Opinión

La autodestrucción de la democracia española

Hacer política se ha convertido en sinónimo de parasitar y en cada elección aumenta el número de bocas que se amamantan del Estado. El voto ya no se gana, ahora se compra

“Utilizaremos vuestra democracia para acabar con vuestra democracia” amenazaba hace muchos años el predicador Omar Bakri Mohammad  desde Londonistán, esa miniteocracia islamista incrustada en las entrañas del Reino Unido.  Tras los atentados de Londres el 7 de julio de 2005, todas las miradas se volvieron hacia él y tuvo que huir al Líbano. Pero se ve que el hombre no sabía estarse quieto y allí también anduvo enredando, pues acabó siendo juzgado por terrorismo en 2014 y —siempre según el gobierno libanés—  condenado a prisión y a trabajos forzados. Me apuesto lo que quieras a que en esa cárcel ni hay piscina ni invierten un céntimo en  llevar a los presos de excursión y a comer en restaurantes como hacemos aquí.

En estos días previos a la “fiesta de la democracia” en los que, como siempre,  nos prometen el oro y el moro —de momento, sólo nos han traído al moro—, me viene a la cabeza una frase viral de G. Michael Hopf: “Los tiempos difíciles crean hombres fuertes, los hombres fuertes crean tiempos fáciles, los tiempos fáciles crean hombres débiles y los hombres débiles crean tiempos difíciles”. Y mientras escucho las propuestas de algunos partidos políticos, siento que estamos agotando los tiempos fáciles y empezando a disfrutar de los hombres, hombras y hombros débiles que traerán tiempos mucho más difíciles.

Dentro de poco, se inventarán que tenemos derecho a la belleza y nos prometerán operaciones de cirugía estética “gratis”

Muchos candidatos nos hablan como si la vida fuera un camino de rosas que alguien muy malo hubiera sembrado de dificultades. En ese relato, ellos son los peones camineros que se sacrifican por el pueblo, tú  sólo tienes que disfrutar del paisaje. Dile a un chaval de 18 años que si te vota le vas a dar 20.000 € de herencia universal, como ha hecho Yolanda Díaz. No a una pareja que ya trabaja y quiera instalarse en una casa para criar una familia, no. No a un adulto que trabaje y tenga dificultades para mantener una vivienda solo, no. A chavales de 18 años, que hay que acostumbrarles desde bien temprano a depender de Mamá Estado. ¿No sería mejor invertir ese dinero en construir viviendas de alquiler social? No, se trata de que sientas que están reparando una injusticia, que tú te lo mereces porque tú lo vales. Que tienes derecho a tus 20.000 € aunque por tu edad no te haya dado tiempo a aportar nada al común. Dentro de poco, se inventarán que tenemos derecho a la belleza y nos prometerán operaciones de cirugía estética “gratis”.

Otros políticos están llevando el cortoplacismo al extremo y sólo parecen preocupados por el verano. Roberto Sotomayor (UP) clama contra el Armagedón estival que nos espera —ningún empleado de “su” Ayuntamiento trabajará de 12 a 6 de la tarde— y ha descubierto un derecho nuevo: el derecho a refrescarse. Por eso, en plena sequía, promete construir 131 playas en Madrid. En Sumar también están muy latosos con el calor, y Mónica García ha ido con una cámara termográfica a la Puerta del Sol. Pero las altas temperaturas culpa de Ayuso y Almeida no son su única preocupación, también quiere una App pública para que las mujeres que se sientan presionadas a tener sexo por recibir atención de los hombres en Tinder puedan denunciarlo. Una mujer siempre está en peligro, necesitamos a la voz de ya un observatorio de violencias digitales con sus correspondientes activistas, psicólogos y asistentes sociales afines al partido. De un tiempo a esta parte, hacer política se ha convertido en sinónimo de parasitar—ya lo explicó muy bien Errejón hace años— y en cada elección aumenta el número de bocas que se amamantan del Estado. El voto ya no se gana, ahora se compra.

Aquí hemos llevado la antigua amenaza salafista de Omar a una escala superior: hemos utilizado nuestra democracia para acabar con nuestra democracia

Mientras tanto, Omar Bakri ha sobrevivido a la experiencia carcelaria libanesa y salió libre en marzo. Ya tendrá 65 años, una edad magnífica para pasar el testigo de la yihad y disfrutar de los muchos nietos que deben de haberle dado sus siete hijos, nacidos en el Reino Unido y criados  al calor de las dos pensiones que Omar cobraba: una por una lesión de adolescencia y otra por refugiado. Qué buenos somos los occidentales, ¿eh? Quizá, ironías de la vida, incluso tenga derecho a una pensión de jubilación británica. Dudo que la vida en la trena  lo haya amansado; probablemente, y a pesar de que tiene prohibido volver a la Pérfida Albión, siga soñando con conquistar Europa. Y, por si hubiera salido de la cárcel con energías renovadas, ya le voy advirtiendo de que en España no necesitamos barbudos entrenados en  “desiertos remotos ni en montañas lejanas”; nos bastamos nosotros solos con nuestras redes clientelares, nuestras listas cerradas, nuestra corrupción y, particularmente, con la inexistente separación de poderes. Aquí hemos llevado la antigua amenaza salafista de Omar a una escala superior: hemos utilizado nuestra democracia para acabar con nuestra democracia.

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