Opinión

Patatas, tomates y los azares de la cultura europea

Nuestras tradiciones son a menudo inventos recientes, ideas copiadas o importadas de nuestros vecinos, fruto de contactos, casualidades e influencias variadas

Si la gastronomía es un signo de la riqueza y profundidad de la cultura de un país, el Reino Unido fue, durante muchos años, un completo y absoluto erial. El infierno es un lugar donde los cocineros son ingleses, decía el chiste, y no le faltaba demasiada razón. Los platos tradicionales británicos incluyen pescado grasiento, patatas fritas servidas con vinagre, estofados de cerdo gelatinosos, verduras hervidas y legumbres con salsas con sabor a colesterol. Tras comer en un pub uno entendía por qué los ingleses beben tanta cerveza, francamente.

Paul Krugman solía contar una historia interesante sobre por qué la comida británica tradicional es tan asquerosa, que tiene que ver mucho con la evolución urbanística del país. El Reino Unido es el primer país en industrializarse; eso quiere decir que su urbanización es comparativamente muy rápida y temprana comparada con el resto del continente. Londres en 1801 ya tenía más de un millón de habitantes; la única ciudad remotamente comparable era París, que apenas alcanzaba la mitad de esa cifra. Durante la época victoriana los británicos vivían en ciudades mucho más grandes, densas y ricas que el resto del continente.

Esto presentaba problemas logísticos importantes, empezando por algo tan básico como la comida. En un mundo donde no existen neveras o refrigeración a costes razonables y donde todos los productos llegan a la tienda en carros tirados por caballos, los únicos alimentos comercialmente viables tienen que poder ser vendidos como conservas (legumbres enlatadas) o deben poder sobrevivir a temperatura ambiente (patatas, carne curada o estofada). Durante décadas las clases medias inglesas se tuvieron que conformar con dietas donde todos los ingredientes eran singularmente horribles, y cuando llegó la refrigeración y los congelados, el país entero literalmente se había olvidado de qué era la buena comida.  

Si en el Reino Unido ahora se puede comer muy bien, después de siglos de erial gastronómico, es en gran parte gracias a la inmigración

Cualquiera que hay visitado Londres en tiempos recientes, sin embargo, sabe que los horrores de la comida británica son una cosa del pasado. Atrás quedan esos días donde era imposible comer bien en ningún sitio y la ciudad apestaba a pescado frito en aceite reutilizado demasiadas veces. Los restaurantes tradicionales británicos poco menos que se han extinguido (de hecho, quedan muy pocos Fish and Chips en Londres), y la ciudad se ha llenado de una gloriosa mezcla de cocinas, restaurantes y culturas gastronómicas. En el Reino Unido (o al menos, en las ciudades grandes) ahora uno puede comer muy, muy bien, en gran parte gracias a la inmigración, turistas británicos descubriendo los alimentos frescos al salir del país y la casi completa extinción de la cocina victoriana.

Casi cualquier aspecto de la cultura europea esconde historias parecidas sobre grandes cambios en cómo comemos, actuamos, compramos o vestimos que son fruto del azar, influencias externas o casualidades más o menos felices. Casi nada de lo que comemos en España hoy tiene que ver con lo que comían nuestros antepasados medievales, básicamente porque casi todos los platos que ahora definiríamos como esencialmente españoles incluyen ingredientes importados de América.

La inclusión de esos ingredientes en la dieta, sin embargo, es a menudo muy tardía. La cultura milenaria catalana no incorporó el tomate al pan con tomate al menú hasta esencialmente anteayer. La primera referencia escrita del plato, según Nestor Luján, es de 1884, seguramente el resultado azaroso de un año con una cosecha excepcional de tomates. La tortilla de patatas es un poco más antigua, pero no demasiado; la primera referencia escrita es de 1798, en Extremadura. Para mi decepción, la historia de que la tortilla de patatas fue inventada por el general carlista Tomás de Zumalacárregui durante el sitio de Bilbao de 1835 es probablemente falsa, por mucho que según la leyenda el buen general incluso preparaba el plato con la receta correcta (con cebolla).

La cultura europea no es un objeto pétreo que se ha mantenido intacto a lo largo de los siglos; es una creación social, y por tanto algo que cambia constantemente

En realidad, gran parte de lo que se considera como “cultura catalana”, “cultura española” o “cultura europea” tiene mucho de lo primero, pero bien poco de lo segundo. Nuestras tradiciones son a menudo inventos recientes, ideas copiadas o importadas de nuestros vecinos, fruto de contactos, casualidades e influencias variadas acumuladas con el tiempo.

La cultura europea no es un monolito, un objeto pétreo e inmutable que se ha mantenido intacta a lo largo de los siglos. La cultura, la civilización, es una creación social, y como nuestras sociedades, es algo que cambia constantemente. Es fácil imaginarse reaccionarios barceloneses en el equivalente decimonónico de Twitter (la barra del bar) quejarse amargamente de esta nueva forma de malgastar tomates perfectamente decentes frotándolos en el pan en vez de usarlos en ensaladas, del mismo modo que vemos reaccionarios contemporáneos en Twitter hoy quejarse que en España cantamos demasiados villancicos importados de Estados Unidos.

Dejemos de preocuparnos por mantener nuestra cultura intacta y buscar referencias milenarias inútiles, y disfrutemos de la comida, las costumbres, y el día a día en nuestras sociedades. La cultura europea, y española, irá cambiando con nosotros, y haríamos bien en aceptarlo.

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