A principios de septiembre el presidente del Principado de Asturias anunció formalmente su intención de iniciar el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de aquella comunidad, abriendo para ello una ronda de conversaciones con los partidos representados en el parlamento autonómico. De la propuesta de reforma estatutaria planteada por Adrián Barbón hay un punto que ha concitado inmediatamente la atención pública, como es convertir el bable o asturiano en lengua oficial de la comunidad autónoma. Con ello ha reavivado una intensa polémica en el Principado.
La división es clara entre los partidos con representación en la Junta General. Los populares, Ciudadanos y Vox se oponen frontalmente a la oficialidad del bable, mientras los socialistas, Podemos e Izquierda Unida la apoyan. El propio partido socialista que ahora abandera la reforma ha cambiado recientemente de posición, pues es notorio que el anterior presidente autonómico, el socialista Javier Fernández, nunca fue partidario. Para enrarecer más el debate, la reforma no puede salir adelante sin el voto del representante de Foro Asturias, quien se ha mostrado dispuesto a dar su apoyo a cambio de concesiones tan relevantes para la lengua como el impuesto de sucesiones. ¡Con estos mimbres se hace la política lingüística!
La controversia en torno a la lengua asturiana no es nueva. Algunos lectores recordarán las invectivas de figuras como Emilio Alarcos o Gustavo Bueno contra la Academia de la Llingua Asturiana, a la que sus críticos acusaban de sustituir las hablas tradicionales de Asturias por un asturiano de laboratorio, poco menos que inventado y sin arraigo real. A tal punto llegaron las cosas que Alarcos, uno de los más eminentes lingüistas españoles, catedrático de la Universidad de Oviedo y miembro de la Real Academia Española (RAE), fue declarado persona non grata por la institución asturiana. Y la RAE, por decisión unánime, renunció a la condición de miembro de honor de la Academia asturiana ante los ataques recibidos por algunos académicos a cuenta del bable. Eso era en 1988.
Hay razones para sospechar que en este país se cuentan hablantes como se cuentan manifestantes, sin que la realidad sirva de cortapisa para el vuelo de los cálculos
Que el debate sigue enconado lo hemos visto en las últimas semanas con motivo de la oficialidad. Las partes discrepan en todo, empezando por si existe una demanda social amplia a favor o si, por el contrario, se trata de una reivindicación impulsada desde arriba por activistas de la lengua y partidos como Podemos. Tampoco disponemos de algo tan pertinente para la discusión como estimaciones fiables acerca del número de hablantes y otros datos sociolingüísticos: según la Academia de la Llingua, un 50% de los asturianos lo habla o comprende, porcentaje que descendería a un cuarto en lectura y escritura, mientras los críticos consideran esas cifras completamente disparatadas por exorbitantes; más aún tratándose de la llingua de la Academia, dicen. Desde luego, hay razones para sospechar que en este país se cuentan hablantes como se cuentan manifestantes, sin que la realidad sirva de cortapisa para el vuelo de los cálculos. Ni siquiera el nombre de esa variedad del asturleonés resulta pacífico. Si tradicionalmente se hablaba del bable (o los bables), como hacían incluso sus promotores en los setenta, ahora esos defensores rechazan tal denominación supuestamente despectiva a fin de ‘dignificar la lengua’.
Una respuesta tramposa
Por faltar, el debate sobre la oficialidad gira en el vacío mientras no se explique en qué se traducirá. Sabemos por el Tribunal Constitucional que una lengua es oficial cuando es reconocida por los poderes públicos como medio de comunicación entre ellos y con los ciudadanos con plena validez y efectos jurídicos. Más allá de eso, no sabemos qué implicaría concretamente el régimen de oficialidad del asturiano. Barbón se ha limitado a decir que quiere una ‘oficialidad amable’, ‘acorde con el momento en el que estamos’, que es tanto como no decir nada. Cuando se le ha preguntado si la oficialidad supondría convertir el asturiano en lengua vehicular de la enseñanza, obligatoria para todos los alumnos, se ha limitado a decir que ese es ‘otro debate’, que se abrirá en su momento. Es obviamente una respuesta tramposa. Pues no se trata de un debate posterior, sino de un asunto clave para saber a qué atenerse en la discusión actual sobre la oficialidad, que no se debe hurtar a los ciudadanos.
