Muy probablemente, en gran medida, estamos asistiendo hoy a la tan temible cosecha de los frutos podridos, estamos contemplando a nuestro pesar la conversión natural e inevitable de aquellas semillas negras, enterradas ayer, con osadía, en el fértil campo de la más rica ignorancia.
La decadencia de algunas celebridades, ineludible y trágica en determinados casos, obliga casi siempre a adoptar roles grotescos. Lo que podría advertirse en un principio como pícara estrategia o tablón salvavidas, como espaldarazo de emergencia, acaba convirtiéndose invariablemente en sangrienta puntilla, en empujón definitivo que aboca al abismo insondable de la ignominia y del más grueso desprecio.
No habría suficiente tinta en las redes sociales —habría que subir al monte a buscar más— para descalificar exacerbada y groseramente, pongamos por caso, a un célebre y mediático veterinario que, un día cualquiera, inspirado por el capricho de un agudo dolor de muelas, se decidiese a opinar abiertamente sobre las particularidades de la escena teatral, sobre la conveniencia de abordar el verso de una u otra manera, sobre la oportunidad de exagerar enfáticamente un gesto o murmurar, con apropiado titubeo, el final de una estrofa.
Claro, que, entonces, no se estaría frivolizando, como ha ocurrido en estos casos, con la salud de una población.
La arrogante ignorancia de algunas celebridades en lastimosa y visible decadencia —que son arropadas inmediatamente, redoble de tambores, por otros fenómenos venidos a menos de la esfera pseudoartística— es tal, es tan terrible y apasionada, tan aparentemente infinita, que no se sonrojan ante las incontestables reacciones del gremio sanitario profesional, que no parpadean siquiera ante las contundentes evidencias que ofrece, como atronadora y desgarrada protesta, la comunidad científica. Harta ésta, por lo demás, de tanto intrusismo nocivo, de tanto vociferante pelagatos y viejas glorias enronquecidas e iluminadas.
Yo, anquilosada celebridad, actriz de polvorienta notoriedad, me encaramo al mullido sillón de la sabiduría y enarbolo sin pudor el cetro macizo de la absoluta verdad, y descalabro con él a quien se atreva a contradecirme. Mi reputación me precede. Aparecí en pelotas en el sagrado celuloide, ergo alguna cosa sé de la vida. De la vida y de lo que se tercie. Hasta de vacunas. Y ay de ti, miserable odiador, que pones en duda mi conocimiento amplio y sin fisuras, ay de ti, mamarracho, que subestimas el poder de mi popularidad, de mi cátedra.
Y así nos luce el pelo, y así, con motivo, se nos va por patas la ciencia.