Isabel Natividad Díaz Ayuso es madrileña por los cuatro costados: “De Chamberí, na menos”, como decía una vieja zarzuela castiza. Allí nació en octubre de 1978 (va a cumplir 42 años), en una familia de clase media que procedía de Sotillo de la Adrada (Ávila). En Ávila y luego en Madrid abrieron los padres de Ayuso (Leonardo, fallecido en 2014, y María Isabel) un bar, una papelería, una tienda de impresoras y material informático, y unos cuantos negocios más. Las cosas no fueron bien y la última empresa de la familia, MC Infortécnica SL (dedicada a la venta al por menor de material hospitalario, médico, óptico y fotográfico), acabó arrastrada por la crisis y acosada por los acreedores, entre ellos AvalMadrid, que nunca recuperó los 400.000 euros que prestó. La vivienda familiar de Chamberí fue casi lo único que se salvó del embargo gracias a que, en 2011, Isabel aceptó la donación del piso. Ese asunto era judicialmente peligroso y ha seguido trayendo cola hasta casi hoy mismo pero, como dijo la hoy presidenta, “es mi casa de siempre. ¿Qué pretenden que hagamos mi madre y yo? No nos podemos ir debajo de un puente”.
Después de un matrimonio y un divorcio de los que se sabe poco, Isabel es, desde hace más de tres años años, pareja de Jairo, un conocido peluquero con el que vive en otro de los barrios castizos de Madrid: Malasaña. No tiene hijos. Mostró desde niña un carácter inequívocamente fuerte. Era de respuesta rápida o, como se decía en la época, “contestona”. Y díscola, por lo menos al principio. Fue mala estudiante hasta que tuvo que repetir el primer curso de BUP y ahí decidió hincar los codos, al menos lo suficiente como para sacar la licenciatura en Periodismo por la Complutense y –dicen algunas versiones de su currículo, que ha sufrido notables cambios– un master en comunicación que hizo en el Instituto Séneca entre 2003 y 2004. Eso fue muy poco antes de afiliarse al Partido Popular, algo que hizo cuando Pablo Casado era presidente de Nuevas Generaciones. En esos años jóvenes, antes o después, fue becaria en la fundación FAES, hizo prácticas en Radio Marca, se apuntó como voluntaria para ayudar en la campaña electoral de María San Gil en el País Vasco y conoció a alguien que andaba por allí, en el PP, y que se llamaba Santiago Abascal.
Además de su lengua rápida y de sus pocos miramientos a la hora de decir lo que piensa, o quizá precisamente por eso, Isabel Díaz Ayuso mostró pronto claras dotes para la comunicación en el PP. Y también una valiosa intuición para arrimarse a árboles que, políticamente, daban buena sombra. Cayó bien desde muy pronto a Esperanza Aguirre, quizá por las evidentes afinidades de carácter que hay entre ambas, y su amistad se hizo sólida y dura hasta hoy.
Esta madrileña “por los cuatro costados” que es del Madrí, aficionada a los toros, a los viajes y a los deportes de nieve, entró en 2006 en el departamento de Prensa de Alfredo Prada, que era vicepresidente de la Comunidad de Madrid en la primera etapa (2003-2007) del mandato de Esperanza Aguirre. A Prada se lo llevó la trampa con aquel asunto de los espionajes (la presidenta lo destituyó por teléfono cuando Prada salía, lívido, del Teatro Real), pero Aguirre le había echado el ojo a la joven y desparpajada Isabel, y esta no tardó en migrar a la sombra de la presidenta. Se ganó enteramente su confianza. Entró en su gabinete de Prensa. Se hizo cargo de las redes sociales no solo de Aguirre sino también de su perro, Pecas Aguirre, que tenía cuenta en Twitter, y hay que suponer que Ayuso tecleaba lo que Pecas ladraba. Y vaya si ladraba el animalito. “Mi rubia castiza se ha merendado [en el debate] a Manuela. ¡Guau!”. La “rubia castiza” era Aguirre. Y “Manuela” era Carmena, entonces inminente alcaldesa de Madrid.
Mientras tanto, entre 2088 y 2011, Ayuso compatibilizaba la comunicación en el PP madrileño con un sustanciosísimo empleo en la empresa Madrid Network, creada durante el gobierno de Aguirre para fomentar la innovación. Tiempo más tarde, cuando la estrella de Ayuso comenzó a brillar con luz propia, Esperanza Aguirre le alabó su gran capacidad de trabajo “y sin una sola metedura de pata”, frase de evidente valor porque Aguirre de eso sí sabe. Fue la presidenta quien, en 2011, incluyó a Díaz Ayuso en las listas electorales del PP a la Comunidad de Madrid. No salió elegida, pero acabó ocupando el escaño cuando otra diputada, Engracia Hidalgo, renunció a él. Repetiría en 2015.
Pero Esperanza también cayó: una persona que dio siempre un extraordinario valor a la lealtad y a la sinceridad se marchó a su casa cuando quedó claro que estaba rodeada de algo muy parecido a una partida de gánsters, empezando por su mano derecha, Ignacio González, que acabó en prisión. La presidenta dimitió en 2012. Isabel, que había sido capaz de ganarse a Aguirre, se había ganado también –al mismo tiempo, como pasa siempre– la enemistad de sus rivales o posibles reemplazos, entre ellos Nacho González. Díaz Ayuso se quedó sin su protectora y emprendió, como es lógico, una segunda migración; esta vez hacia los aledaños de Cristina Cifuentes, otra estrella emergente, cuya campaña digital llevó en 2015.
