Opinión

Autonomía estratégica, pero de verdad

Al igual que el Brexit ha convertido al Reino Unido en un actor secundario en el panorama europeo, la renuncia de la UE a seguir integrándose la condenarán a ser un segundón del escenario mundial

La Unión Europea lleva años hablando de autonomía estratégica, y en el escenario actual uno diría que ha llegado el momento de ejercitarla. Lo malo es que para ello hace falta bastante más que un uso intensivo de la política comercial: hace falta ambición, y eso es justo lo que Europa no tiene.

El concepto de autonomía estratégica, importado del ámbito de la defensa y la política exterior, se extendió en la UE al comercio y a la economía con el añadido de "abierta", para que no se interpretara como una estrategia proteccionista. En febrero de 2021, cuando Europa comenzaba a vislumbrar el final de la pandemia por la vacunación masiva de sus ciudadanos, la Comisión presentó su nueva estrategia de política comercial, convencida ya por fin de que, en un mundo multipolar con una cruenta batalla entre Estados Unidos y China por la supremacía tecnológica, Europa no podía quedarse de brazos cruzados o corría el riesgo de terminar siendo pobre e irrelevante.

El problema es que ese mundo de febrero de 2021 era muy distinto del de ahora: Biden acababa de tomar posesión como presidente de los Estados Unidos y, aunque nadie esperaba milagros, se pensaba que con él la vuelta a un mundo de globalización basado en reglas –en el que la UE tan bien se desenvuelve– sería más sencillo, pero no ha sido así; nadie se fiaba de Rusia, pero no se esperaba que se embarcase en una guerra para anexionarse un territorio europeo; se sabía que Xi Jinping estaba acumulando mucho poder en China, pero pocos creían que llegaría a amenazar a Taiwán; la oferta y los precios mundiales estaban tensionados por las disrupciones de las cadenas de suministro, pero nadie esperaba ver cifras de inflación de dos dígitos ni subidas aceleradas de tipos de interés (entonces se hablaba de "estancamiento secular" y del riesgo de tipos negativos); la Comisión sabía que el Green Deal no sería fácil, pero no esperaba un shock energético de primer orden y un regreso desesperado a los combustibles fósiles.

Para una multinacional europea la cuestión está muy clara: o quedarse en Europa, donde puede haber restricciones energéticas o instalarse en Estados Unidos, donde no va a haberlas y el dólar va a seguir muy fuerte

La realidad geopolítica del 2022 es mucho más sombría, y no sólo por Rusia o China. Nuestro supuesto aliado, Estados Unidos, no sólo no tiene ningún interés en reformar las instituciones de gobernanza de la globalización –como la Organización Mundial de Comercio–, sino que ha demostrado que está dispuesta a llevar el America First a niveles muy similares a los de Trump. La Inflation Reduction Act es una bofetada a las relaciones bilaterales euro-estadounidenses: una invitación a las empresas mundiales a instalarse en Estados Unidos, un país energéticamente autosuficiente y dispuesto a dar subvenciones millonarias. Para una multinacional europea, la cuestión está muy clara: o quedarse en Europa, donde nadie puede garantizar que el invierno de 2023 no vaya a haber restricciones energéticas (para entonces ya no habrá gas ruso con el que rellenar las reservas), puede haber tensiones financieras y monetarias y no existe una auténtica política industrial europea, o instalarse en Estados Unidos, donde no va a haber restricción alguna, el dólar va a seguir estando fuerte por mucho tiempo y habrá dinero público más que de sobra para investigación y desarrollo.

La UE, por supuesto, llevará a Estados Unidos a un panel en la OMC, acusándolo –con razón– de incumplir la regulación sobre subvenciones. Y ellos nos llevarán a nosotros por el Mecanismo de Ajuste de Carbono en Frontera o por la reforma de los derechos de emisión. Y todo será en vano, porque el Órgano de Apelación de la OMC seguirá bloqueado por Estados Unidos. Poco a poco, las empresas europeas, angustiadas por la normativa del Green Deal y los precios energéticos (que bajarán, pero no volverán a sus niveles previos), irán percibiendo los costes relativos de operar en Europa.

Si para que los "frugales" acepten emitir deuda europea es necesario una mayor supervisión europea de los gastos nacionales o una cesión parcial de los presupuestos, planteémoslo. Do ut des

Eso no quiere decir, por supuesto, que la UE no deba preocuparse de sus finanzas, ni que la reforma de las reglas fiscales no sea imprescindible y urgente. La economía europea presenta hoy muchos más riesgos por el lado financiero (sobre todo el público) que por el lado real. Ni tampoco que deba renunciar a reducir sus emisiones por el bien de las generaciones futuras. Simplemente, no podemos ocultar la triste realidad: la renuncia de Europa a ser un actor principal en el mundo que viene. Mientras Estados Unidos apoya su tecnología y sus empresas para competir con China, nosotros nos dedicamos a calcular el déficit estructural.

¿Hay solución a eso? La única que yo veo es reforzar la integración europea, pero no por un europeísmo ingenuo, sino por pura supervivencia. Los parches ya no valen. Quizás es hora de que los Estados miembros de la UE se sienten en una mesa y hablen en serio sobre lo que se necesita para que la UE pueda seguir siendo una potencia. Si ello implica reformar tratados y ceder soberanía fiscal, hágase. Si para que los "frugales" acepten emitir deuda europea es necesario una mayor supervisión europea de los gastos nacionales o una cesión parcial de los presupuestos, planteémoslo. Do ut des.

Verdadera estrategia supranacional

Estamos en plena guerra en Europa. ¿Tiene sentido empeñarse en que "no hay que modificar tratados", o en que "no se puede hablar" de política fiscal conjunta hasta que no termine de evaluarse el Next Generation EU (y sus muchos fallos)? Muy bien, eso es una decisión política. Pero si hay una lección que aprender del Brexit es que no hay que engañarse con los costes económicos de las decisiones políticas. Al igual que la salida de la UE ha convertido al Reino Unido en un actor secundario del escenario europeo, la renuncia de la UE a seguir integrándose (con las cesiones de soberanía que sean necesarias) la condenarán a ser un actor secundario del escenario mundial. En el nuevo ajedrez de las relaciones internacionales, sólo los bloques grandes con grandes políticas conjuntas sobrevivirán. Lo que vale para el Reino Unido vale para Alemania, Holanda y los nórdicos, también para Francia y ya no digamos para España, Italia, Portugal o Grecia. Persistir en las estrategias nacionales en vez de ambicionar una verdadera estrategia supranacional es la mejor garantía de decadencia europea para las próximas décadas.

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