Opinión

Ay del que está solo

Si el número de traidores es lo bastante elevado (y aquí lo son todos menos dos o tres), la traición se convierte en heroísmo. Todo depende de quién lo cuente

Está todo en Shakespeare. No hace falta buscar mucho más allá.

Hace días… No, hace días no; aquí la fecha es importante. El miércoles l6 de febrero, día antes del Jueves de Dolores, yo conversaba con una persona importante dentro del PP. Ocupa y ha ocupado puestos de relevancia. Es un gran tipo. Pero no hablábamos de política sino de literatura, de arte, de la construcción de los personajes de una novela, de Cinco horas con Mario (Delibes), de las mujeres, del feminismo, de la honradez. Como ya rozábamos la cosa pública, se arrancó: “En política hay muchas buenas personas. Muchas y muy buenas. Pablo Casado es una buena persona, por ejemplo”.

Yo sonreía y callaba. Y él insistió: “No, Luis, en serio. Pablo Casado es muy buena persona”. Le dejé hablar y lo repitió: “Muy buena persona”. A la cuarta vez le hice ver, con toda delicadeza, que estábamos hablando de otra cosa. Que yo no le había preguntado en absoluto por Pablo Casado. Que no entendía su interés en convencerme de aquello.

Eso fue la víspera de la erupción. Tengo la firme convicción de que mi amigo no tenía ni la más remota idea de lo que iba a suceder al día siguiente, eso lo sabían muy pocos. Pero sus palabras sonaban casi igual que las que Antonio pronunció ante el cadáver de César en el drama de Shakespeare: “Bruto es un hombre honrado… Bruto es un hombre honrado…” Hasta que la multitud, enardecida por tanta honradez, corrió a buscar a Bruto para asesinarlo.

Está todo esto en Shakespeare. No es nada difícil ver a Casado en la figura de Lear cuando el monarca se da cuenta, aterrado, de que nadie lo quiere. Ha dado a sus hijas, y a los maridos de sus hijas, todo cuanto son, todo cuanto tienen. Pero una tras otra lo abandonan (salvo Cordelia), lo traicionan, lo reducen a la miseria y lo echan de su casa. ¿Por qué lo hacen? Para quedarse con el trono y con las riquezas del rey, el motivo siempre suele ser el mismo. Y lo hacen, no faltaba más, en nombre del reino, de la paz y de la prosperidad, del bien supremo. Pero, una vez depuesto Lear, sus vencedores (los traidores) se despedazan entre sí. Todavía no hemos llegado a eso. Hay tiempo: el drama de Shakespeare dura cinco actos y estamos más o menos al final del segundo.

El espectáculo de la traición, de la deslealtad, de la doblez y de la ingratitud elevados a un grado inimaginable

Está todo en Shakespeare. La pérfida Lady Macbeth (un personaje con barba y ojos azules) calentando incesantemente la cabeza de su marido, Lord Macbeth Ayuso, un tipo no demasiado inteligente pero muy pagado de sí mismo y extraordinariamente ambicioso, para que vaya deshaciéndose uno por uno de todos sus rivales hasta alcanzar lo que quiere: el trono, el poder. Con los géneros cambiados, es casi lo mismo. Tampoco ha terminado el drama. Estamos al final del primer acto y Macbeth ha hecho una pausa antes de lanzarse contra el querido y aclamado rey Duncan, un gallego al que todos respetan ahora pero que tiene lo que el otro ambiciona: la corona. El poder. Como saben, la obra de Shakespeare termina con el bosque de Birnam (diríamos que los militantes o los votantes) avanzando hacia el refugio de Macbeth y acabando con él. Démosles tiempo. Hace falta para que la Justicia analice como es debido esos contratos extraños de las mascarillas.

Ay del que está solo, dice el Eclesiastés, porque no hallará a nadie que lo levante. Pero ni ese libro terrorífico y deprimente, ni la obra completa de Shakespeare contienen lo que hemos tenido la desdicha de ver en estos días: el espectáculo de la traición, de la deslealtad, de la doblez y de la ingratitud elevados a un grado inimaginable. Como suele decir mi padre, santos, lo que se dice santos, vamos quedando cada vez menos.