Recordemos que el Estatuto de Autonomía de Asturias establece que el bable será objeto de protección y las autoridades autonómicas promoverán su uso, tanto en medios de comunicación como en la enseñanza. Tal previsión estatutaria ha sido desarrollada por una ley de 1998 que despliega una amplia variedad de medidas a favor del bable: se reconoce su validez a efectos de las comunicaciones de los ciudadanos con la administración autonómica y entes locales, se asegura su enseñanza en el sistema educativo, respetando ‘la voluntariedad del aprendizaje’ como marca el actual Estatuto, así como su difusión y fomento a través de medios de comunicación y actividades culturales, entre otras disposiciones. Sin ir más lejos, el año pasado el Tribunal Constitucional dio su plácet a que autoridades, representantes y comparecientes realicen sus intervenciones en la lengua vernácula en la Cámara autonómica. Luego es falso afirmar que el bable carece de reconocimiento y protección institucional, a falta de estatus oficial.
Los costes de aprendizaje están claros, porque adquirir una lengua en la escuela, no sólo hablarla sino leerla y escribirla, requiere no poco tiempo y esfuerzo
Si se quiere cambiar la situación, será entonces para promover políticas más ambiciosas de fomento de la lengua, no sólo por razones simbólicas. Como sabemos, no hay forma más eficaz para ello que imponer su aprendizaje obligatorio en la escuela. Es lo que han hecho, salvo una, todas las comunidades autónomas con lengua cooficial, independientemente de sus respectivas realidades sociolingüísticas, cuando hubiera sido perfectamente posible vincular su enseñanza a quienes la tuviesen como lengua materna, u ofrecerla como optativa, sin obligar a todos los alumnos.
Ahora bien, hay que preguntarse por el beneficio de dedicar años al aprendizaje de una lengua como el asturiano, cuyo valor comunicativo es reducido y estrictamente local. Los costes de aprendizaje están claros, porque adquirir una lengua en la escuela, no sólo hablarla sino leerla y escribirla, requiere no poco tiempo y esfuerzo; lo cual tiene un coste de oportunidad, pues el horario escolar no es elástico y el tiempo que se dedica a unas materias se detrae de otras. Todo ello para poder comunicarte con tus paisanos en el idioma vernáculo, cuando podrías hacerlo perfectamente en otra lengua de mayor valor comunicativo, el español, que todos ellos dominan, siendo como es la lengua familiar y habitual de la gran mayoría de asturianos. Si lo pensamos, la ganancia es más que dudosa, lo que podría aplicarse a otros ámbitos además de la enseñanza.
En esta clase de discursos se habla de la ‘muerte de las lenguas’, como si las lenguas fueran animales metafísicos en lugar de comportamientos comunicativos, o se invoca nada menos que su dignidad
Salvo que se trate en realidad de otra cosa, pues en torno al bable hemos visto desplegarse toda la retórica de eso que Abram de Swaan llamó ‘el sentimentalismo de las lenguas’. Ya conocen la melodía, o el lamento: la lengua es un valiosísimo patrimonio cultural nuestro (¡y seña de identidad!) en trance de desaparición, por lo que ‘hay que hacer algo’ para asegurar su supervivencia. En esta clase de discursos se habla de la ‘muerte de las lenguas’, como si las lenguas fueran animales metafísicos en lugar de comportamientos comunicativos, o se invoca nada menos que su dignidad. Con ello se obvia el hecho elemental de que las lenguas son convenciones sociales que cumplen una función comunicativa. Y en tanto que redes de comunicación son abrumadoramente desiguales: cuanto más grande es la red, mayores oportunidades de comunicación directa e indirecta ofrece a sus hablantes, así como más bienes en formato lingüístico, y más atractiva resulta para que la aprendan nuevos hablantes. También funciona a la inversa, pero todo eso es tabú para los sentimentales.
Para ‘hacer algo’ y revertir esa dinámica se ponen en marcha costosísimas operaciones de ingeniería social, con la justificación del sentimentalismo lingüístico. Viendo lo que sucede con las políticas lingüísticas de otras comunidades bajo el amparo de la cooficialidad, hay razones sobradas para desconfiar. Como otras formas públicas de sentimentalismo, de ingenuo tiene poco, sin que falten intereses organizados (jobs for the boys!) detrás de la retórica biempensante. Lo peor con todo es que resulta tóxico a la larga porque corrompe el sentido de las políticas lingüísticas. Con el pretexto de la supervivencia, los derechos de los hablantes a usar su lengua se transmutan en el derecho de la lengua a tener hablantes. Lo veremos si desaparece la voluntariedad del aprendizaje o se introduce el fetiche de la ‘lengua propia’ en el nuevo Estatuto asturiano.
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