Sí, en las elecciones estadounidenses del pasado martes el vencedor fue Donald Trump y, como era de esperar, muchos se muestran contrariados por ello. Básicamente, todos aquellos que deseaban la victoria de la candidata estrepitosa y afortunadamente derrotada. De haber vencido Kamala Harris, Estados Unidos habría tenido la presidencia más radicalmente izquierdista de su historia que, además, se apoyaba en un estrafalario conglomerado conformado por la más genuina expresión de la woke, esa boñiga populista que inunda el actual debate político en el mundo. Con la derrota de los demócratas se dificulta la agenda mundial de los buenistas en sus varios radicalismos como son el feminista, el ecológico, el energético, el migratorio, el asistencialista, el relativista… De ahí que el fracaso electoral de Harris sea una buena nueva para el sentido común y para la defensa de los principios de la civilización judeocristiana, la que más prosperidad, libertad e igualdad ha proporcionado a la humanidad. Y al tiempo constituya una mala noticia para la izquierda y la extrema izquierda mundiales, cuestión que no han disimulado los que en España lideran las citadas corrientes.
Se oyen, no obstante, voces que muestran una cierta preocupación por las consecuencias económicas que pueda tener la victoria de Trump, circunstancia alentada por la querencia hacia los aranceles manifestada por el vencedor de las elecciones. Querencia injustificada porque salvo en lo que afecta a los productos procedentes de China en los que la dureza arancelaria está justificada por la escandalosa competencia desleal que practica el gigante asiático, el proteccionismo es un error. Si los asesores de Trump estudiasen a David Ricardo podrían explicarle a su jefe los efectos siempre positivos, y para todos, del comercio internacional haciéndole así cambiar de opinión y abandonar su idea de generalizar el proteccionismo, algo que sería negativo para la economía mundial y para la estadounidense.
Por la senda del éxito
No obstante, y con la excepción señalada, la propuesta económica de Trump es infinitamente mejor que la ofrecida por Harris basada en el dejà vu empíricamente fracasado que constituye el cóctel socialista e indigestible que ha masacrado a la economía europea: Más gasto público; Más Impuestos; Más asistencialismo; Más regulación; Más intervencionismo… Frente a este sindiós, Trump ha propuesto una política económica refrescante apostando por la industria, por la fiscalidad moderada, por la iniciativa privada, por la desregulación o por la libertad de empresa. Viene al caso recordar que su anterior mandato condujo a la economía norteamericana por la senda del éxito hasta el punto de tener la reelección prácticamente asegurada, pronóstico que se truncó con la aparición del Covid y la mala gestión del shock pandémico por parte de su Administración.
Si la reacción de los mercados de valores constituye una muestra de cómo recibe el mundo económico a un nuevo Gobierno, hay que convenir que las empresas e inversores norteamericanos no temen precisamente la gestión económica que vaya a realizar su nuevo presidente. Y cabe como esperanza que el deseado éxito económico de Trump se convierta en un antídoto contra las recetas socialistoides que están asolando a la economía europea.
Siembra púas para la posible interlocución que la derecha moderada de nuestro país pueda tener con la futura Administración Trump. Y adicionalmente, resulta claramente nefasta para el objetivo de sostener y fortalecer al vínculo atlántico
Con independencia de todo lo expuesto, cuando en una elección la disputa tiene lugar entre dos candidatos lo auténticamente relevante no es el examen individual de cada una de las dos opciones sino el análisis comparativo entre ambas. Y en el caso estadounidense la cuestión no tenía -no tiene- tiene color. Así lo han visto los electores norteamericanos que, pese al histrionismo de Trump, a sus tics políticamente incorrectos e incluso a su compleja agenda judicial, han adoptado una decisión tajante y clara: Trump antes que Harris.
Llegados a este punto me ha sorprendido negativamente la reacción de José María Aznar y la de su Faes ante el triunfo de Trump. Primero, por considerar que no les asiste la razón, según he intentado explicar en los párrafos precedentes. Y segundo, porque la hiperbolizada crítica a quien ya es presidente electo de Estados Unidos por parte de un expresidente del Gobierno rompe todos los moldes de la prudencia política. Dificulta la natural relación que debe existir entre el Partido Popular español y el Partido Republicano norteamericano. Siembra púas para la posible interlocución que la derecha moderada de nuestro país pueda tener con la futura Administración Trump. Y adicionalmente, resulta claramente nefasta para el objetivo de sostener y fortalecer al vínculo atlántico, idea que precisamente Aznar cuidó mucho y bien mientras presidió el Gobierno español.
Una gran decepción personal
Reconozco no ya mi respeto sino incluso mi admiración por José María Aznar, a mi juicio el mejor presidente de Gobierno que ha tenido la democracia española, pero creo firmemente que, en esta ocasión, ha errado y lo ha hecho profundamente. En el estadio actual de la política internacional, el alineamiento de cada fuerza política en su espacio natural es una necesidad. Y no hay que engañarse, el ámbito donde debe estar y al que debe pertenecer el Partido Popular español no es precisamente el que ocupa el Partido Demócrata norteamericano, y menos con la deriva de éste hacia el radicalismo más recalcitrante.
Por eso que, ya elegido Trump, un líder como José María Aznar -también la fundación que él mismo preside- hayan hecho lo que han hecho resulta en mi opinión de todo punto incomprensible amén de una gran decepción personal. Aunque en política cualquier error tiene un coste, su dimensión siempre es menor si se sabe rectificar a tiempo. Nada me agradaría más que asistir a una rectificación del error en tiempo y forma que venga así a paliar las consecuencias negativas que inicialmente ha tenido.
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