¿No les parece todo falso, de plástico, sin la menor calidad? A mí sí. Y no hablo de esos políticos que pagamos para que nos estafen, mientan y tomen el pelo, aunque sean más torpes que el revólver del malo. Hoy me refiero a todo en general. Tenemos un entorno, porque me resisto a llamarlo civilización, que es de un pobre, estética e intelectualmente hablando, que da grima. Si existieron las edades de piedra, del bronce o del hierro, a esta bien podríamos calificarla como la edad del vómito, porque es lo que produce el cúmulo de vulgaridad obscena e infantil que pretenden hacernos pasar por cultura.
Ejemplos. Cualquier imbécil se pone a decir paridas rayanas en la oligofrenia en las RRSS y al cabo de nada es un youtuber referente, un icono. El primer pamplinas que dice tener una maleta cargada de sueños aparece en un concursillo que solo sirve para hacer todavía más millonarios a sus productores y ya lo tenemos en todas las listas de éxito. Un juntaletras que solo sabe decir sus lo van a subir, pograma, Grabié o que bien que lo pasemos escribe un manual de autoayuda para pajilleros estrábicos y lo peta. No hay rigor, no hay nivel, no hay nada que no tenga el listón más bajo que el braguero de Papá Pitufo.
Sé que ustedes dirán que esa pretendida fama tiene algo de bueno, y es que dura poquísimo. Cierto, porque el famosillo de hoy es el indigente mediático de mañana, pero no me consuela que el pelafustán que soporto el lunes sea el viernes un perfecto deshecho de tienta. Porque me crié en la idea, tonta, de que las cosas de la creatividad debían tener voluntad de futuro, deseo de proyectarse en las generaciones venideras. Nietzsche, lúcido en su locura, advertía que sus lectores eran los del mañana. A ver si nos entendemos, que no quiero darles la brasa hablando de Cervantes, Quevedo, Moliere o Shakespeare –que igual se llamaba Bacon–, Velázquez o Van Gogh. Hablo de cultura popular, de aquella que tenía la pretensión de ser más que carne de consumo fugaz.
Son cosas que me inclinan a una cierta melancolía. ¿Qué quedará de estos años? ¿De verdad alguien cree que la cultura balconera del aplauso o el tutorial de macramé van a ser considerados por la posteridad como algo más que efectos colaterales de mentes ofuscadas por un virus? De ahí que estos calores, que propician siestas homéricas y sudores de minero galés del XIX, me hagan reflexionar sobre el hecho cultural, que conforma toda época y moral. Somos lo que inventamos, y eso nos hace trascender nuestra condición de bestias que solo piensan en comer, dormir, cagar y aparearse y no siempre en este orden.
La cultura, esa maravillosa mentira, es lo que ha hecho al ser humano, lo ha hecho consciente de que él también puede crear, de que también puede jugar a ser Dios cuando escribe Guerra y Paz o compone la Quinta de Beethoven. Pero esa cadena se ha roto. Ahora no hay espacio para nada más que lo inmediato y, por tanto, fungible y desechable. Yo les propondría un juego sencillo, nada complicado. Busquen en Youtube algunos de los siguientes ejemplos. No se trata de leer ni de cosas intelectualoides, aunque lo sean, y mucho. Busquen el baile de Fred Astaire junto a Eleanor Powell en Broadway Melodies, dirigida por Norman Taurog y con la deliciosa música de Cole Porter Begin the Begin; a The Nicholas Brothers con el genial Cab Caloway y su orquesta en el film Stormy Weather, acrobático, clásico en su ritmo frenético, insuperable; al electrizante Ray Charles y su mítico Hit The Road Jack.
Son cosas normales, se dirán ustedes, pero no. Son productos destinados al consumo popular pero que, aun y así, tenían tamaña calidad que han devenido en obras maestras. Porque nuestros abuelos y nuestros padres sabían poner una nota de clase y distinción incluso cuando querían divertirse. Que es lo mismo que ser cultos.
No sé. Si Fred Astaire levantase la cabeza, igual se moriría también de asco. Tampoco me hagan mucho caso. Ya les he dicho al principio que nací en el siglo pasado. Mañana ya volveré a la política, aunque también me provoque asco. El mismo que hoy.
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