Pero ya había llamado la atención de muchos, tanto para bien como para mal. La nombraron portavoz adjunta del Grupo Parlamentario del PP en la Asamblea de Madrid. Tuvo que dejar el cargo… hacia arriba, cuando la hicieron –nueva migración– viceconsejera de Presidencia y Justicia, en 2017: la presidenta madrileña era Cristina Cifuentes. Quien no tardaría en caer también, pero Ayuso ya volaba sola. Y por fin Pablo Casado, que se lleva estupendamente con la enérgica Isabel y que es tres años más joven que ella (es decir, que comparten generación), la nombró, casi por sorpresa porque el puesto tenía muchos novios y pretendientes, candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Si Esperanza Aguirre había podido con el cargo, cómo no iba a poder Isabel, que parecía su reencarnación: igual de espontánea, de dura, de sentimental, de desenvuelta… y bastante más lenguaraz. Ah, y también estaba su edad. Era el tipo de persona que el nuevo presidente del PP parecía buscar para muchos puestos.
Salió elegida –agosto de 2019– con enormes dificultades, gracias al apoyo de Ciudadanos y también de Vox, lo cual no supuso para ella ningún problema: “Los tengo al lado, no enfrente”, dijo. Había llegado su momento. Todo le sonreía. Nadie sabía lo que iba a pasar.
La tragedia de las residencias
Y lo que pasó fue que se abatió sobre el mundo, y sobre España, y también sobre la Comunidad de Madrid, la pandemia del covid-19. Ayuso empezó a encontrarse sola (fue infectada y pasó el confinamiento en un hotel del centro de la ciudad) y confió, como siempre había hecho, en su intuición, en su capacidad de tomar decisiones rápidas y en su carácter enérgico. Quizá porque ya no tenía a dónde migrar. Clamó contra el gobierno de la nación cuando este decretó el estado de alarma. Exigió que se derogase lo antes posible para salvar la economía regional. Levantó, en 48 horas, un inmenso hospital en el IFEMA, algo único en el mundo en aquellos días.
Le cayó encima la tragedia de las residencias de ancianos, cuyos inquilinos morían a racimos. Le cayó encima la dimisión de su directora general de Salud, Yolanda Fuentes, que no entendía cómo la presidenta podía pedir tan duramente la “desescalada” cuando se estaba infectando y muriendo tanta gente. No dudó en contratar a Telepizza para alimentar a los niños de los comedores, y cuando saltaron las protestas hizo responsable al Gobierno.
Desde luego en la oposición de izquierdas, pero también en su propio partido empezó a murmurarse que Isabel estaba perdiendo los papeles. Que aquello era demasiado para ella. La lista de las decisiones sorprendentes, de los encontronazos con los ajenos y desde luego con los propios, y también de las contradicciones de Díaz Ayuso en la gestión de la pandemia en Madrid llevaría varias páginas, pero hubo dos momentos estelares. Uno, cuando decidió (hace bien pocos días) confinar de nuevo a los madrileños, pero a unos sí y a otros no, dependiendo de los pueblos, de los barrios, del número de infectados en cada sitio y, obviamente, del peso económico de cada zona, porque su obsesión sigue siendo evitar la muerte económica de la Comunidad. Muchos ciudadanos de los municipios y distritos afectados se manifestaron en la calle para protestar por lo que consideraban arbitrariedades, indecisión, improvisación e incoherencias constantes de la presidenta. Alguien acuñó el mote burlón de “Isabel la Caótica”. Y Díaz Ayuso reaccionó de manera airadísima ante las primeras manifestaciones contra ella que vivía en su vida. Habló, como se suele en estos casos, de conjura, de persecución de los comunistas, de ingratitud y de mil canalladas distintas. Y quienes estaban junto a ella lo dijeron: “Nunca la habíamos visto así”.
El otro momento memorable fue cuando, contraviniendo deliberadamente el protocolo, el presidente del Gobierno fue a verla a la sede del gobierno de la Comunidad, en la Puerta del Sol. Sánchez fue recibido por Díaz Ayuso casi de igual a igual, con una pompa digna del zar de Rusia. Veinticuatro banderas (en Moncloa solo se ponen dos, vaya quien vaya), recepción en la puerta del edificio, firma en el Libro de Honor… y una reunión que sirvió, al menos, para atenuar las hostilidades y poner de manifiesto al menos la intención de trabajar juntos, de coordinarse y de ayudarse en la larga y agotadora pelea contra la pandemia. No es poco.
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El cangrejo ermitaño (familia Paguroidea) es uno de los pocos crustáceos que no tiene todo su cuerpo cubierto por un exoesqueleto o caparazón rígido. El abdomen es muy blando y no tiene protección. Por eso el cangrejo, desde que nace, busca alojamiento, por lo general en conchas vacías de moluscos. El ermitaño se instala en la concha que encuentra y empieza a desarrollarse. Cuando ha crecido lo suficiente, abandona la concha (que ha defendido con todo ardor de los depredadores y de otros cangrejos de su misma especie) y migra hacia otra más grande. Estas migraciones se repiten las veces que sean necesarias durante la vida del animal.
Pero a veces se da el caso del que el cangrejo ermitaño calcula mal, o peca de excesivo optimismo, y ocupa una concha mucho más grande de la que está en condiciones de llenar o defender, por más que crezca y por más empeño que ponga. Entonces empiezan los problemas, porque se convierte en objetivo de los depredadores… y de otros cangrejos ermitaños como él, algunas de cuyas especies son, como tenemos todos más que comprobado, caníbales.
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