Hubo un tiempo de optimismo en España. Un tiempo de consenso que nos permitió superar desafíos enormes. Los antiguos enemigos se saludaban cordialmente en el hemiciclo del Congreso y todos arrimaban el hombro. De la sombra negra de la Guerra Civil solo se acordaban los abuelos, obsesionados con que los demonios nunca volvieran a desatarse. Crecía la economía, se asentaban las libertades, nos integrábamos en Europa.
Mirando alrededor uno se pregunta dónde quedó aquel espíritu. Seguimos estando entre las quince primeras economías del mundo, a pesar de la sacudida de la crisis. Somos el país más saludable. El segundo en longevidad. El quinto con mejor calidad de vida. Entonces, ¿por qué estamos tan cabreados?
Vivimos tiempos de exageración, de trampas retóricas, de demagogia. Malos ingredientes para una larga campaña electoral. Frente a los grandes problemas, los partidos ofrecen fintas. Escudriñan los fichajes de los rivales para echárselos en cara. Hacen mucho ruido, como para que no se escuche el silencio. Una realidad de mentira.
Sánchez se pasea con la momia del Caudillo, como si quisiera colocarla en la vicepresidencia, y un demenciado Tezanos compara a Ciudadanos, PP y Vox con el partido nazi
Los supremacistas catalanes no son los únicos que se inventan universos paralelos. Al calor del MeToo, algunos grupos feministas de la última hornada se han empeñado en fomentar un clima de histeria que no se había visto ni cuando la sufragista Emily Davison fue arrollada por el caballo de Jorge V. Los oíamos recientemente gritar que nos pagan menos y nos pegan más. Que nos asesinan por ser mujeres. Que por favor nos dejen llegar sanas y salvas a casa. Y las niñas se aterrorizan y las nubes se levantan. Un taxista voluntarioso pone un lazo morado en su vehículo para indicar que es un lugar seguro. Y luego están las estadísticas.
Resulta que España está entre las cinco mejores naciones del planeta para nacer mujer, según el estudio anual del Instituto para la Mujer, la Paz y la Seguridad de la Universidad de Georgetown (EEUU). Estamos por detrás de Islandia, Noruega, Suiza y Eslovenia. Entre los once indicadores que se analizan, nuestro país puntúa muy alto en inclusión económica, igualdad legal y percepción de seguridad.
Si algunas pretenden hacer creer que estamos en el Medioevo, otros nos trasladan a las praderas de Misuri en el siglo XIX. Santiago Abascal monopoliza el debate a cuenta de la libertad de tener armas de fuego para defender el hogar. En España. Uno de los países más seguros, con una tasa de asesinatos de 0,7 por cada 100.000 habitantes (la media mundial es de 5,3), y con un índice de atracos que se ha reducido casi a la mitad en la última década.
Y ya que nos despeñamos por la pendiente de la desmesura, la decisión de Vox de incorporar a un puñado de generales retirados, con hojas de servicio impecables, provoca un rasgado de vestiduras que no recuerdo yo que se produjera cuando el ex Jemad Julio Rodríguez se incorporó a Podemos. Todos ellos están en su perfecto derecho. Más preocupante resulta que jueces y fiscales, cuyas decisiones sí afectan de lleno a los ciudadanos, entren y salgan del juego político. Aquí los periodistas tenemos poco que criticar, por cierto.
Los partidos solo ofrecen fintas. Escudriñan los fichajes de los rivales para echárselos en cara. Hacen mucho ruido, como para que no se escuche el silencio
Pero de pronto salta al ruedo Isabel Celaá y, como siempre, tropieza con el capote y se lía con las banderillas. Llama “preconstitucionales” a los partidos de oposición y habla de la “derecha de los coroneles y el pensamiento único” (¿qué derecha, qué coroneles y qué pensamiento?). Por lo menos el “trifálico” de su colega Delgado, mucho más lista que ella, tenía cierto ingenio. Y cuando ya se disipaba el regusto de la vergüenza ajena, un demenciado Félix Tezanos compara a Ciudadanos, PP y Vox con el partido nazi. Mientras tanto, Manuel Valls aporta su granito de crispación exigiendo cada lunes cordones sanitarios. Pablo Casado se acuerda de repente del aborto y lo mete en la coctelera. Pedro Sánchez se pasea con su gran fichaje, la momia del Caudillo, como si quisiera colocarla en la vicepresidencia. Y a falta de Banksy, tenemos vándalos que pintarrajean la catedral de Santiago pidiendo “gillotina” (sic) para los Borbones.
Todo son aspavientos. Las televisiones entran al trapo porque no se trata de informar, sino de liarla. Con una crisis política sin precedentes abierta por la ofensiva secesionista y las cuentas públicas en “veremos”, con tanto en juego, nos estamos ahogando en la frivolidad de un debate estéril.
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