Llega un lunes y acabas la jornada en casa, a resguardo del frío que azota en febrero y que seguirá por seis semanas más si hacemos caso a la reciente predicción de Phil, la marmota. Llega un martes y, de nuevo, te refugias en tu vivienda de las inclemencias que van más allá de lo meteorológico. Llega un miércoles y tomándote un vino y un pincho, observas las ojeras del camarero que te atiende y piensas en las ganas que tendrá de tirarse en su cama y depositar sobre su propio colchón todo el peso de un trabajo mal pagado. Y llega un jueves en el que ya aprieta el cansancio acumulado y, tras horas intensas de oficina, recibes el calor de tu hogar como el sediento agarra una botella de agua después de una travesía por el desierto.
Y así llega un viernes y otro fin de semana más hasta que, de pronto, en el tiempo que dura un chasquido, esas paredes, las tuyas, que han sido escudo protector día tras día, se desmoronan ante tus ojos sin que apenas puedas hacer nada por evitarlo. Y eso, en el mejor de los casos, porque existe incluso la probabilidad de que ese lugar que tantas veces te ha salvado, se convierta en tu propio asesino desplomándose contigo dentro, aplastándote la vida.
Todo esto me viene a la cabeza mientras observo las terroríficas imágenes de los terremotos que han dejado miles de muertos en el sureste de Turquía y el norte de Siria. Y trato de ponerme -imposible- en el lugar de esos rostros que pasan fugaces en los telediarios. Víctimas, supervivientes, milagros de un desastre que les sorprendió de noche y sin previo aviso. Me detengo en algunos videos que están dando la vuelta al mundo. El de alguien que graba en el interior de un piso cómo el televisor, las cortinas, el suelo se tambalean mientras alguno de los inquilinos continúa durmiendo. Empieza ahí una pesadilla inimaginable. Ese padre que grita desesperado a montañas de escombros: ¡Niñas, haced ruido!, esperando un eco familiar que no se escucha. El joven que relata en primer plano, a su teléfono, que no sabe si sobrevivirá al temblor: “Que Dios nos ayude”, dice. O esa niña de siete años protegiendo la cabeza de su hermano con el brazo, mientras los dos resisten entre bloques de hormigón como si fueran el fiambre de un bocadillo. El sonido del llanto de un bebé asustado y blanquecino por el polvo, tras permanecer horas y horas entre los cimientos.
Llevan días rascando y rascando entre los cascotes confiando en que un brazo, un rostro, una pierna asome dando una señal
Son escenas propias de una película apocalíptica. Tantas historias, tantas. La de ese hombre al que vemos abatido, sentado sobre amasijos de piedras con una chaqueta de un naranja vivo aferrado a una mano muerta que se vislumbra sobre lo que fue una cama. Es la de su hija de 15 años. Falleció soñando. Esas imágenes de noche en las que sólo se ven pequeños puntos de luz, como fogatas, puestos por los rescatadores para iluminar cordilleras de rocas en busca de corazones que sigan palpitando y desafiando a las leyes de la resistencia. Llevan días rascando y rascando entre los cascotes confiando en que un brazo, un rostro, una pierna asome dando una señal. Cada superviviente que resurge de entre las ruinas es motivo de alegría en un lugar devastado por la tristeza.
Porque cómo te enfrentas a eso, a la vida, a la muerte, a la destrucción que te devora un día indeterminado, inesperado, en el que ya no puedes ni siquiera regresar a tu casa en busca de cobijo. Ya no existe, se la ha tragado la tierra. Y así, sin hogar, se han quedado, de repente, más de quinientas mil personas. Desafiando en la calle al miedo, a los cinco grados bajo cero, a la nieve, tratando de calentarse con un fuego improvisado o refugiándose en el coche o en un polideportivo habilitado temporalmente. Porque todo, en estos casos, es temporal. La atención, la ayuda, la respuesta internacional. Todo, menos el dolor, el sufrimiento que provoca tanta pérdida. Ahora los ojos están en Turquía, vemos lo que ocurre gracias a las cámaras, los móviles, pero ¿qué pasa con lo que no vemos? ¿Cómo sabemos lo que sucede en Siria si hace ya demasiados años dejamos de mirar a ese país que se acostumbró a sobrevivir bajo los escombros, a sortear los golpes, a soportar la guerra? ¿Qué vendrá todavía? ¿Qué tendrá lugar después? ¿Qué sabemos hoy de tantos otros sitios como Nepal, Haití, L’Aquila? ¿Qué es mal recuerdo y qué realidad?
Cómo aplacar las preguntas, toda la incertidumbre, cuando llegue un lunes, un martes, un miércoles, un jueves, un viernes y solo quede una única certeza, la más terrible: la del olvido.
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