Opinión

Argentina y la crisis eterna

Argentina se encuentra ante el dilema del tranvía. Queda un año para las elecciones y el Gobierno no sabe qué hacer

La tasa de inflación anual de Argentina superó el 70% a finales de julio y está ya por encima del 71%, el nivel más alto en tres décadas. No es una estimación, son datos oficiales que ha hecho públicos el Gobierno argentino. En otros tiempos, los de la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina estaba prohibido tanto publicar datos sobre inflación como informar sobre ella. El que osaba meterse en ese charco se exponía a una sanción, así que la inflación se medía indirectamente en función de la pérdida de poder adquisitivo del peso.

Alberto Fernández no ha llegado a tanto, el Instituto Nacional de Estadística publica los datos de inflación que estarán, como en todos los países, más o menos cocinados, pero que al menos permiten hacernos una somera idea de cómo el peso pierde valor de forma sostenida. La inflación no es que suban los precios, la inflación es la pérdida de valor de la unidad monetaria y, como consecuencia, suben los precios. Si se pone algo a la venta y se descuenta que la moneda en la que se librará el pago vale menos que hace un mes se pide más. Esto es así desde siempre. La inflación no es algo que se haya inventado ahora, nuestros antepasados desde tiempos de la antigua Roma vienen padeciéndola por la irresponsabilidad de los Gobiernos, que gastan por encima de nuestras posibilidades y crean dinero para tapar el agujero que ellos mismos han cavado.

En Argentina la inflación se ha desbocado, está por encima del 70%, pero muchos son los analistas que la sitúan en el entorno del 90% a finales de este año. Eso coloca al país en el grupo de cabeza de la inflación mundial junto a Venezuela, Turquía o Sudán. La inflación está poniendo en jaque a muchos países en desarrollo. Sus ciudadanos se ven obligados o a recurrir al trueque ya que nadie se fía de la moneda nacional, o los aboca a los mercados de divisas paralelos, algo de lo que en Argentina saben mucho. Desde hace años conviven con varios tipos de cambio respecto al dólar. Tienen por un lado el cambio oficial, por otro el dólar turista, que es el cambio que se aplica en las compras realizadas con tarjeta de crédito en el exterior del país y, por último, el dólar blue que, en honor a su naturaleza, debería llamarse dólar black porque opera en un mercado informal.

Esos pesos cada vez valen menos así que, para evitar que se deshagan de forma masiva de sus pesos cambiándolos por dólares, hay un mecanismo llamado cepo cambiario

Aparte de estos tres dólares, que son los principales, hay unos cuantos más: el dólar ahorro, el dólar mayorista, el dólar soja, el dólar solidario, el dólar contado con liquidación, el dólar bolsa (también conocido como dólar MEP, acrónimo de mercado electrónico de pagos) y creo que me dejo alguno. Son tantos los tipos de cambio que es difícil mantenerse al día. Lo que el Gobierno argentino quiere es que sus súbditos no utilicen dólares y se las arreglen con los pesos que imprime el banco central, pero esos pesos cada vez valen menos así que, para evitar que se deshagan de forma masiva de sus pesos cambiándolos por dólares, hay un mecanismo llamado cepo cambiario. Eso obliga al argentino de a pie a cambiar sus pesos en el mercado blue, que es siempre el más caro. El cambio del dólar blue es libre y se realiza de forma informal en casas de cambio clandestinas denominadas cuevas, o por la calle donde los que tienen dólares los venden en transacciones privadas. Los argentinos, siempre ocurrentes y precisos con los nombres, a estos vendedores callejeros los han bautizado como “arbolitos”.

