiadas prisas: llegaron a Cádiz en junio, sitiaron la ciudad igual que en la guerra de la Independencia y el 30 de septiembre (mañana se cumplen dos siglos) el Gobierno decidió dejar libre al Rey, que había prometido “amnistía” (caramba, qué casualidad), perdón para todos, olvido del pasado y reconciliación.
Dos siglos más tarde, ¿qué queda de todo aquello? Yo creo que sobre todo una cosa: la conciencia de que la democracia, la libertad, los derechos individuales y colectivos, no son nunca irreversibles
No hubo nada de eso. El canalla de Fernando VII olvidó inmediatamente sus promesas, no hizo ni caso de las peticiones del duque de Angulema para que fuese generoso y desató no solo la tiranía, sino la represión más espantosa que ha vivido España hasta el triunfo de Franco en la guerra civil, 116 años después.
Dos siglos más tarde, ¿qué queda de todo aquello? Yo creo que sobre todo una cosa: la conciencia de que la democracia, la libertad, los derechos individuales y colectivos, no son nunca irreversibles. Hay que defenderlos todos los días, hay que estar vigilantes siempre, como decía Simone de Beauvoir. Lo mismo ahora que entonces.Aquellos “revolucionarios” de 1820, que en realidad eran unos burgueses bastante conservadores incluso para los parámetros de hoy, sin duda pondrían un gesto sarcástico si nos viesen ahora, peleando los diputados en el Congreso con la misma futilidad y la misma mala leche con que discutían ellos, y poniendo el riesgo el futuro mismo de la nación, futuro que está a la venta ante los mercaderes del Templo. Como ellos.
Los tiempos cambian, pero hay rasgos en el carácter de los españoles que parecen indelebles, pasen los siglos que pasen. Hace tiempo que creo que eso no tiene remedio.
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