Casado cantó su último lamento en el Congreso, el pasado miércoles. Como en tantas ocasiones más, no dijo la verdad. “Entiendo la política desde la defensa de los más nobles principios y valores; desde el respeto a los adversarios y la entrega a los compañeros”. Eso no es cierto. Su pelea ha sido la de Ricardo III, también de Shakespeare: la eliminación de sus adversarios internos, primero, y el intento despiadado de acabar con los de enfrente para lograr el poder. Eso era todo. No ha habido ningún respeto al adversario, jamás. No hay insulto que no haya repetido, no hay improperio que se haya ahorrado, no hay obstrucción ni trampa que no haya intentado: la última, la de la votación del decreto de la reforma laboral, fue de las más sañudas y también le salió mal, pero de ningún modo ha sido la única. Casado, cuyo apuñalamiento a los pies de la estatua de Pompeyo Sánchez (Shakespeare, una vez más) ha provocado lágrimas de sincero dolor en personajes como Pablo Montesinos (sería la Ofelia de Hamlet), ha tenido optimismo, alegría, bisoñez, impremeditación, juventud, sonrisas, audacia, lo que se quiera. Lo que no ha tenido jamás ha sido piedad.

Cuando Ayuso y su mentor decidieron reventar el partido para generar un siempre útil río revuelto, lo primero que pidió todo el mundo fue la cabeza de García Egea

El partido, y sobre todo el grupo parlamentario, han tenido motivos más que sobrados para detestar a su número dos, García Egea, que es el Yago de esta historia, o quizá el Shylock. Ha pastoreado a los diputados y a los altos cargos con la dulzura con que el lobo cuida de las ovejas. No el mastín: el lobo. Su aparición en televisión justo después de dimitir, súbitamente convertido en Teo, el amigo de los niños, resultó patética. Nunca fue tal cosa. Se ganó a conciencia el odio personal de todos, o de casi todos. Cuando Ayuso y su mentor decidieron reventar el partido para generar un siempre útil río revuelto (¿quién convocó, y cómo, y con la ayuda de quién, las manifestaciones a las puertas de Génova, vamos a ver?), lo primero que pidió todo el mundo fue la cabeza de García Egea. La de Casado la pidieron después.

Pero lo peor no se encuentra siquiera en Shakespeare. Lo peor de este espanto es que todos, vencedores y vencidos en esta reyerta, tienen ya la conciencia clara de que esto le puede pasar a cualquiera. ¿Por qué? Porque todo es mentira. En el PP y en cualquier otro partido. Las sonrisas, las palmadas en la espalda, las alabanzas, los vítores de “presidente, presidente”. Los apoyos. Las adhesiones inquebrantables. Todo eso es falso, lo acabamos de ver… o lo acabamos de volver a ver.

Casado, habituado durante cuatro años al sahumerio de los suyos, a las aclamaciones, los abrazos y a la más descarada adulación, debió de pensar que algo de verdad, algo de sinceridad habría en ello. No era así en absoluto. Pero no por él, que lo único que hizo fue intentar acabar con una rival peligrosa (algo que habrían hecho muchos en su lugar); le puede suceder a cualquiera. Ese es el horror de hoy mismo: que todos saben que ninguno está a salvo. Que todos saben que todos mienten, que todos fingen, que todos se doblegan y luego todos traicionan. A quien sea, eso da igual. Y todos, por supuesto, defienden luego su traición como un acto noble, un gesto de valentía, de pundonor y de justicia. Lo único que les faltaba era sentirse culpables. Eso jamás. Es una cuestión de cantidad. Si el número de traidores es lo bastante elevado (y aquí lo son todos menos dos o tres), la traición se convierte en heroísmo. Todo depende de quién lo cuente. Y de cuántas veces.

En Shakespeare, César, al caer herido de muerte por muchos, vio su amigo más querido con el puñal ensangrentado en la mano. “¿Tú también, Bruto?”, murmuró. Si Pablo Casado hubiese tenido que decir lo mismo a cada uno de sus fidelísimos que lo han apuñalado, los que le deben el puesto y la carrera, la escena del apuñalamiento de César duraría tres horas.

Ay del que está solo, porque no hallará a nadie que lo levante. Ay del que está solo y no lo sabe, porque está rodeado de gente que le aclama. Es obligado repetir la célebre cita de Winston Churchill: “En política hay amigos íntimos, amigos corrientes, conocidos, adversarios, enemigos, enemigos acérrimos y… compañeros de partido”.

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