Los problemas de Argentina no se limitan a la inflación algo a lo que, por lo demás, están muy acostumbrados. En Argentina la inflación no baja del 10% desde 2009 y en los últimos tres años se ha ido más allá del 50%. Si echamos la vista atrás nos encontramos con que, con la excepción del breve periodo comprendido entre 1994 y 2001, las tasas de inflación de Argentina han sido siempre elevadísimas. Entre 1989 y 1990 hubo una hiperinflación y antes de eso, durante la década de los 80, se mantuvo siempre por encima del 100%, en 1984 y 85 supero incluso el 600%. Pocos en el mundo saben tanto de inflación como los argentinos. Por eso miran a los europeos y a los estadounidenses con una media sonrisa cuando ponen el grito en el cielo porque el IPC se les ha ido al 10%.

Aparte de la inflación, Argentina tiene que lidiar con un déficit público muy alto y una deuda pública también muy alta. De hecho, ambos son propios del primer mundo. El déficit ronda el 5% sobre el PIB y la deuda el 80% sobre PIB. Si Argentina fuese un país rico con una moneda fuerte no pasaría gran cosa, pero ni es rico ni el peso vale demasiado. Para los argentinos esto es un día más en la oficina. Los más mayores tienen una sensación de dejà vu de algo que ya han vivido una o dos veces. Cualquier argentino mayor de 40 recuerda el “argentinazo” de 2001 y cualquiera mayor de 50 recuerda la hiperinflación de finales de los 80. Todos se temen algo parecido, aunque aún no saben por dónde va a romper la cosa. Desconocen si el Gobierno se decidirá por un plan de ajuste que derive en protestas callejeras o si declarará la suspensión de pagos primero y eso provoque protestas callejeras. En ambos casos la crisis política está asegurada, más aún cuando el año próximo hay elecciones presidenciales.

Si salen al extranjero y compran fuera con su tarjeta, el Estado les aplica un recargo de casi el 50% sobre la transacción en una carrera ya desesperada por evitar la fuga de divisas

En las últimas elecciones la crisis económica del último año del macrismo fue la gran protagonista, esta vez lo que tenemos es esa misma crisis con esteroides. Argentina ha empeorado en todos los indicadores. La pandemia le ha pasado por encima, al igual que la guerra de Ucrania, los problemas de suministro y la crisis energética. Pero Argentina venía ya tocada. Actualmente en torno al 40% de los argentinos vive por debajo del umbral de la pobreza. La economía, que está altamente dolarizada debido al mínimo valor del peso, se está quedando sin reservas de divisas. Comprar dólares en el mercado legal es muy complicado, así que los argentinos tratan de obtenerlos a un precio mucho más alto, pero no les importa, en cuanto pueden se deshacen de sus pesos porque saben que mañana valdrán menos. Si salen al extranjero y compran fuera con su tarjeta, el Estado les aplica un recargo de casi el 50% sobre la transacción en una carrera ya desesperada por evitar la fuga de divisas.

Ante semejante panorama, el Gobierno gasta mucho más de lo que ingresa, el banco central sigue imprimiendo más y más pesos y entre ambas cosas empujan el valor de del peso a la baja, lo que agrava aún más los problemas. Para contener la sangría la semana pasada, el banco central subió los tipos de interés hasta el 69,5% en un postrer intento por controlar la inflación, que no lo hará, pero secará aún más la inversión y el crecimiento económico.

Desde que se unió al FMI en 1956, Argentina ha pedido ayuda al fondo en 22 ocasiones. En 2001 les informó que no pagaban 21.600 millones que les adeudaban porque estaban secos

A modo de guinda del pastel, Argentina debe al Fondo Monetario Internacional 40.000 millones de dólares del préstamo que solicitó Macri en 2018. Fernández y los peronistas le atacaron entonces con saña por entregarse al FMI, pero ellos también han pedido prestado al fondo. A principios de este año solicitaron 44.000 millones para devolver lo que debían. A cambio se comprometieron a sanear las cuentas, cosa que, por descontado, no han hecho. En la sede del FMI en Washington ha empezado ya a cundir el nerviosismo. Podría ser que Argentina se declarase en quiebra y no sería la primera vez. Como en el caso de la inflación, de quiebras los argentinos también saben mucho. Desde que se unió al FMI en 1956, Argentina ha pedido ayuda al fondo en 22 ocasiones. En 2001 les informó que no pagaban 21.600 millones que les adeudaban porque estaban secos.

