Opinión

El arte de mentir

Todas las lenguas sirven para mentir, permiten exagerar las virtudes y ocultar los vicios, posibilitan la crítica voraz, hiperbólica o destructiva y los elogios vacuos en retahíla. Para perpetuar el bienestar las personas más hábiles tienden a

Todas las lenguas sirven para mentir, permiten exagerar las virtudes y ocultar los vicios, posibilitan la crítica voraz, hiperbólica o destructiva y los elogios vacuos en retahíla. Para perpetuar el bienestar las personas más hábiles tienden a optimizar aquello que los protege, y demoler lo adverso. Y no se trata de un voluntario o justificado desprecio, sino de un productivo autoengaño.

Mentir, en definitiva, resulta útil. Las personas que se engañan a sí mismas tienden a ser más felices. Si utilizamos palabras bondadosas, vivir se hace más llevadero porque los deseos pueden volverse realidad y ayudan a superar los miedos. Cuando algo preocupa se eclipsa con un “todo irá bien” aun sin pruebas que lo respalde. Y algo difícil de creer: las personas que saben mentir son percibidas como más amables y amigables que las que suelen aferrarse con vehemencia a la verdad.

Quienes dominan y manejan con habilidad la mentira obtienen mejores puestos de trabajo, atraen más y mejor a sus parejas y amigos, sacan ventaja en situaciones comprometidas o livianas, individuales o colectivas y disfrutan más las relaciones sociales. La primera fuerza que dirige al mundo es la mentira, decía el filósofo Jean François Ravel.

La mayor virtud de un político, aquella que ha de conducirle al liderazgo, no es, la mayoría de las veces, la rectitud de sus palabras, ni sus dotes de orador, ni siquiera su cultura

Pertenece a la publicidad el más hábil manejo de la lengua y la imagen para ajustar la realidad a lo que más conviene. Condensados mensajes son desmesuradamente capaces de potenciar, destacar o enfatizar, y también de omitir, ocultar o evitar todo aquello que pueda servir para vender un producto. El mismo principio se aplica a las campañas electorales.

En este sentido nuestras lenguas son un inconveniente porque no podemos confiar en la veracidad de lo que transmiten. El entorno no es lo que vemos, ni lo que oímos, ni siquiera lo que sentimos, sino lo que las palabras permiten interpretar. Quienes más a su favor utilizan el lenguaje truecan en ficticio un asunto engorroso; y, al contrario, una torpeza en el uso puede hacer una montaña de un pequeño e insignificante asunto de la cotidianeidad. La mayor virtud de un político, aquella que ha de conducirle al liderazgo, no es, la mayoría de las veces, la rectitud de sus palabras, ni sus dotes de orador, ni siquiera su cultura, sino las formas más aviesas y menos comprobables de manipulación del lenguaje.

Antes de decidir que la honestidad es la mejor política en todos los ámbitos, más vale saber que mentir puede ser bueno

Mentir es el un valor intelectual. ¿Se imagina alguien al seductor Casanova o a don Juan Tenorio conquistando a su víctima sin la posibilidad de manipular sus intenciones? Somos, en esencia, mentirosos.

Las palabras representan la realidad, pero no son la realidad. Sobre ese artificio se construyó, vaya usted a saber de qué manera, el lenguaje. «Quien dice hombre dice lenguaje, y quien dice lenguaje dice sociedad.» Escribió el filósofo francés Claude Levi-Strauss.

Muchos son los casos en que la mentira supera con creces a la verdad. No solo se trata de salir de situaciones incómodas o de potenciar el ego. Aprender a mentir es un logro importante en el desarrollo humano. Por eso, antes de decidir que la honestidad es la mejor política en todos los ámbitos, más vale saber que mentir puede ser bueno.

Sánchez miente, pero sin arte, a lo salvaje. A sus votantes fijos no les preocupan sus falsedades, al contrario, prefieren la tergiversación a la honestidad si se torna en victorias electorales que mantengan al mentiroso en el poder. A tal extremo ha llevado sus trampas que ahora se exculpa porque no ha mentido nunca, los que mienten son los otros, él solo ha cambiado de opinión. Una mentira para encubrir otra.

Fue entonces cuando Feijóo se sirvió del arte de mentir y se equipó con las mismas soflamas que su rival. Y esa estrategia no estaba prevista por el profesional del engaño

El arte de mentir es una virtud del intelecto. El candidato Feijóo forjó su agudeza en el debate preelectoral mucho mejor que Sánchez, que nunca tuvo un pelo de sincero, ni de limpio. La gente lo ve, salvo los de su cuerda, como un mentiroso enfermizo liberado de escrúpulos. Fue entonces cuando Feijóo se sirvió del arte de mentir y se equipó con las mismas soflamas que su rival. Y esa estrategia no estaba prevista por el profesional del engaño, que se consideraba único en el arte de la tergiversación. Por eso no pudo defenderse de los ataques del gallego que utilizaba su metralleta acusadora con más habilidad que el maestro de la mentira. Y el Presidente fue tocado y hundido.

Y como no esperaba encontrarse con alguien que superara sus artes, el engañador fue engañado. También don Juan Tenorio fue burlado por Cupido, que lo enamoró de doña Inés para que dejara de ser Donjuán. Derrotado con su propio armamento, murió el embaucador de mujeres y el timador de electores quedó derrotado porque la pugna de dos oponentes con las mismas armas facilita la victoria del más preparado. Ahora el timador timado recupera libremente su estilo y nos hará creer que sus 121 diputados más el separatismo nacional y el huido y buscado por la justicia superan a los 137 de Feijóo, más los apoyos de Vox, el partido demonizado por todos los demás, incluido el PP. ¿Logrará Sánchez convencer al león herido de Waterloo? ¿Tendrá que venderle su alma al diablo?

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