Opinión

Ayúdennos, por favor

José C. ha tratado de estafarnos. No le culpo. Es verdad que en su tierra, un país arruinado por la megalomanía de un loco, la gente muere literalmente de hambre

El año comienza con un asunto extraño. Nuestra felicitación de año nuevo, que en Facebook han visto unas 15.000 personas de todo el mundo, recibe innumerables respuestas, pero una de ellas inusual. Alguien, desde la otra punta del planeta, escribe: “Ayúdennos, por favor. Nos estamos muriendo de hambre. Ayer fallecieron tres ancianos y dos niños. Envíennos alimentos. Por favor”.

El remitente, que siembra su breve texto con un empedrado nada infrecuente de faltas de ortografía, es un “pastor” de una pequeña comunidad del Estado venezolano de Táchira, el oeste del país, en las estribaciones de los Andes. Es la frontera con Colombia. A 51 kilómetros de la capital del Estado, que se llama San Cristóbal, está la ciudad colombiana de Cúcuta.

El hombre que pide ayuda se llama José C. No quiere dinero: quiere alimentos, medicinas, ropa. Desde el primer momento pide por favor que no le engañemos, lo cual nos sorprende un poco porque ni se nos había pasado por la cabeza semejante cosa. Ponemos en marcha el mecanismo habitual y empezamos a ver cómo podemos reunir lo que pide en plenas fiestas, con la mitad de nosotros fuera de la ciudad para estar con sus familias. Los mensajes de José C. se vuelven cada vez más apremiantes. Insiste: hay que hacerles llegar la ayuda a ellos, sin que lo vean o intervengan las autoridades, porque estas se lo quedarán para venderlo. No sería la primera vez. Ni la décima.

Venezuela se ha convertido en algo parecido a uno de esos insectos a los que un parásito muerde y luego lo vacía por dentro

Uno de nosotros, que tiene experiencia en estas cosas, apunta que enviar desde España paquetes de lentejas y cartones de leche y zapatos es inviable, primero por extraordinariamente costoso y luego porque sería imposible evitar el control de aduanas y la rapiña del envío por la corrupción institucionalizada. No llegaría nada, nunca. Dice que lo que hay que hacer es contactar con alguien en Colombia, enviarle dinero y que allí compren lo que sea. Y luego llevarlo al otro lado de la frontera.

José C. recibe la sugerencia como si la estuviese esperando. Le parece muy bien. Dice que tiene un familiar en Cúcuta, una hermana suya, y que podemos enviarle el dinero a ella. Que él se pone inmediatamente en camino para verla. En camino literalmente, es decir, andando. Y pide que nos demos prisa porque todo el mundo dice en su tierra que están a punto de invadir el país.

Hasta que uno de nosotros dice: “Pero ¿alguien sabe quién es este señor? ¿Aparte de su perfil en Facebook?” Y de pronto nos damos cuenta de que no sabemos prácticamente nada de a quién vamos a enviar lo que podamos reunir, o mejor dicho lo que ya estamos reuniendo. Se lo digo al cada vez más nervioso José C.: díganos por favor quién es usted, quién es su hermana, cómo podemos saber que no estamos hablando con un fantasma, hágase cargo.

La respuesta es un ataque de dignidad ofendida (mejor dicho: un supuesto ataque, presunto) en el que este hombre nos dice que no está dispuesto a soportar insultos ni humillaciones, que nos estamos burlando de él, que hemos pretendido engañarlo y que su dios nos castigará más pronto que tarde.

La conclusión es evidente: se trataba de un timo como una catedral.

Nicolás Maduro se ha convertido en un fantasma que, protegido por sus pretorianos, vaga por los pasillos y las escalinatas del palacio de Miraflores

Pero el timo era verosímil. Venezuela es ahora mismo un absoluto caos. Se ha convertido en el país más violento del mundo: ahí sí que la vida no vale nada. La inflación está llegando al 10 millones por ciento, lo cual es algo muy semejante a lo que sucedía en Alemania en los años 20 del siglo pasado, cuando había que llevar una carretilla llena de billetes para comprar el pan y los veteranos heridos de la guerra del 14 andaban tirados por las calles pidiendo limosna, cargados de medallas. A nuestra casa, donde trabajamos, no dejan de llegar afortunados venezolanos que han logrado salir del país y se han venido a España para buscarse una vida que allí no tienen.

Nicolás Maduro se ha convertido en un fantasma que, protegido por sus pretorianos, vaga por los pasillos y las escalinatas del palacio de Miraflores, hablando solo o escuchando la voz de otros fantasmas que nadie más que él ve, y que le recalientan la obsesión de que todo es culpa de los americanos, de la oposición, del capitalismo, de cualquiera menos de él.

José C. ha tratado de estafarnos. No le culpo. Es verdad que en su tierra, una de las más pobres de un país arruinado por la megalomanía de un loco, la gente muere literalmente de hambre

José C. ha tratado de estafarnos. No le culpo. Es verdad que en su tierra, una de las más pobres de un país arruinado por la megalomanía de un loco, la gente muere literalmente de hambre: nos lo dicen quienes vienen huyendo de allí, y estos son los privilegiados. Otros buscan cómo escapar a Colombia, a Brasil, incluso al Perú. Donde sea. Alguno de los que llegan aquí hace bromas amargas: “Los cubanos tienen mucha suerte, porque pueden escapar en una balsa. Pero nosotros eso no lo podemos hacer, Puerto Rico está demasiado lejos”. José C. ha abusado de nuestra buena fe para conseguir algo de dinero, pero seguramente nuestra candidez era su única esperanza para huir de una pesadilla mil veces peor que nuestro cabreo de ahora. Quizá debimos dejarnos engañar.

Venezuela, uno de los países más ricos en recursos y más hermosos del mundo, se ha convertido en algo parecido a uno de esos insectos a los que un parásito muerde y luego lo vacía por dentro. Una cáscara habitada por un patriarca cuyo otoño concluirá con un leve y triste empujón, el día menos pensado. Entonces oiremos las declamaciones fúnebres de Monedero, otro tipo que, como Maduro, echa la culpa de todo a la realidad por desobedecer sus órdenes.

Y José C. seguirá sin zapatos. Pase lo que pase.

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