Tras la crisis de 2001 muchos argentinos empezaron a culpar (y aún culpan) al FMI por imponer duras condiciones que empeoraron la situación económica del país. Culpaban, en definitiva, al acreedor, algo habitual en Estados muy endeudados cuyos Gobiernos se las apañan para convencer a parte de la opinión pública de que el culpable de todo lo malo es quien les ha prestado el dinero, pero sólo una vez se lo han gastado y no pueden devolverlo. Cuando acuden al FMI o al mercado para pedir los acreedores son buenos, honrados inversores que confían en el futuro del país, luego se convierten en buitres desalmados que especulan con los hambrientos. Es una historia que ha sucedido tantas veces que nos la sabemos de memoria.

El FMI suele condicionar los préstamos a que se efectúen reformas destinadas a controlar el déficit y aminorar la deuda, eso se traduce en menos gasto, recortes en los subsidios y descontento entre los beneficiarios de la largueza estatal. Una de las razones de la subida de los tipos de interés es acercarlos a la tasa de inflación, una de las cosas que el FMI ha pedido, pero no la única. También ha exigido a Alberto Fernández que cuadre las cuentas como bien pueda o sino que se olvide de su ayuda.

El peronismo, que ha ido adoptando diferentes caras y habita en casi todos los partidos políticos del país, prioriza el gasto a corto plazo para alimentar una nutrida clientela

A principios del siglo XX, Argentina era más rica que España e Italia, incluso que Alemania. Llegaron millones de inmigrantes europeos atraídos por la promesa de una vida mejor, algo que obtuvieron durante décadas. Entonces llegó Juan Domingo Perón, un general que les ofreció la luna a los argentinos. Los primeros años funcionó porque el país era rico y tenía reservas, luego fue yendo a menos. Ninguno de sus sucesores se atrevió a tocar lo esencial del peronismo: un Estado gigantesco y extraordinariamente generoso con subsidios de todo tipo que han servido de base para una corrupción muy extendida que castiga a Argentina desde entonces. El peronismo, que ha ido adoptando diferentes caras y habita en casi todos los partidos políticos del país, prioriza el gasto a corto plazo para alimentar una nutrida clientela a costa del desarrollo económico a largo plazo. La realidad es que lo de Argentina ha sido un corto plazo muy largo.

En Argentina hay mucha más gente viviendo del Estado de la que el Estado puede permitirse, los sindicatos son todopoderosos y tienen infinidad de privilegios, los impuestos para el que produce son altísimos, al nivel de los países europeos o incluso más. Es, además, un país muy proteccionista. Importar algo es realmente caro, los aranceles son altísimos, pero aun así no les basta y quienes exportan también han de abonar una tasa. La soja, por ejemplo, que es uno de sus principales bienes de exportación tiene un arancel de salida del 33%. Nadie quiere invertir un céntimo en un lugar así ya que las ganancias son inciertas, los costes seguros y las sorpresas garantizadas porque a eso hay que sumar la afición de ciertos Gobiernos por nacionalizar empresas. Ahí tenemos lo de YPF en 2012, que le fue arrebatada a Repsol de un día para otro y que aún colea en los tribunales diez años después.

Argentina se encuentra ahora ante el dilema del tranvía. Queda un año para las elecciones y el Gobierno tiene que decidir si el tranvía sigue su curso y atropella a las cinco personas que hay atadas a la vía o si lo desvía y pasa por encima de una que está en la vía justo después del desvío. No saben muy bien qué hacer, y esto explicaría el baile de ministros de Economía del último mes y la inquietud generalizada, pero el desvío está cada vez más cerca y les guste o no tendrán que tomar una decisión.

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